cadetes mayores o cometería suicidio. Un día se escapó, pero la desesperación no lo llevó muy lejos, llegó a la casa con el uniforme en harapos y tartamudeando que había desertado y si lo agarraban sería sometido a juicio militar, y en caso de salvarse de ser fusilado por traición a la patria pasaría el resto de su juventud en una mazmorra. Mi madre actuó rápido, lo escondió en la despensa, hizo una promesa a la Virgen del Carmen, patrona de las Fuerzas Armadas de Chile para que la ayudara en su empresa, luego partió a la peluquería, se vistió con su mejor vestido y pidió audiencia con el Director de la Escuela. Una vez en su presencia, no le dio tiempo de abrir la boca, se le fue encima, lo cogió por la ropa y le gritó que él era el único responsable de la suerte de su hijo, que si acaso no se daba cuenta de las humillaciones y torturas que sufrían los cadetes, que si algo le sucedía a Juan ella se encargaría de arrastrar por el barro el nombre de la Escuela, y siguió bombardeándolo de argumentos y sacudiéndolo hasta que el general, vencido por esos ojos de pantera y el instinto maternal suelto, aceptó a mi hermano de regreso en sus filas.
Pero volvamos a la píldora. Con Michael no hablábamos de esos groseros detalles, nuestra formación puritana pesaba demasiado.
Las sesiones de caricias en algún rincón del jardín por la noche nos dejaban a ambos extenuados y a mí furiosa. Tardé bastante en comprender la mecánica del sexo, porque no había visto a un hombre desnudo, salvo estatuas de mármol con un pirulín de infante, y no tenía muy claro en qué consistía una erección, al sentir algo duro creía que eran las llaves de la motocicleta en el bolsillo de su pantalón. Mis lecturas clandestinas de Las mil y una noches en el Líbano me dejaron la cabeza llena de metáforas y giros poéticos; me hacía falta un simple manual de instrucciones. Después, cuando tuve claras las diferencias entre hombres y mujeres y el funcionamiento de algo tan sencillo como un pene, me sentí estafada. No veía entonces y no veo todavía la diferencia moral entre esas hirvientes sesiones de manoseos insatisfactorios y alquilar una habitación en un hotel y hacer lo que dicte la fantasía, pero ninguno de los dos se atrevía a sugerirlo. Sospecho que no quedaban por los alrededores muchas doncellas castas de mi edad, pero ese tema era tabú en aquellos tiempos de hipocresía colectiva. Cada cual improvisaba como mejor podía, con las hormonas alborotadas, la conciencia sucia y el terror de que después de llegar hasta el final el muchacho no sólo podía hacerse humo, sino también divulgar su conquista. El papel de los hombres era atacar y el nuestro defendernos fingiendo que el sexo no nos interesaba porque no era de buen tono aparecer colaborando con nuestra propia seducción. ¡Qué diferentes fueron las cosas para ti, Paula! Tenías dieciséis años cuando viniste una mañana a decirme que te llevara al ginecólogo porque querías averiguar sobre anticonceptivos. Muda de impresión, porque comprendí que había terminado tu infancia y empezabas a escapar de mi tutela, te acompañé. Mejor no lo comentamos, vieja, nadie entendería que me ayudes en este asunto, me aconsejaste entonces. A tu edad yo navegaba en aguas confusas, aterrada por advertencias apocalípticas: cuidado con aceptar una bebida, puede estar drogada con unos polvos que les dan a las vacas para ponerlas en celo; no te subas a su coche porque te llevará a un descampado y ya sabes lo que te puede suceder. Desde el principio me rebelé contra esa doble moral que autorizaba a mis hermanos pasar la noche fuera de casa y regresar al amanecer oliendo a licor sin que nadie se ofendiera. El tío Ramón se encerraba con ellos a solas, eran «cosas de hombres» en las cuales mi madre y yo no teníamos derecho a opinar. Se consideraba natural que se deslizaran de noche a la pieza de la empleada; hacían chistes al respecto que me resultaban doblemente ofensivos, porque a la prepotencia del macho se sumaba el abuso de clase. Imagino el escándalo si yo hubiera
invitado al jardinero a mi cama. A pesar de mi rebeldía, el temor a las consecuencias me paralizaba, nada enfría tanto como la amenaza de un embarazo inoportuno. Nunca había visto un condón, excepto aquellos en forma de peces tropicales que los comerciantes libaneses ofrecían a los marines en Beirut, pero entonces pensé que eran globos de cumpleaños. El primero que cayó en mis manos me lo mostraste tú en Caracas, Paula, cuando andabas para todos lados con un maletín de adminículos para tu curso de sexualidad. Es el colmo que a tu edad no sepas cómo se usa esto, me dijiste un día cuando yo tenía más de cuarenta años, había publicado mi primera novela y estaba escribiendo la segunda. Ahora me asombra tamaña ignorancia en alguien que había leído tanto como yo. Además algo sucedió en mi infancia que podría haberme dado algunas luces o al menos haber provocado curiosidad para aprender sobre ese asunto, pero lo tenía bloqueado en el fondo más oscuro de la memoria.
