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Oyó las campanadas del reloj durante toda la noche. ¡Qué larga puede ser una noche, si se espera la eternidad mientras que fuera suena un reloj! La media, la hora, la media, la hora… Escuchaba los pasos del centinela ante la cárcel. Contempló la bombilla eléctrica que lucía las veinticuatro horas del día.

A la mañana siguiente, dio un paseo. Todo seguía igual. Todo se reanudaba. El mismo ritmo. Una y otra vez. Una Compañía de reclutas pasó cantando. Unas voces juveniles. ¡Joven…! ¿Lo había sido alguna vez? Lo había olvidado en los últimos cinco días. Oyó el chirrido de un tranvía al pasar por un desvío.

Caminaba en círculo, con otros catorce detenidos. Todos llevaban la insignia roja en el pecho. La insignia que significaba «condenado a muerte». Los que llevaban una raya blanca, serían fusilados, y los había que llevaban un círculo verde sobre el rojo, debían ser ahorcados. Los de la raya negro en el centro: estaban condenados a la decapitación. Sólo había dos que tuvieran el círculo negro: él y un Oberleutnant.

Stever estaba junto al umbral y silbada una tonadilla, con aire despreocupado. Destrozaba una melodía de baile que había oído en «Zillertal». Con el dedo, llevaba el compás sobre la culata de su fusil ametrallador:

Du hast Glück bel den Frauen, bel ami…

Después, cambió de ritmo y empezó a tararear:

Liebe Kameraden, heute sind wir rot,

morgen sind wir tot.

Los prisioneros trotaban en fila india. A tres pasos de distancia entre sí. Las manos unidas en la nuca. Les estaba tajantemente prohibida cualquier clase de comunicación entre ellos.

De repente, Stever empezó a desplegar una gran actividad. Se irguió, apretó el fusil ametrallador contra el hombro y gritó, con voz ronca:

– ¡Moveos, pandilla de sacos mojados! Un poco más de energía. -Golpeó, con su bastón, al primer prisionero que paso a su alcance-. ¡Aprisa, aprisa, pandilla de gandules!

Los prisioneros empezaron a correr. Dos o tres se aproximaron en exceso.

– ¡Guardad las distancias, malditos! -gritó Stever-. Esto no es una reunión íntima. -Golpeó las cabezas de dos prisioneros con la empuñadura de plomo de su bastón-. ¡Tres metros de distancia si no queréis que os parta los huesos!

Los prisioneros corrían a toda velocidad, pero conservaban su distancia. Nadie quería recibir en la nuca el golpe del pesado puño de plomo.

– ¡Con ritmo, señores, con ritmo! Aún queda mucho camino que recorrer. Siento que mi deber es prepararlos para el regreso. ¡Quién sabe! Tal vez seáis indultados y enviados a un Regimiento disciplinario.

Los prisioneros levantaron la cabeza para escuchar. La esperanza iluminó sus ojos mortecinos. ¿Habría oído decir algo Stever? ¿Indultados? ¿Regimiento disciplinario? El infierno del Regimiento disciplinario era un paraíso para aquellos condenados. La falta de soldados era tan grande que tal vez no pudieran permitirse más ejecuciones. Se hubieran podido formar dos o tres Divisiones con los soldados ajusticiados.

– ¡Qué más quisierais vosotros! ¡Aterrizar en un Regimentó disciplinario…! Pero no os hagáis ilusiones. No participaréis en la fiesta de la victoria. Puedo aseguraros que están comprando vuestros últimos óleos en la droguería de la Davidstrasse. Ni siquiera tienen ganas de desperdiciar en nosotros el óleo bendito. -Se volvió hacia el centinela que había en lo alto de la pared-. ¿No es cierto, Braum?

– La pura verdad -gruñó el Gefreiter Braum.

– ¡No tendréis más aceite que el de los fusiles! -añadió Stever con una risotada.

Compareció el Verraco y se situó junto a Stever.

– ¡Apretad el paso! -rugió. Hizo voltear su bastón de mando, que alcanzó a uno de los prisioneros en la nuca-. ¡Angelito! -gritó-. Tú el que has abierto el hocico, tráeme el bastón.

