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Se oyó un clic. Rinken había colgado.

El Verraco, aturdido, contempló unos instantes el teléfono.

– ¿Qué ha dicho? -preguntó Stever, quien, para no comprometerse con el teléfono, se había retirado a un rincón.

– ¡Cállate! -aulló el Verraco.

Y pegó un puntapié a una papelera, cuyo contenido se esparció por el suelo. El Verraco dio dos o tres vueltas al despacho, escupió con furia sobre la foto de Himmler, que colgaba de la pared, y empezó a lanzarle invectivas.

– ¡Todo esto es culpa tuya, cretino! ¿Por qué diablos no te quedaste en Baviera?

Cogió el teléfono y volvió a llamar al Feldwebel Rinken.

– Paul -empezó a decir con voz melosa-, aquí, Alois. Oye, discúlpame por esa historia del préstamo. Sé muy bien que era con un interés del ochenta por ciento. Pero, ya sabes, uno protesta siempre, por costumbre. Es algo superior a mis fuerzas.

– Está bien -repuso Rinken con bastante frialdad-. Espero, pues, que me los devuelvas, incluidos intereses, antes de mañana al mediodía.

– Te juro, Paul, que tendrás hasta el último céntimo. Los meteré en un sobre cerrado y se lo daré a Stever. -Fingió que no veía a Stever, quien protestaba violentamente con la cabeza-. Dame alguna solución, Paul.

– Puedes hacer dos cosas, Stahlschmidt. Telefonear a tu comandante y explicarle el caso. Si es lo bastante estúpido, te avalará y quedarás tranquilo; pero si tiene un solo gramo de cerebro se burlará de ti y se lavará las manos. Y entonces te verás metido en un buen atolladero. También podrías hacer otra cosa. No hables con tu comandante y telefonea directamente a la Gestapo. Pero entonces te aconsejo que tengas mucho cuidado y medites bien cada palabra. Es mejor que hagas un ensayo general antes de llamar. Si el permiso de visita es bueno, el Bello Paul se te echará encima y pronto terminarás tus días de jefe de prisión. Pero si es falso, querrán ver inmediatamente a los dos tipos. Hasta un recién nacido podría decirte lo que ocurrirá cuando se enteren de que les has dejado marchar. Ni por un millón querría estar en tu sitio en estos momentos.

El Verraco chupaba un lápiz y reflexionaba. Casi se oía el funcionamiento de su cerebro. Luego, sus taimados ojillos se iluminaron. Habló con entusiasmo.

– Paul, se me acaba de ocurrir una idea formidable. ¿Quieres olvidar nuestra conversación? ¿Quieres pensar que sólo ha sido un sueño? Y te invito a que esta noche vengas a beber unas copas en mi despacho. Ya sabes que no me gusta salir de la cárcel. También invitaré a uno o dos buenos amigos. El feldwebel Gehl nos encontrará una colección de gachís.

– ¿Olvidar? -preguntó Rinken, sorprendido-. Es muy difícil, Stahlschmidt. Ocupo un puesto de mucha responsabilidad, pero agradable, y no deseo que me destinen al Batallón de castigo. Pero, por otra parte, tu idea no es mala del todo. Prefiero no saber nada de tu permiso de visita. Por lo tanto, he olvidado nuestra pequeña conversación matinal. Sólo recuerdo que me has invitado para esta noche. ¿A qué hora debo ir?

– Hacía las ocho, mi querido Paul -gritó el Verraco, contento y aliviado-. Eres un verdadero amigo, Paul. El honor del Cuerpo de suboficiales. Siempre lo he dicho. Ahora, haré desaparecer ese maldito permiso. Yo no sé nada. Me voy a beber una copa y olvidar este lío.

– Sería estupendo, Stahlschmidt… Pero no puede ser. Ya conoces el reglamento. Antes de veinticuatro horas tienes que enviar todos los permisos de visita debidamente visados, y como en ése hay una firma bastante especial, te reprocharán que no hayas telefoneado para confirmarlo. En la oficina del comisario auditor no sabemos nada de nada.

– Telefonearé al comandante -contestó el Verraco-. No me será difícil dársela con queso a ese pedazo de bruto.

