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– ¿Cree en Dios? -preguntó el teniente Ohlsen, con la mirada fija ante sí.

– ¿Por qué piensas en eso?

– Acaba de decir que Dios nos espera a todos.

– ¡Oh, sí, tal vez sea cierto! No puedo decir que sí ni que no. Nunca he pensado en eso, pero el pastor siempre les dice a los individuos, antes de que la diñen: «Roguemos y Jesús te recibirá.» Y él debe de saberlo. Es un viejo guardián del cielo con línea directa con el Paraíso. Le llamamos Hum-Müller, porque siempre está diciendo «¡Hum!» Su rostro brilla cuando uno se arrodilla en el suelo a su lado. Parece como si cobrara alguna recompensa cada vez que hace rezar a alguien. Quiero decir, que consigue un sitio mejor en el cielo.

– Rezaré con el pastor -dijo el teniente Ohlsen.

– Es formidable -comentó Stever, riendo-, y resulta divertidísimo vigilar por la mirilla. Yo he de hacerlo. Lo exige el reglamento -explicó mientras boxeaba con su sombra. Golpeaba a un imaginario contrincante. Sus botas claveteadas resonaban al compás de sus piernas-. Miro para intervenir si al condenado le acomete el «mal de la jaula» y empieza a golpear al guardián de Jesús. ¿Qué eres tú? ¿Católico?

– Protestante.

– ¡Estupendo! Entonces, vendrá el viejo. Cuando se trata de un católico, resulta menos divertido.

– ¿Qué diferencia hay? -preguntó el teniente Ohlsen.

– Te lo explicaré. Los capellanes protestantes son unos fantoches. Todo es comedia. Con los curas ocurre una cosa muy diferente. Uno se cuadra y no se atreve a armar jaleo. Incluso el Verraco, ese criminal, les tiene miedo. Esos padres no llevan condecoraciones. Sólo un crucifijo y una pechera. Te miran y uno se encoge. Tienes la impresión de que la Santa Virgen está a su lado. Se te ocurren extraños pensamientos y te preguntas, en serio, si no convendría frecuentar la iglesia de vez en cuando. El Verraco, por ejemplo, se pone imposible cuando hay católicos en la jaula. Nunca mira el calabozo cuando nuestro padre católico acompaña a alguien que debe hacer el último viaje. Cuando el padre se marcha, siempre dice: «Que Dios os bendiga.» Como si al buen Dios se le pudiera ocurrir bendecir a el Verraco. Además, los protestantes lo solucionan todo más de prisa. Una oración relámpago, un poco de lectura del libro negro y un pequeño salmo para terminar. Pero si te quieres divertir con el viejo, el Verraco estará contento. Le encanta verlo.

– Pero para mí es una cosa seria -replicó el teniente Ohlsen.

Stever se detuvo a mitad de una finta contra el enemigo imaginario, frente al calabozo 19.

– ¡Ah, mierda! También lo he oído decir. ¿Eres un santo?

– Depende… -contestó el teniente Ohlsen, encogiéndose de hombros.

– No es tan extraño -dijo Stever, reanudando su boxeo contra las sombras.

Lanzó un traidor golpe bajo, dobló las rodillas y envió un directo con la izquierda, que alcanzó violentamente una mandíbula imaginaria.

– Te comprendo, camarada teniente: no quieres correr riesgos. Muy listo. -Interrumpió un momento su desenfrenado boxeo y levantó un dedo sentenciosamente-: Siempre lo digo, hay que reservarse una puerta de salida. He viste salir a muchos de aquí, pero nunca he visto a uno que regresara. Así, pues, no puede saberse con seguridad si hay o no un consejo de revisión en la antecámara de san Pedro. De modo que, si no se ha creído en Dios está uno listo. Nadie habla de ser fanático. No hace mucho, encontré una Biblia en el subterráneo. Faltan bastantes páginas que el antiguo propietario utilizó para liar cigarrillos. Nadie ha dicho nunca que había que leerla toda. Pero yo tengo cuidado. Una o dos veces al mes, le echo una ojeada. Nadie podrá reprocharme el no haber tenido nunca una Biblia en las manos, y os doy mi palabra, a Jesús y a ti, de que nunca he insultado a un cura. Ni siquiera al que estaba aquí y a quien pescaron. Era un cura de una parroquia cerca de Lübeck, con una jeta así de grande. Si hubiese estado un poco más cerca de Hitler que de Dios, habría salvado la piel y no habría dado con sus huesos aquí. Si por lo menos estuviese seguro de que Dios existe… No puedes imaginarte lo que haría por ti, teniente, si cuando estés en el otro lado quieres hacerme una ligera señal. Si llegas con la cabeza bajo el brazo, seguramente te recibirán bien. Sobre todo, si te arrodillas seriamente con el pastor y rezas.

