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A mediados de 1975 la represión se había perfeccionado y yo caí víctima de mi propio terror. Temía usar el teléfono, censuraba las cartas a mi madre por si las abrían en el correo y medía mis comentarios incluso en el seno de la familia. Amigos relacionados con los militares me habían advertido que mi nombre figuraba en las listas negras y poco después recibimos dos amenazas de muerte por teléfono. Sabía de gente dedicada a molestar por el gusto de sembrar pánico y tal vez no habría prestado oídos a esas voces anónimas, pero después de lo ocurrido a los Prats y la milagrosa escapada de mis padres, no me sentía segura. Una tarde de invierno fuimos con Michael y los niños al aeropuerto a despedir a unos amigos que, como tantos otros, habían optado por partir. Se habían enterado que en Australia ofrecían terrenos a los nuevos inmigrantes y decidieron tentar suerte como granjeros. Mirábamos el avión que partía, cuando una mujer desconocida se me acercó preguntando si yo era la de la televisión; insistía que la acompañara porque tenía algo que decirme en privado. Sin darme tiempo de reaccionar me jaló del brazo en dirección al baño y una vez a solas extrajo de su cartera un sobre y me lo puso en las manos.

— Entrega esto, es un asunto de vida o muerte. Tengo que irme en el próximo avión, mi contacto no apareció y no puedo esperar más — dijo. Me hizo repetir la dirección dos veces, para estar segura de que la había memorizado, y luego partió corriendo.

— ¿Quién era? — preguntó Michael cuando me vio salir del baño.

— No tengo idea. Me pidió que entregue esto, dijo que es muy importante. — ¿Qué es? ¿Por qué lo recibiste? Puede ser una trampa…

Todas esas preguntas y otras que se nos ocurrieron después nos dejaron buena parte de la noche sin dormir, no queríamos abrir el sobre porque era preferible no saber su contenido, no nos atrevíamos a llevarlo a la dirección que la mujer había indicado y tampoco podíamos destruirlo. En esas horas creo que Michael comprendió que yo no buscaba problemas, sino que éstos me salían al encuentro. Pudimos ver al fin cuánto se había distorsionado la realidad si un encargo tan sencillo como entregar una carta podía costarnos la vida y si el tema de la tortura y la muerte era parte de la conversación cotidiana, como algo plenamente aceptado. Al amanecer extendimos un mapa del mundo sobre la mesa del comedor para ver adónde ir. Para entonces la mitad de la población de América Latina vivía bajo una dictadura militar; con el pretexto de combatir al comunismo las Fuerzas Armadas de varios países se habían transformado en mercenarios de las clases privilegiadas y en instrumentos de represión para los más pobres. En la década siguiente los militares llevaron a cabo una guerra sin cuartel contra sus propios pueblos, murieron, desaparecieron y se exilaron millones de personas, no se había visto en el continente un movimiento tan vasto de masas humanas cruzando fronteras. Ese amanecer descubrimos con Michael que quedaban muy pocas democracias donde buscar refugio y que en varias de ellas, como México, Costa Rica o Colombia, ya no otorgaban visas para chilenos porque en el último año y medio habían emigrado demasiados. Apenas se levantó el toque de queda dejamos a los niños con la Granny, impartimos algunas instrucciones para el caso que no volviéramos, y fuimos a entregar el sobre a la dirección señalada. Tocamos el timbre de una casa vieja en una calle del centro, nos abrió un hombre vestido con bluyines y comprobamos con profundo alivio que llevaba un collarín de sacerdote.

Reconocimos su acento belga porque habíamos vivido en ese país.

