Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– ¿Por qué había de hacerlo, Stabsfeld’?

– Por muchísimos motivos, Stever. -El Verraco se recostó en su sillón, para ponerse más cómodo y gozar con la excitación de Stever-. Tal vez la falta de dinero. Quizá la requisa de un producto para venderlo en el mercado negro Una estampilla como ésta sirve para muchas cosas, Stever. Lo sabe usted tan bien como yo. Forma parte de las personas inteligentes y éstas son unos truhanes más o menos importantes.

– Pero usted forma parte de las personas inteligentes, Stabsfeldwebel.

El Verraco se disparó.

– ¡Mucho cuidado con lo que dice, Stever! No olvide que no es más que Obergefreiter. Sólo acaba de ser clasificado entre las personas inteligentes. Pero al diablo todo eso. Examinemos con mayor cuidado este permiso falso. Algo me dice que pronto tendremos aquí a esos dos tipos.

– Entonces, que Dios me perdone mis pecados -exclamó Stever-. Si de veras esto ocurre iré a la iglesia por lo menos una vez al mes, y presenciaré la misa mayor durante dos horas. Y juro que cada Navidad llevaré flores a la imagen de la Virgen. No olvide que las flores son caras en esa época del año. ¡Ver a ese pequeño diablo encadenado aquí, con nosotros! Le arrancaré los ojos. ¡Por todos los diablos que lo haré!

El Verraco se frotó las manos, y preguntó, riendo:

– ¿Como el Buitre con el comandante de Estado Mayor?

– ¡Exactamente! -gritó Stever, entusiasmado-. Con el pulgar. Un trapo en la boca, y la cosa ocurrirá sin ningún ruido.

– ¿Se cree capaz de hacerlo, Stever?

Stever se sonó.

– Con ese Alfred Kalb, sí. ¡Oh! Ya me siento mejor, Stabsfeld. Me parece verle entrar escoltado por dos tipos de la Gestapo.

El Verraco asintió con la cabeza, muy seguro de sí mismo.

Se sentía fuerte. Solicitó hablar con el primer secretario del comisario auditor, el Feldwebel Rinken.

– Eh, Rinken, ¿eres tú? -empezó a decir con insolencia-. ¿Por qué diablos no te presentas para que pueda saber quién diablos hay al otro extremo de la línea? Aquí Stahlschmidt, el Haupt-und Stabsfeldwebel Stahlschmidt, de la cárcel de la guarnición. Acaban de visitarnos dos granujas. ¿Tienes un lápiz rojo, piojo? ¿Qué a quién llamo piojo? A ti, desde luego. ¿A quién, si no? Nunca formarás parte de las personas inteligentes, Rinken. Te has tragado demasiadas ordenanzas. Bueno, empieza a anotar los nombres, pero date prisa. ¡Diantre! No tengo mucho tiempo que perder con esos asuntos. Ya sabes lo ocupados que estamos, con todo el trabajo que nos traspasáis. Os lo tenemos que hacer todo. Sólo falta que un día vengas a pedirme que os envíe a mis hombres para que os limpien el trasero. ¿Que soy insolente? Contigo lo seré siempre que me plazca. No olvides que soy Stabsfeldwebel. Apunta, Rinken. Feldwebel Willie Beier. Suboficial Alfred Kalb. Es sobre todo este último el que me interesa. Es un diablo que ha sufrido un shock nervioso y que ahora constituye una amenaza pública. ¿Qué clase de amenaza? Esto a ti no te importa; cuídate de tus cosas y haz lo que te digo. Los dos pertenecen al Batallón de Guardia Blindados 27/1/5. Han forzado la entrada para visitar a un prisionero incomunicado, con ayuda de un permiso falso.

El Verraco calló un momento.

– Ocúpate tú mismo del resto, Rinken. Yo voy a preparar un calabozo para Kalb. Dile a la Policía que me lo traiga encadenado.

El Feldwebel Rinken rió suavemente en el otro extreme de la línea.

– Oye, Stahlschmidt, ¿te has caído de cabeza? ¿Hay algo que te comprime? ¿Has ido al retrete esta mañana? A mí no me importa en absoluto tu asunto. Según el Heeresarmeevorschrift [33] 979 del 27 de abril de 1940, apartado 12, artículo 8, debes dar parte cuando una cosa así ocurre en tu sector. Por tu bien, espero que sólo se trate de una pesadilla. ¿Permiso falso de visita? ¿Contacto ilegal con un prisionero incomunicado? ¡Maldición! Supongo que habrás detenido a los dos tipos antes de que hayan salido de la cárcel.