– Inténtalo -propuso Rinken-. Nosotros no tenemos nada que ver con este asunto. Yo, en tu lugar, preferiría siempre el comandante a los hombres de el Bello Paul. ¡Mierda!, Stahlschmidt. Tal vez la francachela de esta noche se convierta en una fiesta de despedida y mañana estés ya camino del frente. Puede que todo vaya muy de prisa. El escribiente sólo tiene que llenar cuatro líneas. Una vez, lo cronometré. Exactamente dos minutos y cuarenta y un segundos.

– Tienes una extraña manera de bromear -rezongó el Verraco-. De todos modos, nunca se les ocurriría ponerme aquí con los que he tenido prisioneros.

– Oh, bien mirado, siempre resulta agradable encontrar a antiguos amigos y hablar de los viejos tiempos -le consoló Rinken, a manera de despedida.

Por un momento, el Verraco contempló el teléfono. Se encontraba extraño, como si tuviera vértigo. Era como un hombre que se encuentra en pleno desierto sin agua ni brújula. «¡Quizás esté enfermo! -pensó-. Hay tantas enfermedades raras en tiempos de guerra…» Se tomó el pulso. Miró a Stever.

– Tal vez convendría que me presentara en la enfermería. No me siento muy bien, Stever. Podría ocuparse usted de mi trabajo mientras yo estoy allí.

Stever palideció.

– No creo que resultara, Herr Stabsfeldwebel. El Buitre sería el más indicado para sustituirle. Es más antiguo en el servicio.

– El Buitre es un cretino -decidió el Verraco.

Después, tomó una súbita resolución, descolgó el teléfono y solicitó hablar con el comandante Rotenhausen, jefe de la prisión. Se irguió inconscientemente en su sillón en cuanto oyó la voz quisquillosa de su superior.

– ¡Mi comandante -gritó. Y endureció su voz-. El Haupt-und Stabsfeldwebel Stahlschmidt anuncia que el Feldwebel Willie Beier y el suboficial Alfred Kalb, del 27.° Regimiento Blindado, actualmente en el Batallón de guardia, en Hamburgo, se han presentado en la cárcel de la guarnición con un permiso de visita falso. Incomprensiblemente no se ha descubierto la falsificación hasta que los dos hombres ya se habían marchado.

Hubo un largo silencio. Después, el comandante preguntó secamente:

– ¿A quién han visitado?

– Al teniente de la reserva Bernt Ohlsen -bramó el Verraco.

– ¡Idiota! ¿A quién pertenece ese prisionero, quiero decir?

El Verraco parpadeó, respiró con fuerza. Sentía que el comandante se le escurría de entre los dedos. «¡Maldito! -pensó-. ¡Maldito cretino! Espera a ser mi prisionero, un día.» Se encogió en su sillón y cuchicheó con voz apenas audible:

– Gestapo IV/2a, mi comandante.

– ¿Qué firma lleva el permiso de visita?

El Verraco respiraba ruidosamente. Nada podía salvarle ya.

– SD Standartenführer Paul Bielert -declaró a media voz.

El Verraco contempló, una vez más, el teléfono silencioso. Cogió el permiso, lo miró al trasluz. Era un papel vulgar y barato. Lo palpó coma un comerciante que valora un pedazo de seda especial. Miró a Stever, cuyo rostro bronceado había palidecido.

– Stever -dijo confidencialmente-, estamos en un buen aprieto, ¿qué diablos podemos hacer? Ese gallina de Rinken se lava las manos, pero no pierde nada por esperar. Está lleno de pretensiones porque cada día ayuda a su maldito comisario a ponerse el capote. Pero ese mierdoso ha olvidado que antes de ser llamado a filas era repartidor de leche. Volverá a sus botellas, lo juro. Y me las arreglaré para que sea él quien deje la leche ante mi puerta. Todos los días me quejaré de él. Y el comandante, ¿qué es? ¡Una basura! También él aprenderá a conocerme. Haga funcionar el cerebro, Stever. ¿Qué podemos hacer?

Stever, a quien la perspectiva de verse mezclado en aquel asunto no regocijaba en lo más mínimo, contestó prudentemente:

– Herr Stabsfeldwebel, estoy seguro de que encontrará usted, por sí mismo, algún medio de salir del atolladero.

El Verraco meneó la cabeza. Miró fijamente a Stever. «Te imaginas que eres listo, amigo mío -pensó-, pero no te engañes a mi respecto. Si me rompo el cuello en este asunto, tú te romperás el lomo. Si he de marchar a un batallón de castigo, tú me acompañarás. Nos iremos cogidos de la mano.»

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