— Quiero hablar con él.
— Anda en Europa.
— ¿Quién es el encargado de dar empleo cuando él no está?
Me dio el nombre de un conde italiano, pedí una cita y cuando estuve ante el impresionante escritorio de ese apuesto romano, le zampé que el señor Santa Cruz me mandaba a hablar con él para que me diera trabajo. El aristocrático funcionario no sospechó que yo no conocía a su jefe ni de vista y me tomó a prueba por un mes, a pesar de que presenté el peor examen de dactilografía de la historia de esa organización. Me sentaron frente a una pesada máquina Underwood y me ordenaron que redactara una carta con tres copias, sin decirme que debía ser comercial. Escribí una carta de amor y despecho salpicada de faltas porque las teclas parecían tener vida propia, además puse el papel carbón al revés y las copias salieron impresas en la parte de atrás de la hoja. Buscaron el puesto donde pudiera hacer menos daño y fui asignada temporalmente de secretaria a un experto forestal argentino cuya misión era llevar la contabilidad de los árboles del globo terráqueo. Comprendí que mi suerte no podía durar mucho más y me dispuse a aprender a escribir a máquina correctamente en cuatro semanas, contestar el teléfono y servir café como una profesional, rogando en secreto para que el temido Santa Cruz tuviera un accidente mortal y no regresara jamás. Sin embargo, mis súplicas no fueron escuchadas y al mes justo regresó el dueño de la FAO, un hombronazo enorme, con aspecto de jeque árabe y vozarrón de trueno, ante quien los empleados en general y el noble italiano en particular, se inclinaban con respeto, por no decir terror. Antes de que se enterara de mi existencia por otros medios, me presenté en su oficina para contarle que había usado su santo nombre en vano y estaba dispuesta a hacer las penitencias correspondientes.
Una carcajada estentórea recibió mi confesión.
— Allende… ¿de cuáles Allendes eres tú? — rugió por fin, cuando terminó de secarse las lágrimas.
— Parece que mi padre se llamaba Tomás.
— ¡Cómo que parece! ¿No sabes cómo se llama tu padre?
— Nadie puede estar seguro de quién es su padre, sólo se puede estar seguro de la madre–repliqué con la dignidad en alto.
— ¿Tomás Allende? ¡Ah, ya sé quién es! Un hombre muy inteligente… — y se quedó mirando el vacío, como quien se muere de ganas de contar un secreto y no puede.
Chile es del tamaño de un pañuelo. Resultó que ese caballero con actitud de sultán era uno de los mejores amigos de juventud de Salvador Allende, además conocía bien a mi madre y a mi padrastro, por esas razones no me puso en la calle, como el conde romano esperaba, sino que me trasladó al Departamento de Información, donde alguien con mis recursos imaginativos estaría mejor empleada que copiando estadísticas forestales, según me explicó. Me soportaron en la FAO durante varios años, allí hice amigos, aprendí los rudimentos del oficio de periodista y tuve mi primera oportunidad de hacer televisión. En los ratos libres hacía traducciones de novelas rosa del inglés al español. Eran historias románticas cargadas de erotismo, todas cortadas por el mismo molde: hermosa e inocente joven sin fortuna conoce a hombre maduro, fuerte, poderoso, viril, desilusionado del amor y solitario, en un lugar exótico, por ejemplo una isla polinésica donde ella trabaja como institutriz y él posee un latifundio. Ella es siempre virgen, aunque sea viuda, de senos mórbidos, labios túrgidos y ojos lánguidos; mientras él luce sienes de plata, piel dorada y músculos de acero. El terrateniente es superior a ella en todo, pero la institutriz es buena y bonita. Después de sesenta páginas de pasión ardiente, celos e incomprensibles intrigas, se casan, por supuesto, y la doncella esdrújula es desflorada por el varón metálico en una atrevida escena final. Se necesitaba firmeza de carácter para permanecer fiel a la versión original y a pesar de los esmeros de Miss Saint John en el Líbano, la mía no alcanzaba para tanto. Casi sin darme cuenta introducía pequeñas modificaciones para mejorar la imagen de la heroína, empezaba con algunos cambios en los diálogos, para que ella no pareciera completamente retardada, y luego me dejaba arrastrar por la inspiración y alteraba los finales, de modo que a veces la virgen concluía sus días vendiendo armas en el Congo y el hacendado partía a Calcuta a cuidar leprosos. No duré mucho tiempo en ese trabajo, a los pocos meses me despidieron. Para entonces mis padres habían regresado de Turquía y vivía con ellos en un caserón estilo español de adobe y tejas en los faldeos de la cordillera, donde era bastante difícil trasladarse en bus e imposible conseguir teléfono.
