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Se levantó bruscamente, volcando su sillón, y empezó a caminar de un lado al otro del despacho, pensativo. Distraídamente, cogió una cerilla del cenicero y la escondió debajo de la alfombra, de modo que asomara un pedacito. Así tendría un pretexto para castigar al encargado de la limpieza, un capitán de Caballería que iba a ser trasladado a Torgau. El idiota nunca descubriría la cerilla. Para eso hacía falta ser, a la vez, suboficial e inteligente.

Al cabo de un cuarto de hora, levantó el sillón y se dejó caer en él, pesadamente. Removió los papeles que tenía en su escritorio.

– ¡Vaya montón de mierda! -gritó.

Cogió la lista de números telefónicos y empezó a pasar un índice por encima de los nombres.

Stever, que le miraba desde un rincón, pensó que debía ayudarle.

– Es el 10001, Stabsfeld.

– Lo sé de sobra -replicó el Verraco al tiempo que, furioso, tiraba la lista por el suelo.

En el despacho reinó un pesado silencio.

Stever puso agua en los radiadores mientras el Verraco le observaba, interesado.

– El aire se reseca demasiado, Stever, cuando no hay agua en esos cuencos. ¿Dónde están los calzones que los prisioneros de derecho común debían remendar? ¿Están listos?

– No -contestó Stever-. He reprendido al Gefreiter Weil. Pero él y los dos que tiene consigo no sirven para nada. Son demasiado blandos con los de «derecho común».

El Verraco asintió con la cabeza, fatigado.

– Creo que ya es tiempo de enviarles a la Compañía disciplinaria. ¡Maldita sea! No necesitarán un año para arreglar estos calzones.

En aquel momento, las sirenas comenzaron a ulular. ElVerraco y Stever recobraron los ánimos.

– Ahí llegan los canadienses -comentó Stever.

– Bajemos al refugio -propuso el Verraco-. Llevémonos el whisky. Tal vez hagan volar la Gestapo.

– Y al comandante -añadió Stever, encantado.

– Y a Rinken, ese mierdoso -añadió riendo el Verraco-. A él y a todos los comisarios. Si eso ocurre, palabra que envío una carta de agradecimiento a los canadienses.

Se oyó un aullido largo y continuo, y ambos hombres corrieron a toda velocidad hacia el sótano.

El ataque duró veinte minutos, pero el objetivo era la parte sur del puerto.

Una vez más, el Verraco y Stever volvieron a encontrarse en el despacho. Entonces, el Verraco tomó una difícil decisión. «Hay que terminar», pensó mientras marcaba el número odiado, 10001. Pero estaba tan nervioso que le temblaban los dedos, por lo que marcó un número equivocado. Se puso a aullar como un loco cuando, por segunda vez, obtuvo comunicación con la remonta.

– ¡Vuestros caballos pueden irse al cuerno! Alejad vuestras zarpas del teléfono cuando no sea para vosotros. Ya os enseñaré el pie que calzo, creedme. Vaya cretinos -manifestó a Stever-. Me importan un bledo sus caballos.

A la tercera, consiguió marcar el número bueno. Quedó visiblemente aterrado cuando una voz helada le contestó:

– Policía secreta del Estado, sección Stadthausbrücke.

El Verraco tragó saliva. Con mucha dificultad, consiguió balbucear un informe.

– Un momento, Stabsfeldwebel -gritó la voz.

El Verraco veía casi la calavera plateada en la gorra. En el teléfono, sonó un ruido terrible. «Sus aparatos no son buenos -pensó el Verraco-. ¡Si yo estuviese al frente de esa jaula…! Allí carecen de personas inteligentes.» Casi pegó un salto en su silla cuando escuchó una nueva voz.

– Servicio ejecutivo IV/2a.

El Verraco empezó a explicar el caso del falso permiso de visita. Tenía la frente empapada de sudor. Se le pegaba la camisa a la piel. Se rascaba un brazo.

– ¿Quién ha firmado el permiso? -preguntó la voz arisca e impersonal.

– El señor SD Standartenführer Paul Bielert -graznó humildemente el Verraco, inclinándose ante el teléfono.

– Puede dejar eso de señor -le informó el de la Gestapo desde el otro extremo de la línea-. Aquí, hace ya mucho tiempo que hemos suprimido esas estupideces plutocráticas.