El prisionero, un Oberstleutnant con una raya blanca en su insignia roja, salió de la fila, recogió el bastón y corrió hacia el Verraco.

Éste le dio otros cuantos golpes en la nuca.

– Eres una basura -dijo.

Stever se echó a reír.

– ¡Vamos, vamos, pandilla de angelitos! -gritó-. ¡Más de prisa! Dais vueltas como un burdel jubilado.

El Verraco movió la cabeza con resignación.

– No, no, Obergefreiter, no es así. Fíjese bien en mí y aprenderá algo.

Se adelantó hasta el centro del patio, hizo girar su largo bastón de mando por encima de la cabeza, abrió y cerró la boca como si ensayara su mecanismo. Después, un mugido salió de su garganta:

– ¡Prisioneros, derecha, de dos en dos!

Los prisioneros obedecieron.

El Verraco dobló las rodillas, mientras observaba si alguien se atrevía a moverse. Se sentía a gusto. Era algo maravilloso para un prusiano. No existía mejor grado que el de Stabsfeldwebel. No lo cambiaría ni por el de general. Había asistido a ejecuciones de militares de todas las graduaciones. Excepto de la de Stabsfeldwebels. Jamás había oído decir que hubiesen ejecutado a ninguno. De repente, se acordó de las autorizaciones de visita y un escalofrío le recorrió la espalda. Bueno, aquel asunto estaría olvidado ya. El Bello Paul tendría cosas más importantes en qué ocuparse. Sacudió la cabeza para ahuyentar aquellas ideas desagradables, y utilizó toda su energía para enseñarle a Stever cómo actuaba un Stabsfeldwebel.

– Comando de prisioneros, columna de marcha, ¡de frente, marchen! ¡Atención, vista a la izquierda!

Stever rió. El centinela, en lo alto de la pared, rió. ElVerraco se esponjó orgullosamente. No había nada que él no fuera capaz de hacer. Ordenó un paso de desfile. Ni siquiera un temblor de tierra debía alterar el orden de esa marcha.

Uno de los prisioneros se desmayó. El Verraco no se dignó hacerle caso. Dejó que los catorce hombres pisotearan al prisionero tendido. Repitió la broma cuatro veces. Después, pasó el mando al Obergefreiter Stever.

Ya en la puerta, se volvió a medias.

– Obergefreiter, si ese tipo no ha despertado antes de que finalice el paseo, péguele una buena tunda.

Stever hizo chocar por tres veces sus tacones.

– A la orden, Herr Stabsfeldwebel.

Con gran desilusión por parte de Stever, el prisionero se despertó antes del final del paseo. Vomitaba sangre.

– ¡Gallina mojada…! -dijo Stever, burlón.

Al mismo tiempo pensaba:

«Esto es una mierda. Puede armar jaleo. Esta vez, el Verraco se ha pasado de rosca.»

Se trataba de un prisionero de la Gestapo, y el incidente podía dar pie a investigaciones desagradables, si el prisionero moría antes de la ejecución. El Bello Paul era muy meticuloso en aquellas cuestiones. Stever había oído contar que Paul había enviado al frente a todo el personal de la cárcel de la guarnición de Lübeck, por una fruslería semejante, y el Verraco había cometido ya una estupidez con aquella maldita autorización de visita. Se rascó pensativamente la cabeza. Tal vez fuera una buena idea visitar a el Bello Paul y explicarle las maniobras de el Verraco. Era difícil adivinar el resultado que se obtendría. Alguna vez había ocurrido que un Obergefreiter alcanzara alturas insospechadas entre os prusianos. En aquella sociedad, todo era posible.

Stever se sintió muy animado con este pensamiento. Tanto, que para consolarle pegó una palmada en el hombro de un prisionero y le dio un cigarrillo a escondidas. Haría cuanto fuera preciso para no conocer más de cerca el frente del Este. Los grandes viajes no le atraían. Él era de los que permanecen «atados a su campanario».

Al domingo siguiente, el teniente Ohlsen oyó ruido de martillazos en el patio.

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