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De repente, una granja apareció ante nosotros. Descubrimos un leve resplandor. El teniente Ohlsen levantó una mano para ordenar alto. Apenas respirábamos. ¿Qué habría en aquella granja? ¿Estaría Iván, con las ametralladoras preparadas para rociar a toda la Compañía?

– Heide, Sven, Barcelona y Porta -cuchicheó el teniente Ohlsen-. Vayan a registrar ese nido. Pero sean prudentes. Procuren no disparar: utilicen los kandras. Iván debe de estar muy cerca.

Sacamos nuestros cuchillos y empezamos a deslizarnos hacia los edificios. Temblábamos de nerviosismo. ¿Cuántos serían?

Ya estábamos cerca cuando nos dimos cuenta de que Hermanito nos había seguido. Llevaba un cuchillo entre los dientes y un lazo de acero en una mano. Reía, lleno de esperanza, y cuchicheó:

– La mitad de los dientes de oro es para mí.

Porta llegó el primero. Como un gato, se deslizo por una ventana. Ningún ruido.

Le seguimos. Una puerta chirriaba en algún lugar de la casa.

– Hay alguien -murmuro Heide-. Voy a lanzar una granada.

– ¡Idiota…! -gruñó Barcelona.

Hermanito hizo restallar su lazo.

Porta escupió por encima del hombro izquierdo. Daba suerte.

Hermanito penetró en la oscuridad. Un débil sonido llegó a nuestros oídos. Un gemido de dolor. Luego, de nuevo el silencio.

Reapareció Hermanito. De su lazo colgaba un gato.

– He aquí al enemigo -dijo riendo, mientras nos mostraba el gato estrangulado.

Todos respiramos, aliviados.

– ¡Uf! -suspiro Barcelona-. Y yo que esperaba toda una Compañía de rojos.

– ¡Pandilla de miedosos…! -dijo Hermanito, despectivo, mientras se libraba, con un ademán, del gato muerto.

Empezamos a registrar todos los armarios, para ver si contenían cosas interesantes.

Hermanito encontró un bote de mermelada. Se sentó en el suelo, en medio de la habitación, con las piernas cruzadas y se puso a comer.

Porta empezó a beber de una botella. Hizo una mueca, miró la etiqueta, pero se convenció de que, efectivamente, ponía «coñac». Bebió otro sorbo y, después, alargó la a botella Heide.

– Un coñac extraño.

Heide lo olfateó, bebió un trago, tiró la botella por lo aires y escupió.

– ¡Vaya porquería! Es tetracloruro. Me alegro de haberte conocido.

Hermanito se echó a reír.

– En tierra desconocida hay que limitarse a la mermelada Eso todo el mundo sabe lo que es.

Una puerta chirrió. Pegamos un brinco. En un santiamén Hermanito y Barcelona se encontraron detrás de un aparador.

La mermelada se esparcía por el suelo.

Porta se precipitó hacia la puerta, la abrió de una patada, y gritó:

– ¡Eh! ¡Manos arriba!

Yo había quitado ya el seguro de una granada, dispuesto a lanzarla.

Pero la calma era total.

Había alguien. Lo percibíamos. Éramos como fieras. Nos sentíamos capaces de matar, por miedo y por placer. Varios años de guerra cambian a un hombre por completo. Los que estaban allí eran adversarios. Si no les matábamos, nos matarían. Se trataba de ser el más rápido.

Escuchamos.

– Llamemos a la Compañía – murmuró Barcelona.

– Peguemos fuego a este burdel -propuso Hermanito-. Después, podremos cargárnoslos a medida que vayan saliendo de las llamas. El fuego es estupendo cuando se busca a alguien.

– ¡Chitón! -gruñó Porta-. Si hacemos esto, la artillería rusa no tardará en respondernos.

– Sabemos lo que son los obuses -protestó Hermanito-. Valen más que toda esta mierda.

La puerta chirrió de nuevo. Sin reflexionar en las posibles consecuencias, Porta encendió su linterna y se precipitó hacia otra puerta que había en el extremo opuesto de la habitación. La abrió de golpe y recorrió la habitación con el haz luminoso de su lámpara. Una joven estaba pegada a la pared. Llevaba una enorme cachiporra en la mano.

La contemplamos sorprendidos. Hermanito fue el primero en recuperar el habla.

