Se irguió y corrió hacia la granja, con la metralleta al hombro.
– Tenga cuidado -le aconsejó el pequeño legionario-. Esto es un avispero.
Algo zumbó por el aire. Barcelona cogió el objeto al vuelo y lo devolvió hacia el lugar de donde venía.
Un estallido. Y, después, un relámpago que desgarró la oscuridad.
– Principiantes -afirmó Barcelona-. No saben lanzar granadas.
– ¡Qué jaleo! -dijo, en la oscuridad, la voz de Hermanito.
Y a continuación estalló una violenta pelea. Blasfemias en alemán y en ruso. Ruidos de ramas que se rompían. Acero contra acero. Alguien lanzó un horrible estertor.
– Número uno -dijo la voz satisfecha de Hermanito, en las tinieblas.
Un ruido de pasos precipitados; después, resonó un disparo.
– ¡Maldita sea! ¿Qué sucede? -preguntó Heide.
– Id a ver – contestó el Viejo -. En guerrilla.
Entre los arbustos tropezaron con un cadáver. Porta se inclinó sobre él.
– Estrangulado -dijo brevemente.
Era uno de los dos jóvenes rusos. A su lado, había una carga triple; una de esas cargas que llevan una capa metálica llena de clavos en el centro, y que son capaces de diezmar una Compañía entera.
– Aparentemente, un pequeño recuerdo para nosotros -dijo Barcelona.
El Viejo no pudo contener su sorpresa.
– ¿Cómo lo habéis sabido?
– La joven nos lo ha dicho, sargento. C’est tout -contestó Hermanito.
– ¿Por qué ha delatado a sus compatriotas? -preguntó Barcelona.
– Sin duda, porque no les quiere -replicó secamente el legionario.
– Es posible, camarada. Pueden haber muchos motivos para que alguien se convierta en soplón.
– Si sus colegas se enteran de esto, la ahorcarán – declaró Barcelona.
Hermanito compareció. Jadeaba con fuerza.
– Ese cretino se me ha escapado. Estos malditos abetos pueden ocultar un regimiento entero. Pero tengo su «Nagan», y creo que le he metido una bala en el trasero.
El Viejo cogió la pesada pistola «Nagan» y la sopesó pensativo.
– Pistola de comisario. Hemos estado a punto de ser enviados al cielo. Gracias a Dios por habernos enviado a esa pequeña soplona.
Barcelona lanzó una carcajada sarcástica.
– Estoy seguro de que el buen Dios lo olvidará cuando Iván le ponga la mano encima.
– Esto no nos incumbe -dijo el Viejo, con un ademán, despreocupación.
Stege movió la cabeza.
– Desde luego, Schiller tenía razón.
– ¿Schiller? -preguntó Porta-. ¿Qué diablos tiene que ver Schiller con esto? Está muerto, ¿no?
– «El enemigo aprecia la traición, pero desprecia al traidor» -recitó Stege.
– Tu sabiduría me la meto donde yo sé – rezongó Hermanito -. Lo esencial es haber salvado la piel. Que ahorque a esa chica. Que ahorquen a toda la pandilla, si les apetece con tal de que no me ahorquen a mí.
E hizo restallar su lazo.
– Si hubieses visto cómo le ha asomado la lengua cuando he apretado el lazo… No ha dicho ni una palabra. Ha estado a punto de enfriarme, pero yo he sido el más fuerte. Contra este hilo no tienen nada que hacer.
– Ya has estrangulado a bastantes -dijo el Viejo, mirando a Hermanito.
Heide preguntó:
– ¿Qué te gusta más: violar a las mujeres o estrangular a los hombres?
– Cada cosa tiene su encanto – replicó Hermanito, riendo.
– Quisiera saber cómo has podido llegar a este punto -dijo el Viejo.
– Pues no lo sé -contestó Hermanito-. En aquel maldito colegio ya sabéis, decían que eso de ir con las mujeres era un pecado y que estaba prohibido. Supongo que sí no lo hubiesen prohibido, no hubiéramos deseado tanto hacerlo. Y cuando se ha probado dos o tres veces echar una cana al aire sin permiso, se convierte en una costumbre.
Stege murmuró algo entre dientes.