Ese día de Navidad de 1950 iba por el paseo de la playa, una larga terraza bordeada de geranios. Tenía ocho años, la piel quemada por el sol, la nariz en carne viva y la cara llena de pecas, vestía un delantal de piqué blanco y un collar de conchas ensartadas en un hilo. Me había pintado las uñas con acuarela roja, los dedos parecían machucados, y empujaba un coche de mimbre con mi muñeca nueva, un siniestro bebé de goma con un orificio en la boca y otro entre las piernas, al que se le daba agua por arriba para que saliera por abajo. La playa estaba vacía, la noche anterior los habitantes del pueblo habían cenado tarde, asistido a la misa de medianoche y celebrado hasta la madrugada, a esa hora nadie se había levantado aún. Al final de la terraza empezaba un roquerío donde el océano se estrellaba rugiendo con un escándalo de espuma y de algas; la luz era tan intensa que se borraban los colores en el blanco incandescente de la mañana. Rara vez llegaba tan lejos, pero ese día me aventuré por esos lados buscando un sitio para dar agua a la muñeca y cambiarle los pañales. Abajo, entre las rocas, un hombre salió del mar, llevaba lentes submarinos y un tubo de goma en la boca, que se quitó con gesto brusco, aspirando a todo pulmón. Vestía un pantalón de baño negro, muy gastado, y un cordel en la cintura del cual colgaban unos hierros con las puntas curvas, sus herramientas de mariscar. Traía tres erizos, que metió en un saco, y luego se echó a descansar de espaldas sobre una piedra. Su piel lisa y sin vellos era como cuero curtido y su pelo muy negro y crespo. Cogió una botella y bebió largos sorbos de agua, reuniendo fuerzas para sumergirse otra vez, con el revés de la mano se quitó el cabello de la cara y se secó los ojos, entonces levantó la vista y me vio. Al principio tal vez no se dio cuenta de mi edad, vislumbró una figura meciendo un bulto y en la reverberación de las once de la mañana puede haberme confundido con una madre y su niño. Me llamó con un silbido y levantó la mano en un gesto de saludo. Me puse de pie desconfiada y curiosa. Para entonces sus ojos se habían acostumbrado al sol y me reconoció, repitió el saludo y me gritó que no me asustara, que no me fuera, que tenía algo para mí, sacó un par de erizos y medio limón de su bolsa y empezó a trepar las rocas. Cómo has cambiado, el año pasado parecías un mocoso igual a tus hermanos, dijo. Retrocedí un par de pasos, pero luego lo reconocí también y le devolví la sonrisa, tapándome la boca con una mano, porque todavía no terminaba de cambiar los dientes. Solía llegar por las tardes a ofrecer su mercadería en nuestra casa, el Tata insistía en escoger el pescado y los mariscos personalmente. Ven, siéntate aquí, a mi lado, déjame ver tu muñeca, si es de goma seguro se puede bañar, vamos a meterla al mar, yo te la cuido, no le va a pasar nada, mira, allá abajo tengo un saco lleno de erizos, en la tarde le llevaré unos cuantos a tu abuelo ¿quieres probarlos? Tomó uno con sus grandes manos callosas, indiferente a las duras espinas, le introdujo la punta de un garfio en la coronilla, donde la concha tiene la forma de un pequeño collar de perlas enroscado, y lo abrió. Apareció una cavidad anaranjada y vísceras flotando en un líquido oscuro. Me