– ¡Una gachí! ¿Hablas el alemán, pequeña?

La cogió brutalmente por la barbilla y le cosquilleó detrás de una oreja con la empuñadura de su lazo de acero.

– He estrangulado a tu gato, pero ya te regalaré otro. ¿Quieres jugar a gatitos conmigo?

– Yo no soy partisana -declaró la muchacha, en mal alemán-. Nix, nix. Yo no comunista, nix; nix. Yo gusto mucho soldados germanski. ¿Panjemajo? [7].

– ¡Oh, sí! Nosotros panjemajo -dijo Porta, riendo-. Pero, ¿por qué tú meter tetracloruro en botella de coñac?

– Njet entender, Pan [8]soldado.

– Nadie entiende nunca lo que se dice cuando ha cometido una estupidez -dijo Heide con sarcasmo.

Hermanito señaló con un dedo la cachiporra de la joven:

– Llevas un bastón algo pesado, ¿no crees? ¿Y si te ayudara a llevarlo?

Sin una palabra más, cogió el arma de manos de la aterrorizada joven. Ella le seguía nerviosamente con la mirada.

– Yo nix pegar soldado germanski con bastón -tartamudeó-. Yo pegar únicamente russki. Ellos malos. Germanski, buenos.

– Sí, somos unos angelitos -dijo Heide, riendo-, con alas de cera que no resisten la proximidad del fuego.

– ¿Estás sola? -preguntó Barcelona en ruso.

La muchacha le miró.

– ¿Tú oficial?

– Sí -mintió Barcelona-. Yo general.

– Los demás, en cueva, bajo trampa secreta -explicó la joven.

Porta lanzó un silbido.

– ¡Esto empieza a ponerse interesante!

Hermanito recogió su bote de mermelada. Se sentó en una mesa, con las piernas colgando, y se puso a comer.

– Excelente mermelada -le dijo a la muchacha-. ¿Tenéis más?

– ¡Cállate! -gruñó Porta-. Hay cosas más importantes que la mermelada. Tal vez estemos sentados encima de un puñado de rusos.

– Traédmelos -dijo Hermanito, riendo-. Los estrangularé a medida que lleguen.

– ¿Dónde está la trampa? -preguntó Porta.

La muchacha señaló hacia un rincón.

Vimos una trampa bien disimulada.

– ¿Soldados russkis? -preguntó Barcelona.

– Njet, njet. -La muchacha movió la cabeza con vehemencia-. Familia, amigos; nix comunistas. Fascistas, buenos fascistas.

– ¿Fascistas buenos? -dijo Heide, riendo-. ¡Maldita sea! Tengo que ver eso.

– No existen -intervino Hermanito, sin dejar de come ruidosamente-. Fascistas cretinos. Comunistas cretinos. Sólo nosotros buenos.

Tiró el pote de mermelada, ya vacío. Se oyó un ruido en la habitación vecina. Nos volvimos vivamente, preparando nuestras armas.

La muchacha gimió, asustada, y corrió presurosa hacia una puerta.

Barcelona Blom la detuvo por un brazo.

– No nos dejes de esta manera. Nos gusta mucho tenerte aquí.

Apareció el teniente Ohlsen, seguido por toda la sección.

– ¿Qué diablos estáis haciendo? -gruñó. Y de una ojeada, descubrió el bote de mermelada volcado, la muchacha junto a la puerta y la botella de coñac medio vacía-. ¿Os habéis vuelto locos? Mientras toda la Compañía os espera, os ponéis tranquilamente a tragar confitura y a beber coñac.

– No grite tanto, mi teniente -cuchicheó Porta. Y le indicó la trampa que había en el suelo-. Es probable que haya todo un batallón de rusos ahí debajo, ensuciándose en los calzones. Por lo que respecta al coñac, no hay motivos para envidiárnoslo. Es infecto. Es tetracloruro.

El teniente Ohlsen se quedó atónito.

El legionario se adelantó, seguido por el Viejo. Ambos preparaban un cóctel Molotov.

– ¿Están en la cueva los Iván? -preguntó el legionario-. Entonces, abre la trampa, Hermanito, por favor.

– ¿Crees que estoy loco? -preguntó Hermanito, retrocediendo-. Si quieres abrir la trampa para poder echar tus fuegos artificiales, tendrás que hacerlo tú mismo. Yo estoy decidido a salir vivo de esta guerra.

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