– Entonces, uno inventa sus propios métodos para liquidar -prosiguió Hermanito-. Algunos prefieren el cuchillo, como Anda o Revienta. Otros, un fusil con teleobjetivo, como Porta. Julius, por ejemplo, prefiere el lanzallamas. Sven se las arregla mejor con las granadas. Y tú, Viejo, eres un experto con el fusil ametrallador. Conocí a un SS a quien le encantaba sacar los ojos a la gente. Yo, personalmente, prefiero el lazo. Y no olvidéis que esta idea se la debo a un sargento Tommy al que conocimos en Bélgica. Me enseñó el truco. Como recordaréis, le costó la vida al feldwebel Aue. Deberíais probarlo una vez. ¡Es tan divertido cuando cambian de color…! Y luego, los ojos…
– ¡Qué porquería de guerra! -dijo Stege, suspirando apesadumbrado.
El Viejo movió la cabeza resignadamente.
Entramos en las viviendas de la granja. Los paisanos se peleaban alrededor de la mesa. Ni siquiera nuestra entrada les detuvo.
– ¡Ramera, puerca! -vociferó un viejo, acusador, escupiendo a la cara de la joven.
– Consejo de guerra privado -murmuró Barcelona-. ¡Qué bien conozco esto!
El bebé lloraba.
La muchacha se precipitó hacia el Viejo.
-Pan Feldwebel. -Y señaló al anciano con un dedo acusador-. El delatar soldados germanski a la NKVD. El llamar Hiwis [12].
– ¡Zorra! -gruñó el viejecillo-. Mataré a tu bastardo.
El bebé se puso a llorar con más fuerza, como si hubiera comprendido la amenaza. Estaba abandonado en una silla, junto a la pared. Todo el mundo se mantenía apartado, como si tuviera lepra.
– Mi novio, el Schardführer SS, volver. Él prometer -repuso!a muchacha llorando histéricamente.
– Los NKVD vienen -exclamó el viejo furioso-, y tendrás una cuerda alrededor del cuello. Con tus denuncias, has asesinado al teniente Vlego. Y también eres culpable de la muerte del capitán Beschow.
– ¿Quién es usted? -preguntó el Viejo.
– ¡Vete al diablo…! -vociferó el otro.
– Locura nacional -declaró Barcelona-. Conozco esto. Palabras imprudentes. Si en vez de nosotros hubieran venido los hombres de la calavera bordada, le hubieran cortado ya la cabeza.
– ¿Lo estrangulo? -propuso Hermanito, haciendo crujir el lazo.
– Tú, estáte tranquilo -replicó el Viejo.
– Terminemos con toda la banda -propuso Heide-, y marchémonos.
– En mi opinión, lo que deberíamos hacer es cargamos a todos los fulanos y llevarnos a todas las gachís -dijo Hermanito.
– Soy yo quien da aquí las órdenes -gruñó, enérgico, el Viejo.
– ¡Todos son partisanos! -gritó la muchacha-. Liquídelos, Pan Feldwebel. Ellos matar capitán germanski. Está enterrado en estercolero. Si tú quieres, yo enseñarte dónde.
Un silencio siniestro reinó en la habitación.
Heide enarcó una ceja y sonrió sin poder ocultar su alegría.
– ¿Un nido de asesinos? No puedes escoger, Viejo. Desenterremos al individuo. Ya puedes preparar tu lazo, Hermanito.
– Unteroffizier Heide -gritó el Viejo con ojos llameantes -, soy yo quien da las órdenes.
Se acercó a Heide y apoyó un dedo en su KVK I [13] de plata brillante.
– Por lo visto te falla la memoria. ¿No te acuerdas de cómo obtuviste esta chatarra? Denuncia, Herr Unteroffizier, cinco cabezas por un pedazo de chatarra recortado. No hemos olvidado al granjero ruso [14].
– Tú no estás bueno -rezongó Heide-, pero haz lo que quieras con estos cretinos. Yo me lavo las manos.
El legionario rió suavemente,
– Cuánto ruido para nada. Con dejar a Hermanito solo cinco minutos aquí, todo resuelto. Ordénale limpiar, y el problema está resuelto.
– Llévenme -imploró la joven-. Van a matarnos, a mi bebé y a mí.
El Viejo, cansado, se encogió de hombros.
– No podemos llevarte. Pero recoge tus cosas y desaparece mientras estamos aquí.