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– Solicito al tribunal que el acusado sea decapitado acuerdo con el artículo 197 b y el artículo 91 b penal Militar.

El doctor Beckmann se dejó caer pesadamente en un sillón. Leyó con minuciosidad varios documentos, aunque no sabía lo que buscaba.

El presidente meneó la cabeza. El tribunal se retiro a deliberar a la habitación azul, en la que siempre había flores frescas sobre la mesa. Un funcionario del tribunal había llevado un jarro de vino tinto.

El doctor Jeckstadt apartó a un lado el jarro y pidió cerveza. Cada uno encargo un litro en la cantina de oficiales. Cerveza fresca, espumosa, bebieron a grandes sorbos, se limpiaron la espuma de los labios y lanzaron una exclamación satisfecha. Después, pidieron salchichas. Se las trajeron. Pequeñas salchichas grises y anchas, que los tres introdujeron en el mismo tarro de mostaza.

– Opino que debemos aceptar la demanda de la acusación -dijo el doctor Jeckstadt con la boca llena de salchicha y de cerveza.

– Yo iba a decir lo mismo -murmuró el Kriegsgerichtsrat Plenge entre dos sorbos de cerveza-. Excelente cerveza -prosiguió-. No hay en todo el mundo una cerveza mejor que la alemana.

– Este es otro de los motivos por los que hacemos la guerra -explicó el doctor Jeckstadt-. El mundo entero aprenderá a beber la buena cerveza alemana.

El más joven de los jueces, el Kriegsgerichtsrat Ring, trató, débilmente, de aplacar a sus dos colegas.

– Creo que deberíamos condenarle a ser fusilado, de acuerdo con el artículo 19c. La decapitación no es estética. Siempre duermo mal después de haber presenciado una, y el acusado nunca había dado motivos de queja hasta ahora. Ahorrémosle la decapitación, a causa de sus condecoraciones.

– Esa chatarra no cuenta -replico el presidente con hosquedad-. El acusado es un individuo turbio. Ha fomentado la alta traición, y ha rebajado la reputación del Führer a los ojos de la opinión pública al propalar bromas injuriosas.

– Por cierto, ¿de qué bromas se trataba? -preguntó con curiosidad el Kriegsgerichtsrat Plenge, mientras jugueteaba con la empuñadura de su jarra.

El doctor Jeckstadt miró prudentemente hacía la puerta que comunicaba con la sala de audiencias. Con prudencia, como si se tratara de un poderoso explosivo, alargó los documentos a sus asesores.

Ring fue el primero en reírse. Después, Plenge. La risa es contagiosa. Se rieron los tres. Se doblaron sobre la mesa, sacudidos por las carcajadas. Ring se golpeaba los muslos. Plenge volcó su cerveza. De repente, recuperaron la serenidad. Sus risotadas cesaron bruscamente, y el doctor Jeckstadt exclamó, escandalizado:

– Señores, nos ha hecho mucha gracia que el señor Plenge derribara su cerveza. Una risa sana es buena. -Tocó el documento explosivo-. Pero bajo ningún pretexto podemos tolerar esa clase de bromas insultantes. Es la propaganda de un enemigo al que tenemos el deber de combatir. Aceptamos las conclusiones del fiscal, solicitando la sanción más severa. Hay que hacer un escarmiento. Tenemos el deber de mostrarnos duros. La tolerancia embrutece al pueblo.

Con grandes letras y muchos arabescos, escribió: «Decapitación.» Debajo, trazó su elegante firma. Alargó el documento por encima de la mesa.

– Queridos colegas, sírvanse firmar a la derecha de mi rúbrica.

Sin reflexionar ni un momento, el doctor Plenge firmó. El doctor Ring vaciló un instante. Firmó muy lentamente, como si lamentara hacerlo.

El doctor Jeckstadt se prometió hacer trasladar a Ring a un tribuna! de excepción, en algún punto del Este, tan pronto como se presentara una oportunidad. Allí aprendería aquel lechuguino cómo funcionaba la máquina judicial. De lo contrario pronto serviría para adornar la rama de un árbol.

Los tres jueces bebieron más cerveza. También consumieron dos o tres salchichas de Turingia. El Kriegsgerichtsrat Plenge eructó débilmente. Prefirió fingir que no había ocurrido nada.

El doctor Jeckstadt llamó al ujier y le dictó el veredicto con la requerida solemnidad.

Los tres jueces entraron al paso de la oca en la sala 7, seguidos por el ujier, que trotaba.

Los soldados que ocupaban los bancos se levantaron de un salto. Sólo Paul Bielert permaneció sentado tranquilamente, sin dejar de fumar. Sus ojillos contemplaron, despectivamente, a los jueces que llevaban sus ceremoniosos tocados.

