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- Ginny. -Una enfermera pelirroja le hace señas-. ¿Podemos hablar un momento? -Se la lleva aparte.

Sólo oigo alguna que otra palabra.

- … extraño… policía.

- ¿Policía? -Ginny abre unos ojos como platos.

- … no sé… número…

Ginny coge un pequeño papel y se da la vuelta sonriendo hacia mí. Me las arreglo para esbozar una sonrisa, aunque estoy paralizada de miedo.

La policía. Lo había olvidado.

Les dije que Sadie había sido asesinada por el personal de la residencia: estas enfermeras encantadoras e intachables. ¿Por qué dije una cosa así? ¿En qué estaría pensando?

Toda la culpa la tiene Sadie. No. La tengo yo. Debería haber mantenido la boca cerrada.

- ¿Lara? -Ginny me escruta, alarmada-. ¿Te encuentras bien?

Van a acusarla de homicidio y no tiene ni idea. Todo por mi culpa. Voy a arruinar sus carreras, la residencia será clausurada y los ancianos no tendrán adonde ir…

- ¿Lara?

- Estoy bien -logro decir al fin, con voz ronca-. Perfectamente. Pero debo marcharme. -Empiezo a alejarme con piernas temblorosas-. Muchas gracias. Adiós.

Cuando he cruzado el sendero y salgo a la acera, saco el móvil y marco el número del inspector James, jadeando de pánico. No debería haber acusado a nadie de asesinato. Nunca volveré a hacerlo. Voy a confesarlo todo y a desdecirme de mi declaración…

Una seca voz femenina interrumpe mis pensamientos.

- Oficina del inspector James.

- Hola. -Procuro aparentar tranquilidad-. Soy Lara Lington. ¿Podría hablar con el inspector James o la agente Davies?

- Me temo que están los dos de servicio. ¿Quiere dejarme un mensaje? Si es urgente…

- Sí, es muy urgente. Tiene que ver con un caso de asesinato. ¿Podría decirle al inspector que he tenido una… iluminación repentina?

- Una iluminación -repite. Obviamente, anotándolo.

- Sí. Sobre mi declaración. Una iluminación crucial.

- Tal vez debería hablar personalmente con él…

- ¡No! ¡Esto no puede esperar! Tiene que decirle que no fueron las enfermeras las que mataron a mi tía abuela. Ellas no han hecho nada, son maravillosas. Todo fue un terrible error y… la cuestión es…

Me dispongo a confesar que me lo inventé todo, cuando una idea espantosa me detiene en seco. No puedo confesarlo todo. No puedo reconocer que me lo inventé porque acabarán de inmediato el funeral. Recuerdo el grito angustiado de Sadie durante el oficio y siento un escalofrío. No puedo permitirlo.

- ¿Sí? -dice la mujer, en tono paciente.

- Eh… ah… la cuestión es…

Mi mente se lanza a una serie de dobles saltos mortales en busca de una solución que me permita a la vez ser honrada y ganar un poco de tiempo. Pero no encuentro ninguna. No la hay. Y esta mujer se va a hartar de esperar y va a colgar… Debo decir algo…

Necesito una pista falsa. Sólo para distraerlos un poco. Mientras encuentro el collar.

- Fue otra persona -le suelto-. Un hombre. Me equivoqué el otro día, pero era la voz de ese hombre la que oí en el pub. Llevaba una perilla trenzada -improviso-. Y tenía una cicatriz en la mejilla. Ahora lo recuerdo con toda claridad.

Nunca encontrarán a un hombre con una perilla trenzada y una cicatriz en la mejilla. En ese sentido no hay problema.

- Un hombre con una perilla trenzada… -Parece esforzarse en seguirme.

- Y una cicatriz.

- Perdón, ¿qué se supone que ha hecho ese hombre?

- ¡Asesinar a mi tía abuela! Firmé una declaración, pero me equivoqué. O sea, que si pudiera anularla…

La mujer hace una pausa y dice:

- Señorita, aquí no anulamos ninguna declaración. Creo que el inspector James querrá hablar con usted personalmente.

Ay, Dios. Pero yo no quiero hablar con él.

- De acuerdo, no hay problema. Pero que le quede claro que no fueron las enfermeras. ¿No podría dejarle un post-it o algo así? «Las enfermeras no fueron.»

- Las enfermeras no fueron -repite con desconfianza.

- Exacto. En mayúsculas. Y déjelo en su mesa.

