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– Lo ignoro -repuso el teniente Ohlsen, cansado-. Nunca se sabe si tiene o no algo contra alguien. Sólo se sabe cuando ocurre y entonces, suele ser demasiado tarde. Tal vez haya observado Stever, que anda sin hacer el menor ruido. Es el único soldado de todo el Ejército alemán que lleva gruesas suelas de goma. Tiene cuatro pares de botas así. Creo que son americanas. Si tiene algo contra usted, Stever, no tardará en advertirlo.

– Pero, nunca le he hecho nada, que yo sepa. Nunca le había visto, ni quiero volver a verle.

Al final, Stever casi gritaba. Tuvo miedo de sí mismo, y se tapó la boca con una mano, movió la cabeza, se quitó la gorra, se frotó el rostro y tocó los galones que llevaba en la manga.

– No soy más que un pequeño Obergefreiter que se limita a obedecer.

Se inclinó confidencialmente hacia el teniente Ohlsen, que estaba de pie junto a la pared, debajo de la ventana, según prescribía el reglamento.

– Voy a decirle algo. Aquí, el hombre peligroso es el Verraco, ese miserable. Es Stabsfeldwebel. Si el amigo del hombre de la guadaña quiere divertirse con alguno de nosotros por tu causa, sé bueno y explícale a ese diablo que se equivoca si persigue a un camarada. Es al Haupt-un Stabsfeldwebel Stahlschmidt a quien debe echarle el guante. Marius Alois Joseph Stahlschmidt. Con franqueza, ese pequeñajo no me gusta. Solicitaré el traslado en seguida. No quiero seguir aquí.

»Noto que ya no puedo más. Todos los que han salido de aquí volverán algún día. Y entonces, prefiero encontrarme a mil kilómetros de distancia. Explícale que yo no estoy aquí por los mismos motivos que el Verraco y el Buitre. A mí me trasladaron.

Sacó su cartilla militar y la enseñó al teniente Ohlsen para que pudiera comprobarlo.

– Mira. Pertenezco al 12.° Regimiento de Caballería, que está en París. Aquellos cretinos me echaron y me enviaron aquí. Nunca solicité el traslado. Incluso he pedido varias veces que me envíen a otra unidad, pero el Verraco no quiere separarse de mí. Él me aprecia, pero yo a él, no. Dile a ese tipo lleno de cicatrices, que de buena gana le ayudaré a echar el guante a el Verraco y a el Buitre, y que si necesita una coartada cuando se los haya cargado, ¡maldita sea!, juraré por todos los diablos en favor suyo.

– ¿No cree usted en Dios, Stever?

– No, en realidad, no.

– ¿Nunca ha rezado, Stever?

– Sólo una o dos veces, cuando he estado muy apurado Ahora me ocuparé de ti, teniente, y te buscaré algo para leer. Pero, cuidado: que no lo encuentre el Verraco. No hay que temer a el Buitre. No tiene nada que hacer en mis calabozos. Y aquí tienes cigarrillos. Cógelos, muchacho. Somos camaradas, ¿no?

Stever escondió un paquete entero debajo del colchón.

– Fúmatelos junto a la boca de ventilación, teniente. Así no se notará el humo. -Iba a salir de la celda, pero cuando se disponía a cerrar la puerta, se volvió y dijo-: Esta noche, recibiremos nuestra ración de chocolate. Te daré la mía. La dejaré encima del depósito para que puedas cogerla cuando vayas al retrete. Pero, por favor, explícale a tu compañero que soy un buen sujeto. Piensa en los riesgos que corro por tu causa. Desde que te vi, te encontré simpático. ¿No observaste cómo te guiñé un ojo cuando llegaste? Y, sobre todo, no creas que tengo miedo. No le temo a nada en el mundo. Todos los que me conocen podrían explicártelo. Gané mis dos Cruces de Hierro en Polonia, y aquello fue duro. Fui el único de la Compañía que las recibió. Explícaselo a tu amigo. Yo también soy del frente. En Westa Plata, liquidé toda una Sección. Eso me valió la E. K. [32]. En Varsovia, destruí cuatro refugios antiaéreos con ayuda de lanzallamas. No escapó ni un polaco. Todos quedaron asados antes de haber tenido tiempo de abrir la boca. Por eso me concedieron la E. K. I. Ya ves, pues, que no soy ningún miedoso. Te aseguro que estuve a punto de llorar de decepción por no haber estado en Stalingrado. Pero tu amigo me hace temblar. ¿Utiliza un cuchillo? Quiero decir, ¿un puñal?