– Pero, entonces, ¿por qué no lo haces tú también? I

Stever reanudó su boxeo, y contestó en medio de un ataque furioso:

– Lo he intentado varias veces. Incluso me postré de rodillas ante el pastor y él me dio un sorbito y un pedazo de pan. Pero, en medio de todo esto, me dije: «Obergefreiter Stever, esto es trampa.» Estoy seguro de que si Dios existe, debe de poner muy mala cara al leer mis pensamientos. Tendría que ensayarme en ahuyentar esta especie de duda, en vista de que la historia del infierno no resulta muy atractiva y, claro es, uno remueve cielo y tierra para ser destinado adonde mejor se está. No me sorprendería que tuvieses razón, y si es así, puedes enviar al cuerno a todos los que te rebanan el cuello. El buen Dios te recompondrá en cuanto llegues arriba.

»!Te felicito por tu previsión! En todas esas historias con Dios, más vale estar en regla. Yo nunca he disparado contra un crucifijo, y eso que muchos sí lo han hecho. Tampoco he birlado nunca nada en una iglesia. Una vez, incluso, lleve una monja en mi moto. Se había roto una pierna. Fue cuando hicimos la guerra en Francia. Cosas así han de estar escritas en el lado bueno del libro de cuentas del buen Dios, supongo yo. A menudo me digo: «Cuidado, Stever, todos estamos en el primer peldaño de la escalera.» A menudo ocurre que protestantes que esperan su turno ponen al bendito pastor a la puerta de su celda. Hace un tiempo tuvimos a un zapador. Le pegó tal mamporro al pastor que éste tardó dos horas en recobrar el sentido. No era el viejo, sino otro, joven. Más tarde, el Verraco y yo fuimos a ver a aquel cretino. Porque, después de todo, no se le puede atizar a un pastor. Chillarle sí, de acuerdo; pero atizarle, no, ¡mierda! Le pegué unos porrazos tremendos a aquel cretino de zapador. Después lo atamos al radiador y lo pusimos en marcha. Fue idea mía. Me sentía como si fuese el azote de Dios. El zapador acabó loco. Desde aquel día, todo le hacía reír. En una ocasión, el Verraco le pegó un puntapié en las partes. Hasta eso le hizo reír, y cuando le echaron la cuerda al cuello, por poco se desternilla. El SS que le empujó desde la plataforma se volvió muy extraño y acabó por abandonar su puesto. Ahora está en el 38.°, esperando una bala. ¿Te das cuenta? Todo ocurrió porque aquel cretino de zapador le atizó un sopapo al pastor.

Antes de cerrar la puerta del calabozo, Stever añadió para consolarle:

– No temas, hoy no ocurrirá nada. Aún no han montado el tajo. El operador en jefe todavía no ha llegado. Primero, tiene que verte para calcular el golpe que ha de dar con el hacha. Es algo que ha de pensarse cuidadosamente. El pastor pasará por aquí, y el comandante te visitará. Todo esto requiere tiempo. Ahora, te darán mantas y un colchón. Tienes derecho a ellos como candidato al cielo. También recibirás mejor comida. Ahora que me acuerdo teniente, y antes de que me marche, ¿te molestará que le diga a el Verraco que quieres arrodillarte y rezar con el Hombre de Jesús? Le encanta. y en este agujero no abundan las diversiones. Hazte cargo. Y además, el Verraco le tiene un miedo atroz a el Bello Paul. Creyó que la autorización de visita de tus era falsa, y armó un jaleo de los gordos.

– No hay inconveniente -contestó el teniente Ohlsen, cansado.

– ¡Magnífico! -exclamó Stever, riendo-. De todos modos, lo hubiese hecho igual, pero es estupendo que estés acuerdo.

El teniente Ohlsen empezó a andar ininterrumpidamente. Cinco pasos en un sentido y cinco en el otro. Hora tras hora. Oyó la campana del reloj del cuartel. Contó las campanadas. Seis, resonantes. Al cabo de cuatro minutos podría empezar a esperar al verdugo. Moralmente, estaba ya aniquilado. Podrían rematarle cuando quisieran.

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