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– ¡Idiota…! -replicó el legionario.

Y se adelantó hacia la trampa con paso firme.

– Apartaos, que va a haber jaleo.

La muchacha lanzó un grito:

-Nix, nix, niño malinkij [9]en la cueva…

El legionario la sacudió de tal manera que la joven cayó al suelo.

– ¡Vamos, vamos! -gruñó Porta-. No irás a pegarle ahora a una chica-. Siempre había creído que los franceses eran galantes.

– ¿Habéis terminado de decir tonterías? -El teniente Ohlsen estaba furioso-. No estamos aquí para divertirnos. Antes de que hayamos podido suspirar, tendremos a Iván agarrado a nuestros cuellos.

Hermanito se acariciaba la pierna con su lazo.

– Comunico que he estrangulado un gato. Iván, mi teniente. Los miedosos de la cueva no tienen más que salir.

– Rodead la trampa -ordenó el teniente Ohlsen-. Las ametralladoras ligeras y las PM en posición. Kalb, prepare la carga. Al primero que salga armado, lo liquidáis. Si intentan cualquier cosa, tendrán derecho al cóctel.

Abrió la trampa con rápido ademán, y gritó:

– Salid uno a uno. Os doy cinco minutos. Después, empezaremos a actuar. ¡De prisa, señores, de prisa! Y sin armas, tovarich [10].

La primera en salir fue una viejecita, con las manos encima de la cabeza. La siguieron otras cinco mujeres. Una de ellas llevaba un bebé en los brazos.

– ¡Mierda si no son unas Flintenweiber! - murmuró Porta.

Después salieron varios hombres, ya no muy jóvenes. Heide y Barcelona les registraron con habilidad.

– ¿Puedo registrar a estas buenas mujeres? -preguntó Hermanito.

– Usted, hágase a un lado, Creutzfeld. Si toca a una mujer, le liquido -amenazó el teniente Ohlsen.

– No era más que una idea -gruñó Hermanito.

– ¿Queda aún alguien abajo? -preguntó el teniente Ohlsen a uno de los hombres.

Éste movió la cabeza, pero había contestado con demasiada rapidez.

– ¿Estás seguro, guerrero? -preguntó Porta, entornando los ojos-. Échale el lazo al cuello, Hermanito.

– Con placer -contestó el aludido.

Y lanzó el lazo de acero alrededor del cuello del individuo que estaba sumamente pálido.

Después, aflojó un poco la presión.

Porta sonrió diabólicamente.

– Es un juego fastidioso, sobre todo para ti. Si hay otros tovarich en la cueva, Hermanito apretará el lazo. ¡De prisa! Dinos si hay otros, antes de que bajemos a verlo nosotros mismos.

El hombre profirió una especie de gorgoteo y movió cabeza.

– ¡Cuidado, vais a estrangularlo! -intervino el teniente Ohlsen-. ¿Cuántas veces tengo que deciros que no quiero que uséis esos métodos de gángster? Así, pues, ¿no queda nadie en la cueva? -preguntó, dirigiéndose a los paisano que se mantenían junto a la pared.

– Eche el paquete, Kalb.

El pequeño legionario se encogió de hombros, desatornilló la cápsula de la granada del centro, pasó un dedo por el anillo.

Una de las mujeres chilló:

– Njet, njet!

El legionario le lanzó una mirada:

– Voilà, Madame. Entonces, ¿quedan otros?

El teniente Ohlsen se acercó a la trampa.

– Estaba seguro, Subid…

Un ruido.

Dos jóvenes salieron lentamente de la cueva. El legionario les dio un empujón.

– Menuda suerte tenéis, amigos míos. Treinta segundos más y os habríamos asado.

Heide y Barcelona les registraron con habilidad.

– Espero que eso es todo, ¿no? -preguntó el teniente Ohlsen.

El legionario y yo bajamos de un salto. Permanecimos un momento detrás de unos barriles, acechando. Después, registramos la cueva, que se extendía bajo toda la casa.

Oímos un ruido sordo detrás de nosotros. Dimos media vuelta, preparados para disparar.

– ¡Cretino…! -gruñó el legionario al descubrir a Hermanito.

– ¿Quedan más gachís? -preguntó Hermanito, muy risueño-. Estoy dispuesto a ayudaros para registrarlas.

– Non, camarade, no te hagas ilusiones. No quedan más.

