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Porta contemplaba las nubes cargadas de lluvia.

– Lluvia, siempre lluvia. Las montañas son un asco para combatir. ¿Os acordáis de cuando peleábamos en la dulce Francia? Siempre hacía sol, y durante los altos podíamos permitirnos el lujo de tostarnos.

– ¡Dios mío! -suspiró Julius Heide-. Aquello sí que era una guerra. ¡Pero fue suerte no habernos pasado al otro bando! Ahora estaríamos fríos. ¿Os acordáis de los desertores que vimos, arrastrados por los perros de guardia de la policía militar, en dirección a Torgau [3], después de la capitulación de los franceses?

– No es que se pueda asegurar que estaríamos muertos -murmuró Hermanito, soñador. Se sentó en la hierba mojada e inclinó el busto hacia delante. Sus ojillos negros brillaban-. Tal vez estaríamos en Londres, donde vive ese Churchill. Me han dicho que es un verdadero placer ser prisionero de guerra de los Tommies. ¿Os acordáis del comisario capitán con quien conversamos en Nikolaijev? El que se había disfrazado de campesino pero al que Anda o Revienta desenmascaró. Aseguraba que nuestros camaradas se paseaban por los parques de los Lores y cogían violetas para sus salones; y que, por la noche, se divertían con las criadas en el heno. Sería el mayor mentiroso del mundo si afirmara que no me gusta el olor del heno. Una vez tuve una aventura con una chica en un henil, y os aseguro que la proximidad del heno me excitó mucho.

– Es mejor que no haya demasiados mosquitos en la parte superior -dijo Heide, apuntando su salchichón hacia el Oberfeldwebel que había torturado a muerte al viejo recluta-. Vamos a divertirnos con ese Oberfeld. Nos causará problemas.

– Entonces, nos lo cargaremos -decidió Hermanito, mientras se sonaba ruidosamente con los dedos-. No tienes más que indicármelo; soy un experto en liquidar a tipos como él.

– ¡Qué será de nosotros cuando todo eso haya terminado! -dijo Stege filosóficamente-. En realidad, sólo hemos aprendido a matar, Hermanito.

– Desde luego que no -contestó éste, risueño-. Siempre harán falta muchachos rápidos para matar. ¿Es que no es verdad, Anda o Revienta?

– Tienes razón, mon camarade.

– No entiendo nada de tu idioma extranjero. Pero cuando se habla de liquidar a los otros, pienso de repente que siempre he temido diñarla. El gran salto por la estratosfera no me seduce demasiado.

– ¿Temes tal vez encontrarte con el buen Dios? -preguntó Stege.

– No -gruñó Hermanito-, no es por eso. Es más bien porque, una vez tienes un agujero en el cráneo, todo está listo. Y luego, punto final. No creo en Dios. Si existe, sería el final para mí, dado mi expediente.

Hermanito se balanceaba un poco, indeciso. Arrugaba su estrecha frente, buscaba las palabras.

– No llego a imaginar que algún día ya no habrá «la cerveza de las siete», escondido en las letrinas en compañía de varios camaradas, y un par de dados. Ese canguelo de estirar la pata lo tenía ya cuando era chico, antes de que me metieran en el hospicio y cuando hacía recados para el señor Kleinschmidt, el lechero de la Davidstrasse. Siempre corría bajo los faroles armando ruido con mis botellas, porque tenía una idea estúpida en la cabeza. Si me dejaba atrapar por la oscuridad, el hombre del cuchillo vendría a clavármelo. -Se hincó de rodillas y nos miró a todos sucesivamente. Después, prosiguió en voz baja-: Dulce Jesús, hijo de María, cuanto miedo tenía. Recuerdo sobre todo una puerta en el extremo de la calle Bernhard Nocht. Había que atravesar un pasillo largo y estrecho antes de llegar a la escalera, y en cada planta había largos pasillos por los que se llegaba a las viviendas. En todas partes había vagabundos dormidos. A menudo, tropezaba con ellos. Evidentemente, tenía una prisa endiablada, como todos los repartidores de leche. Algo me decía que el hombre del cuchillo estaba entre los mendigos. Y tenía razón. Lo comprendí cuando me metieron en el hospicio. En aquella maldita jaula encontré a un fulano. Su hermana había sido despanzurrada por un vagabundo exactamente en aquel número de la calle Bernhard Nocht donde, cada mañana a las cuatro, repartía mis botellas de leche. ¿Y si me hubiera encontrado a mí? A aquellas horas, ya hubiese podido gritar cuanto quisiera. En todas las viviendas, dormían después de haber empinado el codo. Nadie se habría molestado por un chiquillo que pedía socorro.