El Verraco estuvo a punto de pedir perdón. Se limitó a un breve: «Bien» e hizo chocar los tacones por dos veces.

– Voy a pasarle el Standartenführer -gruñó la voz.

Volvió a escucharse un ruido extraño en el teléfono. El Verraco sudaba abundantemente. Se sentía enfermo de veras. Sobre todo, sentía deseos de arrancar el teléfono y arrojarlo al patio.

Una voz agradable se dejó oír. Una voz que recordaba la de un sacerdote.

– Aquí, Paul Bielert. ¿Qué puedo hacer por usted?

Las palabras brotaron de la boca de el Verraco. No conseguía dominarse. Explicaba el asunto sin orden ni concierto. Tan pronto creía que el permiso era falso, como estaba seguro de que lo era. Denunció al comandante. Denunció a Rinken. Denunció a todo el cuerpo de comisarios del X Ejército. Explicó que todos sus hombres eran unos puercos; la prisión, un agujero maldito; el cuartel, un viejo barracón. Por último, tuvo que detenerse para respirar.

Entonces, Paul Bielert preguntó suavemente:

– ¿Nunca le han dicho que es usted un idiota, Stabsfelwebel?

E! Verraco se retorció en su sillón; no sabía lo que debía responder. Jamás le habían hecho semejante pregunta durante sus veintiocho años de servicio. Pero antes de que hubiese tenido tiempo de encontrar una respuesta, el Standartenführer prosiguió hablando con la misma voz dulce y agradable.

– Creo que no está usted a la altura, Stabsfeldwebel. Si ese permiso es falso, es probable que los nombres de ese Feldwebel y de ese suboficial lo sean también. Pero supongo que habrá hecho registrar inmediatamente al prisionero en cuestión. Y el calabozo también.

– El dragón Obergefreiter Stever, mi ayudante, ha hecho lo necesario, Standartenführer.

– ¿Y qué ha encontrado?

– Nada, Standartenführer.

El Verraco se levantó, se rascó el trasero y rió diabólicamente, mientras miraba a Stever, que permanecía boquiabierto en un rincón, sorprendido por el cariz que tomaban los acontecimientos.

– Debe de haber sido un registro muy superficial el que ha hecho el Obergefreiter Stever. Escúcheme bien, Stabsfeldwebel.

El Verraco se irguió automáticamente y contestó:

– Sí, Standartenführer.

Recalcando cada sílaba, Bielert prosiguió:

– Le hago responsable de todo lo relativo a este asunto. Si el prisionero se suicida mediante un veneno introducido fraudulentamente, será usted ahorcado.

A el Varraco le temblaban las rodillas. El miedo se apoderó de él y estuvo a punto de ahogarle. Por primera vez en su vida, deseó estar en el frente.

– El permiso de visita en cuestión -prosiguió Bielert con su voz monótona – debe ser entregado en mi oficina, en mis propias manos, en el plazo máximo de una hora. Olvídese de los trámites. Por cierto, ¿cuántas personas están al corriente de este asunto?

El Verraco mordió el hilo telefónico. Se le anudaron las tripas. Dio los nombres de todos aquellos a quienes había hablado del asunto, por orden cronológico.

– Es usted el rey de los cretinos -replicó Bielert-. Me sorprende que no haya puesto también un anuncio en los periódicos. ¿No ha firmado nunca una declaración sobre el secreto profesional?

El Verraco contemplaba, acoquinado, el receptor silencioso. Tenía la sensación de que su alma había salido volando y que sólo le quedaba el cuerpo. La idea de desertar pasó por su mente. ¡De modo que el permiso era falso! Dejo escapar unos sonidos extraños que llenaron de sorpresa a Stever, quien nunca había visto a el Verraco en semejante estado. Ahora, el jaleo estaba bien organizado. A Dios gracias, él no era más que Obergefreiter.

El Verraco caminaba de un lado al otro del despacho. Lanzaba miradas de odio a la foto de Himmler. De todo tenía la culpa aquel idiota de Baviera. Nunca había llegado nada bueno por aquel lado. ¡Jamás volvería a beber cerveza de Munich! ¿Tendría veneno en su poder, aquel maldito prisionero? Tal vez lo estuviera ingiriendo en aquel momento. Se detuvo bruscamente y le gritó, con rabia, a Stever.

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