El Oberkriegsgerichtsrat doctor Jeckstadt miró, de reojo, al pálido jefe de la Gestapo. «¡Cretino insolente…! -pensó-. Permanecer sentado cuando nosotros, los jueces, entramos; pero esos gerifaltes de la Gestapo no tardarán en caer. Los rusos y los americanos parecen más fuertes de lo que se había creído. Pronto llegarán nuevos tiempos, y los tipos del partido y de la Gestapo se encontrarán sentados ahí.» Aquella idea le hizo sonreír. Sería maravilloso condenarlos a muerte. Evidentemente, nunca se podrá reprochar nada a los jueces. Siempre han juzgado de acuerdo con los artículos aprobados por el Parlamento. Gracias a Dios, él era juez. Siempre estaría por encima de todo aquello. Volvió a mirar a Paul Bielert , movió la cabeza, pensativo. «Estás ahí y te sientes todopoderoso, imaginando que lo sabes todo.»

De repente, observó que los labios de Paul Bielert se entreabrían en una sonrisa sarcástica. ¿Sabría algo, al fin y al cabo? Entonces, el hombre del hacha tendría trabajo. Experimentó una apremiante necesidad de actividad. Un torrente de palabras surgió de sus labios.

– En nombre del Führer, Adolph Hitler, y del pueblo alemán, pronuncio el veredicto del caso contra el teniente de la reserva Bernt Viktor Ohlsen, del 27° Regimiento de Tanques.

Respiró profundamente. Experimentaba una extraña sensación de miedo en la boca del estómago, como si estuviera pronunciando su propia sentencia.

– Después de haber deliberado, el tribunal reconoce que el teniente de la reserva Bernt Viktor Ohlsen, durante la guerra total que el pueblo alemán libra por su vida y su existencia, ha propalado los rumores más infames sobre el Führer, ha escarnecido el nacionalsocialismo, ha minado la moral de sus subordinados. Expuso su División a los más graves peligros cuando, pese a las órdenes recibidas, abandonó su posición cerca de Olenin. Queda deshonrado para siempre y será castigado con la muerte. La sentencia será ejecutada por un verdugo, con un hacha. Su fortuna será incautada. Todos los gastos de este proceso van a su cargo. Su nombre será eliminado de los registros. Su cadáver, enterrado anónimamente. ¡Heil Hitler!

Volvió la mirada hacia el teniente Ohlsen, que estaba en posición de firmes.

– ¿Tiene algo que añadir?

Tuvo que repetir la pregunta tres veces, sin obtener respuesta. Se encogió de hombros, despreocupadamente, y terminó con el acostumbrado:

– No se puede apelar contra esta decisión. El indulto no será recomendado. La sentencia se ejecutará antes de diez veces veinticuatro horas. La ejecución no podrá tener lugar antes de tres horas. Es decir, a las dieciocho horas y cuatro minutos. ¡Heil Hitler!

Hizo un ademán al Feldwebel que permanecía detrás del teniente Ohlsen.

– Llévense al condenado. -Cogió un nuevo montón de documentos y trompeteó-: ¡El caso siguiente!

Los dos guardianes devolvieron al teniente Ohlsen a la cárcel. En el subterráneo se cruzaron con el siguiente, a quien llevaban a la sala 7.

Su juicio sólo duró veintitrés minutos. El doctor Jeckstadt pronunció así su cuarta sentencia de muerte del día. Después se quitó la toga de juez, se puso el capote gris claro del uniforme y se marchó a su casa, a comer su sopa de tomate y su bacalao hervido. Un jueves completamente normal, con un tiempo típico de Hamburgo: una llovizna fina y penetrante.

El Obergefreiter Stever recibió al teniente Ohlsen. La puerta del subterráneo se cerró ruidosamente. Fueron corridos dos enormes cerrojos.

– ¿Afeitado? -preguntó, riendo, Stever-. Eres el tercero de hoy, y el que te sigue no saldrá mejor librado. Pero cuatro no es nada. Hace dos meses tuvimos dieciséis aspirantes al cielo en un solo día. Y nueve en su mismo caso. Pero Jeckstadt liquidó la cosa en hora y media. Así consiguió una Cruz al Mérito. ¡Diantre! No son tan generosos con quien realiza todo el trabajo en este agujero. Pero no te preocupes, teniente. Tarde o temprano, todos haremos este viaje. Dos cosas son seguras: se viene al mundo solo, y se marcha solo. Lo único que cambia es la manera de hacerlo. Los hay que estiran la pata en la cama. Otros encuentran su billete en las alambradas de la tierra de nadie. También hay los estúpidos, que prefieren hacerlo por sí mismos. Pero no te preocupes, teniente. Si hay que creer al pastor, y ¿por qué no hacerlo?, Jesús está junto a la puerta para recibir a toda la pandilla, con o sin cabeza sobre los hombros.

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