Stever, que escuchaba por el otro auricular, lo soltó como si se hubiera quemado.

El Verraco, nervioso, tragó saliva.

– ¿Te has vuelto loco, Rinken? -consiguió balbucear por fin-. Sólo te estoy diciendo que me parece que el permiso de visita es falso.

– Sí, esto lo dices ahora, Stahlschmidt. Hace un rato me has explicado que esos dos granujas habían forzado la entrada del calabozo de un prisionero incomunicado, con ayuda de un permiso de visita falso, y tengo testigos de esta horrible afirmación. Tenemos escuchas, Stahlschmidt.

– No te excites, Rinken. Me importan un bledo tus testigos. Nunca he afirmado que ese permiso fuera falso. Sólo he dicho que lo creía.

Rinken se echó y reír.

– ¡Estás de broma, Stahlschmidt! Pero, escúchame bien. Esta historia ha ocurrido en tu territorio, en tu sector. Y nos has repetido infinidad de veces que eras el único responsable de las decisiones que tomabas en tu cárcel. Supongo, pues, que, si no te has vuelto completamente loco, hará ya mucho rato que tengas a esos dos tipos entre rejas. Ahora que he oído hablar del asunto, iré a ver al comisario auditor de guardia, el teniente coronel Segen, para anunciarle que tienes a dos tipos. Después, vendremos a buscarles para proceder al interrogatorio.

El Verraco se enfureció terriblemente. Pegó una patada a un casco que había en el suelo, imaginándose que era Rinken.

– ¡Cállate, Rinken! No harás nada en absoluto. -Rió forzadamente.- Era una broma, Rinken. Sólo he querido engañarte.

Se produjo un breve silencio.

– No lo creo, Stahlschmidt. ¿Y quién ha firmado el permiso?

– El Bello Paul.

Se le había escapado el nombre. Sintió deseos de morderse la lengua. Ahora, había metido la pata hasta el cuello. Imposible retroceder.

Rinken se echó a reír.

– No eres muy listo, Stahlschmidt. Estoy impaciente por ver ese permiso de visita, y aún más, a tus dos prisioneros. Pero ahora voy al despacho del teniente coronel para comunicarle la sorpresa. Lo demás, es asunto tuyo, Stahlschmidt. Por cierto, ¿sabes que están formando un batallón de castigo en el Regimiento de Infantería? Andan como locos buscando suboficiales cualificados.

– ¡Cállate, Rinken, maldita sea! -empezó a decir el Verraco con humildad-. Deja tranquilo a tu teniente coronel. Nosotros, los suboficiales, hemos de apoyarnos mutuamente. De lo contrario, sería el fin del mundo. Ignoro en absoluto si ese permiso de visita es falso. Es sólo una idea que se me ha ocurrido, y no he detenido a nadie. Los dos tipos se han marchado.

– ¿Que se han marchado? -repitió Rinken, sorprendido, ocultando con dificultad una satánica satisfacción-. ¿Es que la gente entra y sale de esa cárcel como si se tratara de una taberna? Alguien les habrá ayudado a salir. ¿Quién les abre la puerta, Stahlschmidt? Tengo la impresión de que en tu cárcel ocurren cosas muy extrañas.

– Sabes muy bien, Rinken, quién es el que deja salir a la gente de aquí. Yo, y sólo yo. No seas cretino. Más vale que me aconsejes. Siempre has sido muy espabilado, Rinken. Te he considerado siempre como un amigo.

– Por cierto, ahora que te tengo al otro extremo de la línea -prosiguió Rinken, con frialdad-, espero que no hayas olvidado los cien marcos que me debes, más un interés del ochenta por ciento.

– Sabes muy bien que estoy seco, Rinken, Mis asuntos no marchan estos días. He comprado dos uniformes negros y he tenido que pagar cuatro veces su precio por un par de botas de oficial. Como Stabsfeldwebel no puedo andar por ahí hecho un andrajoso. Por otra parte, los cien marcos eran sin interés.

– No sé en qué pueden interesarme tus uniformes, Stahlschmidt. Me pediste prestados cien marcos con un interés del ochenta por ciento, y ahora lo niegas. Como quieras. Ahora mismo voy a ver al teniente coronel.

55
{"b":"195094","o":1}