Subimos a reunimos con los otros. Porta había encontrado unas botellas, que probaba con prudencia.

– ¿Vodka? -preguntó a los paisanos-. ¿Nix vodka?

Nadie le contestó.

– Bueno, ¿estáis listos? -gritó el teniente Ohlsen-. Nos marchamos.

Heide fumaba, en un rincón, mientras observaba con recelo a los dos sujetos que acababan de salir de la cueva.

– ¿Qué sucede? -preguntó Barcelona-. ¡Vaya manera de mirarlos!

– ¿Tú que piensas, Porta?

– Lo mismo que tú, Julius. Esos dos no son precisamente niños del coro. Son colegas, estoy dispuesto a apostar una botella de vodka.

El teniente les escuchó con atención.

– Sin duda se trata de unos desertores. Es cosa que no nos importa

– ¿Con unas jetas así? -dijo Barcelona, riendo-. No, mi teniente, conozco ese tipo. Eran unos sujetos como éstos los que nos pegaban puntapiés en el trasero, en el batallón Thälmann [11].

– Tienes razón. A esta raza sólo se la encuentra en dos sitios. En la NKVD y en las SS. Esta raza no deserta.

– Dios sabrá lo que hacen aquí -reflexionó Porta, con los ojos semicerrados.

Hermanito hizo crujir su lazo.

– ¿Queréis que los estrangule?

– ¡Abajo las zarpas! -ordenó Porta.

El teniente Ohlsen, que había salido de la habitación con la patrulla, regresó en compañía de el Viejo.

– Vamos, salid -ordenó-. Aquí ya no tenemos nada que hacer. Los dos desertores no me interesan.

– ¿Desertores? -dijo Barcelona en voz alta-. ¿Entendéis el alemán? -preguntó a los dos jóvenes.

Éstos movieron la cabeza, esforzándose por sonreír:

– Tu turno, Porta -dijo Barcelona-. Háblales en el idioma de Stalin.

– ¿Quién manda aquí, Feldwebeld Blom? ¿Usted o yo? -preguntó el teniente Ohlsen, con tono seco.

Barcelona miró al teniente Ohlsen sin contestar.

– Si hay que interrogar a los prisioneros, ya daré yo las órdenes -prosiguió el teniente.

– Bien, mi teniente -contestó Barcelona, con los dientes apretados.

Porta se encogió de hombros, cogió su metralleta y abandonó la habitación en pos de nosotros. Ya en la puertas, volvió y miró, una vez más, a los dos hombres.

– Habéis tenido suerte, chicos. Mis saludos a vuestros colegas cuando volváis a verles. Si nuestro teniente no hubiese estado aquí, Hermanito habría cuidado de vosotros.

Luego, con una risotada:

– Voy a deciros una cosa: nuestro teniente no ha comprendido lo que es esta guerra. Pero nosotros y vosotros dos sí lo sabemos. Panjemajo, tovarich?

– En columna de a uno detrás de mí -ordenó el teniente Ohlsen.

– Pero, ¿dónde se han metido Hermanito y el legionario? -preguntó el Viejo, inspeccionando la columna.

Nadie lo sabía. La última vez que les habíamos visto estaban en la granja. El Viejo dio parte al teniente Ohlsen. Éste blasfemó, furioso.

– ¡Pandilla de cretinos! Vaya a buscarles, Beier, Llévese a varios hombres. Deben de estar en la cueva, bebiendo. Pero apresúrense a reunirse con la Compañía. Ya hemos perdido bastante tiempo.

El Viejo se llevó al primer grupo.

– Si esos dos bandidos han encontrado «schnapps» y nos lo han ocultado -dijo Porta-, oirán hablar de mí. Joseph Porta, Stabsgefreiter por la gracia de Dios.

Poco antes de alcanzar la granja, oímos un peculiar silbido de aviso.

Nos escondimos silenciosamente tras unos arbustos. Apareció el legionario.

– ¿Qué diablos hacéis? -preguntó el Viejo-. ¿Dónde está Hermanito?

– De caza, mi sargento -contestó el legionario, riendo-. Nuestros dos tovarich tienen la intención de gastarnos una broma. Hermanito lo está impidiendo.

De repente, un grito femenino resonó en las tinieblas.

– ¿De caza? -repitió el Viejo, secamente-. Si ese cerdo ha tocado a las mujeres, me lo cargo.

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