El teniente Ohlsen asintió con la cabeza.

Stever se estremeció y cerró de golpe la puerta del calabozo. Fue al lavabo, metió la cabeza bajo el chorro del agua fría y dejó que ésta manara durante cinco minutos. No se encontraba muy bien.

El teniente Ohlsen respiraba con fuerza. Limpió la cama en la que se había sentado Stever. Después, se sentó a su vez, con la cabeza entre las manos. Se sentía mejor. Tenía aliados.

Cuando el Obergefreiter Stever hubo terminado de refrescarse, se dirigió tan aprisa como se lo permitían sus piernas, hacia el despacho de el Verraco. Estuvo a punto de olvidarse de llamar a la puerta. Las palabras brotaban de su boca a borbotones.

– ¿Ha visto los visitantes del número 9, Stabsfeld? ¿Se ha fijado en el pequeño? Era el diablo en persona.

El Verraco examinó a Stever. Sus astutos ojillos se entornaron hasta convertirse en dos rendijas.

– No te pongas nervioso, Stever. Sólo eran dos soldados. El pequeño debía de estar borracho. Tarareaba algo extraño, sobre la muerte, cuando se han marchado. Y si no estaba borracho, quizá haya recibido un cascote de granada. Iba encorvado bajo el peso de sus condecoraciones. Es una especie de idiota del frente que cree poder exhibir entre nosotros su escaparate de quincallería.

Stever se sentó en una silla y se enjugó la frente.

– ¡Menuda jeta! Avergonzaría hasta a un caníbal. ¿Se ha fijado en la larga cicatriz que le cruza el rostro y que cambia constantemente de color? ¿Y los ojos? Nunca los olvidaré. ¿Y las manos? Eran unas manos hechas para estrangular.

El Verraco cogió el permiso de visita que estaba ante él, encima de la mesa, y murmuró a media voz:

– Feldwebel Willie Beier y suboficial Alfred Kalb.

– ¡Ese es! -gritó Stever-. Alfred Kalb. Me acordaré.

Examinaron el permiso de visita. De repente, el Verraco dio un respingo.

– ¡Por todos los diablos del cielo y de la tierra! ¡Fíjese en esta firma!

– ¿Qué tiene? -preguntó Stever, sorprendido.

– Le consideraba una persona inteligente, Obergefreiter Stever. De lo contrario, hace mucho tiempo que le habría enviado a un batallón del frente. Sólo trato con personas inteligentes. Las otras me embrutecen. ¿Cree que habría llegado adonde estoy si no hubiera utilizado el cerebro? ¡Mire bien esta firma, Stever, diantre!

Stever la estudió con atención y tuvo que confesarse que no veía nada extraño en ella. Pero se abstuvo de manifestarlo. Contestó prudentemente, para dejarse una puerta abierta:

– Sí, ahora que lo dice, mi Stabsfeldwebel, en esta firma hay algo anormal.

– ¡Es evidente! -gritó el Verraco-. Por fin lo ha captado. Se ha levantado el telón de acero. Pero ha necesitado tiempo, Stever. Tiene que acostarse más temprano, Obergefreiter.

Sacó una botella de whisky de un cajón del escritorio y llenó dos vasos.

– Tiene razón, Stever. Esta firma está falsificada. Por suerte, lo ha descubierto usted.

Stever estuvo a punto de protestar. Examinó de nuevo la firma y no comprendió por qué había de ser falsa.

– Fíjese, Stever -prosiguió el Verraco-. Hemos visto un buen número de permisos de visita en esta jaula, pero, ¿puede decirme cuándo hemos visto uno firmado por el SD Standartenführer Paul Bielert, en persona? No con una estampilla, sino con una verdadera firma, con estilográfica y tinta Esto es sencillamente imposible. Sería una prueba de degradación humana. Un hombre normal utiliza una estampilla siempre que puede. Usted mismo puede haber utilizado la mía.

– Jamás lo he hecho, Stabsfeld -protestó Stever, indignado.

El Verraco rió pérfidamente.

– Tal vez lo haya hecho sin darse cuenta, Stever. Esas cosas no aparecen hasta la gran revisión, y entonces, si ha utilizado mi estampilla sin yo saberlo, está listo, Stever.

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