Tenía una torre, dos hectáreas de huerto, una vaca melancólica que jamás dio leche, un cerdo a quien debíamos sacar a escobazos de los dormitorios, gallinas, conejos y una mata de calabazas enredada en el techo; los enormes frutos solían rodar desde lo alto, poniendo en peligro a quienes tuvieran la mala suerte de encontrarse abajo. Atrapar el bus para ir y venir de la oficina se convirtió en una obsesión, me levantaba al amanecer para llegar a tiempo en las mañanas y en la tarde el vehículo iba repleto, de modo que visitaba a mi abuelo y allí esperaba la noche para encaramarme en uno con menos pasajeros. Así nació la costumbre de ir cada día a ver al viejo y llegó a ser tan importante para ambos, que sólo fallé cuando nacieron mis hijos, durante los primeros días del Golpe Militar y una vez que quise pintarme los pelos de amarillo y por un error del peluquero terminé con la cabeza verde. No me atreví a aparecer delante del Tata hasta que conseguí una peluca de mi color original. En invierno nuestra casa era una mazmorra gélida goteando por los techos, pero en primavera y verano resultaba encantadora, con sus vasijas de barro desbordantes de petunias, el zumbido de las abejas y trinar de los
pájaros, el aroma de flores y frutas, los tropezones del cerdo entre las piernas de las visitas y el aire puro de las montañas.
Los almuerzos dominicales se trasladaron de la casa del Tata a la de mis padres, allí se juntaba la tribu para destrozarse puntualmente cada semana. Michael, quien provenía de un hogar pacífico donde imperaba la mayor cortesía, y a quien el colegio había condicionado para disimular sus emociones en todo momento, excepto en las canchas deportivas donde había libertad para comportarse como un bárbaro, era mudo testigo de las pasiones desmedidas de mi familia.
Ese año murió el tío Pablo en un extraño accidente aéreo. Volaba sobre el desierto de Atacama en una avioneta y el aparato estalló en el aire. Algunos vieron la explosión y una bola incandescente cruzando el cielo, pero no quedaron restos y, después de peinar la región meticulosamente, las cuadrillas de rescate regresaron con las manos vacías. Nada había para enterrar, el funeral se llevó a cabo con un ataúd vacío. Tan abrupta y total fue la desaparición de este hombre a quien tanto amé, que he cultivado la fantasía de que no quedó reducido a cenizas sobre esas dunas desoladas; tal vez salvó de milagro, pero sufrió un trauma irrecuperable y hoy vaga en otras latitudes convertido en un anciano plácido y sin memoria, que nada sospecha de la joven esposa y los cuatro niños que dejó atrás. Estaba casado con una de esas raras personas de alma diáfana destinadas a purificarse en el esfuerzo y el sufrimiento. Mi abuelo recibió la amarga noticia sin un gesto, apretó la boca, se puso de pie apoyado en su bastón y salió cojeando a la calle para que nadie pudiera ver la expresión de sus ojos. No volvió a hablar de su hijo favorito, tal como no mencionaba a la Memé. Para ese viejo valiente, mientras más profunda la herida más privado era el dolor.
Había cumplido tres años de amores relativamente castos, cuando oí hablar entre mis compañeras de oficina de una maravillosa píldora para evitar embarazos, que había revolucionado la cultura en Europa y los Estados Unidos y ahora se podía conseguir en algunas farmacias locales. Traté de indagar más y me enteré que sólo era posible comprarla con una receta médica, pero no me atreví a recurrir al inefable doctor Benjamín Viel, quien para entonces se había convertido en el gurú de la planificación familiar en Chile, y tampoco me alcanzó la confianza para hablar del tema con mi madre. Por lo demás, ella tenía demasiados problemas con sus hijos adolescentes como para pensar en píldoras mágicas para una hija soltera. Mi hermano Pancho había desaparecido de la casa tras las huellas de un santón que reclutaba discípulos proclamándose el nuevo Mesías. En realidad este personaje tenía una ferretería en Argentina y el asunto resultó un complejo fraude teológico, pero la verdad afloró mucho después, cuando mi hermano y otros jóvenes ya habían malgastado años persiguiendo un mito. Mi madre hizo lo posible por arrancar a su hijo de aquella misteriosa secta y de hecho fue a buscarlo un par de veces cuando mi hermano tocó el fondo de la desilusión y pidió socorro a la familia. Lo rescataba de oscuras pocilgas, donde lo encontraba hambriento, enfermo y traicionado, sin embargo apenas recuperaba fuerzas desaparecía de nuevo y durante meses no sabíamos su paradero. De vez en cuando llegaban noticias de sus andanzas en Brasil aprendiendo artes de vudú, o en Cuba entrenándose para revolucionario, pero ninguno de esos rumores tenía verdadero fundamento, en realidad nada sabíamos de él. Entretanto mi hermano Juan pasó un par de años poco afortunados en la Escuela de Aviación. Al poco tiempo de ingresar comprendió que carecía de aptitud y resistencia para soportar aquello, que detestaba los absurdos principios y ceremonias militares, que la mismísima patria le importaba un bledo y que si no salía de allí pronto perecería en manos de los