– No te buscaba a ti -dijo Barcelona, convencido.

Hermanito le miró, boquiabierto.

– ¡Maldita sea! ¿Cómo lo sabes, borracho? ¿Le conociste?

– Está muy claro -contestó Barcelona Blom-. Pegó varías cuchilladas a una chica para aprovecharse de ella. ¿No es cierto?

Hermanito asintió con la cabeza.

Barcelona se echó a reír.

– Entonces, está claro como el agua del manantial. El individuo quería juerga. Los jovencitos no le interesaban. Por lo tanto, no tenías nada que temer.

– Haría falta mucha hambre para fijarse en Hermanito -comentó Porta, riendo.

El legionario sonrió levemente.

– No olvidéis que aquí nos falta todo eso. Tal vez Hermanito podría ganarse la vida haciendo horas extraordinarias.

– Si alguien tratara de acercárseme -dijo Hermanito, sacando su cuchillo de combate, que clavó con furia en el suelo-, no sobreviviría. Los pederastas no me interesan. No me importa el físico de las gachís; no me importa que tengan quince o cien años, que sean rameras o que vayan en sillas de ruedas; me interesan todas enormemente. Pero los otros, al cuerno.

Y Hermanito escupió con repugnancia.

El teniente que había traído a los reclutas los hizo formar en una sola fila antes de marcharse. De repente, le había entrado prisa. Quería marcharse rápidamente, avisado por su instinto. Aquello olía mal. Hizo su discursito habitual, que ponía término a sus deberes por lo que respectaba a aquel transporte.

Los reclutas le escuchaban con un silencio indiferente. El oficial graznaba como una rana acatarrada.

– ¡Fusileros blindados! Ahora, estáis en el frente. Pronto tendréis que combatir contra los sanguinarios enemigos del rey, los hombres de la marisma soviética. Será la oportunidad para que reconquistéis vuestro honor cívico y vuestro derecho a vivir de nuevo entre los hombres libres. Si sois valientes de verdad, vuestro expediente judicial será eliminado. Vosotros mismos debéis rehabilitaros. -Carraspeó y añadió, con cierta timidez-: Camaradas, el Führer es grande.

La risa de Porta llegó hasta él. Le pareció entender la palabra «cretino».

Los miró de reojo. Enrojeció. Parecía tener frío. Se llevó una mano a la funda de su pistola.

– ¡Soldados! -prosiguió-. Debéis reaccionar. No decepcionéis al Führer. Tenéis que redimir vuestros crímenes contra Adolph Hitler y el Reich.

Respiró profundamente y miró con fijeza hacia nosotros doce, bajo los árboles. La cara de criminal de Hermanito, vuelta hacia él, brillaba junto a la cíe Porta, astuta como la de un zorro.

– Lucháis junto a los mejores hijos de nuestro país -graznó-; y desdichado del puerco que se muestre cobarde. Sería la peor tontería que podría hacer.

– ¡Los mejores hijos! ¡Esta sí que es buena! -dijo el Viejo, riendo-. Por lo visto no conoce a Porta ni a Hermanito.

Hermanito gruñía como un lobo hambriento que olfatea su presa.

– Soy el mejor hijo de mi madre.

– ¿Porque no ha tenido ningún otro? -preguntó Julius Heide.

– Ahora, no -dijo Hermanito -. Los demás se marcharon.

– ¿Qué ha sido de ellos? – preguntó Porta.

– El más joven, en un momento de locura, se presentó en la Gestapo, en Stadthausbrücke, n.° 8. Debía facilitar explicaciones relativas a un asunto de la calle de Budapest. Ya no recuerdo los detalles, pero se trataba de una pared, de un bote de pintura y de un pincel. Aquel cretino tenía la manía de escribir en las paredes. No volvimos a verle. A Bullerle rebanaron el cuello el año 1939, en el Fuhlsbüttel. Fue el mismo día que se cargaron a mi viejo. Y después, estaba Gert. Era completamente idiota. Se presentó voluntario en la Marina de Guerra. Se hundió en el «U-18», en 1940. Como agradecimiento, recibimos una hermosa tarjeta del almirante Doenitz. Ya sabes, con la orla dorada y todo. Y las palabras: Der Führer dankt Ihnen. Aquella tarjeta tuvo un triste destino, lo que hubiera desagradado extraordinariamente al señor Doenitz.

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