La mujer hace otra pausa, todavía más prolongada.

- ¿Podría repetirme su nombre?

- Lara Lington. Él sabe quién soy.

- No lo dudo. Bien, señorita Lington, estoy segura de que el inspector James se pondrá en contacto con usted.

Cuelgo y echo a andar calle abajo. Todavía me flaquean las piernas. Me parece que lo he conseguido, más o menos. Pero, francamente, estoy de los nervios.

Dos horas después, más que de los nervios, estoy exhausta.

He empezado a adquirir una nueva visión (por no decir que he empezado a hartarme) del pueblo británico. Puede parecer muy sencillo llamar a unas cuantas personas y preguntarles si han comprado un collar. Puede parecerlo hasta que lo intentas.

Tengo la sensación de que podría escribir un libro sobre la naturaleza humana. Se titularía: «La gente no tiene nada de servicial.» Para empezar, quieren saber cómo has conseguido su nombre y su número de teléfono. Luego, en cuanto sacas a relucir la palabra «rifa», quieren saber qué han ganado y llaman a gritos a su marido: «¡Darren, hemos ganado la rifa!» Y cuando te apresuras a decir que no han ganado nada, se ponen suspicaces.

Si te interesas entonces por lo que compraron en el mercadillo, todavía se muestran más recelosos. Se convencen de que quieres venderles algo, o robarles por telepatía el número de su tarjeta de crédito. En la tercera llamada, se oía al fondo la voz de un tipo diciendo:

- Ya me lo habían advertido. Te llaman y te mantienen un rato al teléfono. Es una estafa por Internet. Cuelga, Tina.

«¿Cómo quieres que sea un timo por Internet, so idiota? -quise gritar-. ¡No estamos en Internet!»

Hasta ahora sólo he encontrado a una mujer dispuesta a ayudar: Eileen Roberts. Pesadísima, la verdad, porque me ha tenido al teléfono diez minutos contándome todo lo que compró en el mercadillo y diciéndome que vaya lástima lo del collar, ¿no he pensado en encargar uno igual?, hay una tienda maravillosa de cuentas de cristal en Bromley…

Arggg.

Me froto la oreja, roja de tanto apretarla contra el auricular, y cuento los nombres que he ido tachando en la lista. Veintitrés. Me quedan cuarenta y cuatro. Esto ha sido una ocurrencia absurda. Nunca encontraré ese collar. Doblo la lista y la guardo en el bolso. Mañana llamaré al resto. Quizá.

Voy a la cocina y me sirvo una copa de vino. Estoy metiendo una lasaña en el horno cuando oigo su voz detrás:

- ¿Has encontrado mi collar?

Del sobresalto, me golpeo la frente contra la puerta del horno. Levanto la vista. Sadie está en el alféizar de la ventana abierta.

- ¡Avisa cuando vayas a aparecer! -exclamo-. Y de todas formas, ¿dónde te habías metido? ¿Por qué me has dejado sola?

- Aquel sitio huele a muerto -replica alzando la barbilla-. Está lleno de viejos. He tenido que irme.

Habla a la ligera, pero me doy cuenta de que no soportaba volver allí. Por eso ha desaparecido tanto rato.

- Tú eras vieja -le recuerdo-. La más vieja del lugar. Mira, aquí estás. -Saco del bolsillo de la chaqueta la foto en que aparece arrugadita y con el pelo blanco.

La veo estremecerse, pero enseguida le echa un vistazo despectivo.

- ¡Ésa no soy yo!

- ¡Ya lo creo! Me la ha dado una enfermera de la residencia. Me ha dicho que la tomaron cuando cumpliste los ciento cinco. ¡Deberías sentirte orgullosa! ¡Recibiste un telegrama de la reina!

- Quiero decir que no soy yo, que nunca me he sentido así. Nadie se siente de ese modo por dentro. Así es como me sentía. -Estira los brazos-. Así: una veinteañera. Toda mi vida. El exterior es… un simple revestimiento.

- Bueno, en cualquier caso podrías haberme advertido que te ibas. ¡Me has dejado sola!

- ¿Has conseguido el collar? ¿Lo tienes? -Se le ilumina la cara de esperanza y yo no puedo evitar una mueca.

- Lo lamento. Tenían una caja con tus cosas, pero el collar de la libélula no estaba dentro. Nadie sabe adónde ha ido a parar. Lo siento mucho, Sadie.

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