Después que huyeron de Argentina, el tío Ramón y mi madre se encontraron sin un lugar donde establecerse y durante meses debieron aceptar la hospitalidad de amigos en el extranjero, sin un sitio donde desempacar definitivamente sus maletas. En eso mi madre se acordó del venezolano que había conocido en el hospital geriátrico de Rumania y siguiendo una corazonada buscó la tarjeta que había guardado todos esos años y lo llamó a Caracas para contarle en pocas palabras lo sucedido. Vente, chica, aquí hay espacio para todos, fue la respuesta inmediata de Valentín Hernández. Eso nos dio la idea de instalarnos en Venezuela, supusimos que era un país verde y generoso, donde contábamos con un amigo y podíamos quedarnos por un tiempo, hasta que cambiara la situación en Chile. Con Michael comenzamos a planear el viaje, debíamos alquilar la casa, vender los muebles y conseguir trabajo, pero todo se precipitó en menos de una semana. Ese miércoles los niños volvieron del colegio aterrorizados; unos desconocidos los habían agredido en la calle y después de amenazarlos les dieron un mensaje para mí: díganle a la puta de su madre que tiene los días contados.

Al día siguiente vi a mi abuelo por última vez. Lo recuerdo como siempre en el sillón que le compré muchos años atrás en un remate, con su melena de plata y su bastón de campesino en la mano. Cuando joven debe haber sido alto, porque cuando estaba sentado todavía lo parecía, pero con la edad se le deformaron los pilares del cuerpo y se desmoronó como un edificio con las fundaciones falladas. No pude despedirme de él, no

tuve valor para decirle que me iba, pero supongo que lo presintió.

— Tengo una inquietud desde hace mucho tiempo, Tata… ¿Alguna vez ha matado a un hombre?

— ¿Por qué me hace esa pregunta tan descabellada?

— Porque usted tiene mal carácter–insinué, pensando en el cuerpo del pescador de boca sobre la arena, en los tiempos remotos de mis ocho años.

— Nunca me ha visto empuñar un arma ¿verdad? Tengo buenas razones para desconfiar de ellas–dijo el viejo-. Cuando era joven me desperté una madrugada con un golpe en la ventana de mi cuarto. Salté de la cama, tomé mi revólver y todavía medio dormido, me asomé y apreté el gatillo. Me despertó el ruido del balazo y entonces caí en cuenta, espantado, que había disparado contra unos estudiantes que volvían de una fiesta. Uno de ellos había tocado la persiana con el paraguas. Gracias a Dios no lo maté, me libré por un pelo de asesinar a un inocente. Desde entonces las armas de caza están en el garaje. Hace muchos años que no las uso.

Era cierto. Colgando de un poste de su cama había unas boleadoras como las que usan los gauchos argentinos, dos bolas de piedra unidas por una larga tira de cuero, que él mantenía al alcance de la mano por si entraban a robar.

— ¿Nunca usó las boleadoras o un garrote para matar a alguien?

Alguno que lo ofendió o que le hizo daño a un miembro de su familia…

— No sé de qué diablos me está hablando, hija. Este país está lleno de asesinos, pero yo no soy uno de ellos.

Era la primera vez que se refería a la situación que vivíamos en Chile, hasta entonces se había limitado a escuchar en silencio y con los labios apretados las historias que yo le contaba. Se puso de pie con una sonajera de huesos y maldiciones, le costaba mucho caminar pero nadie se atrevía a mencionar en su presencia la posibilidad de una silla de ruedas, y me indicó que lo siguiera.

Nada había cambiado en esa habitación desde los tiempos en que murió mi abuela, los muebles negros en la misma disposición, el reloj de torre y el olor de los jabones ingleses que guardaba en su armario. Abrió su escritorio con una llave que siempre llevaba en el chaleco, buscó en uno de los cajones, sacó una antigua caja de galletas y me la pasó.

— Esto era de su abuela, ahora es suyo–dijo con la voz quebrada.

— Tengo que confesarle algo, Tata…

— Va a decirme que me robó el espejo de plata de la Memé…

— ¿Cómo supo que era yo?

— Porque la vi. Tengo el sueño liviano. Ya que tiene el espejo, bien puede quedarse con lo

demás. Es todo lo que hay de la Memé, pero no necesito esas cosas para recordarla y prefiero que estén en sus manos, porque cuando me muera no quiero que las tiren a la basura.

— No piense en la muerte, Tata.

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