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Tres años después, el Verraco había sido ascendido a Oberfeldwebel y se había instalado en la cárcel de la guarnición Hamburgo-Altona. La Wehrmacht de Hitler le había sacado de allí. Representaba para ella una preciosa herencia, extremadamente útil, de la arrogante Reichswehr, que podía enorgullecerse de otros personajes, tales como los mariscales Paulus y Keitel, sin olvidar al SS Obergruppenführer Berger, comandante de la Sección SS de trabajadores civiles, compuesta de prisioneros Kz [30]. El Verraco se había convertido en Hauptfeldwebel y se sentía todopoderoso.

En 1940, la Wehrmacht le había ascendido a Stabsfeldwebel, el grado mas alto a que podía llegar. El Verraco permanecía sentado al fondo de su cárcel, como una araña que acecha a sus presas. Apenas salía. Algunos aseguraban que temía encontrarse con antiguos prisioneros. Otros, que si veía el sol se moría. Sentía un odio feroz hacia todos los oficiales. Ese odio provenía de que un día del mes de agosto de 1940, al asomar de su escondrijo, había tropezado con un teniente de diecinueve años que no había quedado satisfecho de su saludo. El joven había hecho pasar al Stabsfeldwebel de cincuenta y dos años por todos los obstáculos del terreno de entrenamientos, hasta perder ocho kilos y medio.

ElVerraco había jurado vengarse con todos los oficiales eme cayeran en sus garras, y cumplía su promesa.

Ahora, el teniente Ohlsen permanecía erguido ante el Verraco, a su merced. Todas sus pertenencias habían sido registradas y colocadas dentro de la bolsita blanca que se colgaría de un clavo, en la parte exterior de la puerta de su celda.

Se pasó a la indumentaria. Era el momento que el Verraco prefería. Hizo chasquear la lengua, gruñó de satisfacción, se secó las manos húmedas en sus pantalones de montar. Con los ojillos entornados observaba fijamente al teniente Ohlsen y decidió que era un flojo que no se atrevería a protestar. Mas, por otra parte, nunca se sabía. Había que tener habilidad para provocar los incidentes. Lo esencial era conseguir que el prisionero empezara a gritar; después, era sencillo hacerle perder la calma hasta el punto de que empezara a golpear. Entonces, el Verraco podía pasar a la contraofensiva. El Obergefreiter Stever era un testigo complaciente. Permanecía en pie ante la puerta, como una roca humana capaz de impedir cualquier tentativa de fuga. El Verraco se golpeó las botas con una fusta larga y delgada; estaba pensativo. Tiempo atrás se las había visto con un coronel idiota del 123.° Regimiento de Infantería, acusado de sabotaje en el mando, que se había vuelto completamente histérico al tener que separarse de sus cosas. Aullaba y gritaba, amenazaba y blasfemaba, como le corresponde a un coronel.

El Verraco se le había reído en las narices, y había dicho:

– Usted es coronel y comandante de Regimiento. Está lleno de medallas y de quincallería. Tiene un nombre distinguido, procede de la antigua nobleza. Lo sabemos. Pero también es un pedazo de mierda que está fuera de la ley. Si vive lo suficiente, mi coronel, será ejecutado, fusilado por doce tiradores escogidos, y esto, aunque su sangre sea tan azul como el Mediterráneo. Pero tengo el presentimiento de que no vivirá hasta entonces. Estoy seguro de que le recogerán como un montón de basura en uno de nuestros calabozos, para arrojarlo después el estercolero, desde donde le esparcirán como abono en un campo de patatas. Si algún día supiera qué parte del campo ha abonado usted, compraría las patatas y me las comería.

Entonces, el coronel estalló.

El Obergefreiter Stever lo empujó por la espalda de modo que el coronel cayó sobre el Verraco, quien inmediatamente le largó un puñetazo en el estómago, al tiempo que gritaba:

– ¡Maldita sea! ¿Se atreve a atacar a un funcionario en servicio?

El coronel brincó por los aires como una granada de 75 milímetros. Consiguió huir al pasillo, galopando con la camisa flotante sobre sus delgadas piernas. No pudo pasar de la reja, a la que se encaramó. Colgaba de ella como un mono, junto al techo, y pedía socorro. Invocaba alternativamente a la Policía y al buen Dios, pero nadie acudió. En cambio, llegaron el Verraco y Stever. Le hicieron bajar y lo arreglaron tan bien que consiguieron preferible cerrarle definitivamente la boca. Le mataron de un pistoletazo y lo dispusieron todo para que pareciera un suicidio. Sin embargo, el coronel había suplicado que se le perdonara la vida.

El Buitre (el suboficial Greinert) lo sujetaba mientras el Obergefreiter Stever le obligaba a coger la pistola y a apretar el gatillo. El coronel no había dejado de llorar. Daba su palabra de honor de que no diría nada sobre lo ocurrido si le dejaban con vida. Les ofrecía dinero, mucho dinero. El Verraco aún se reía al recordarlo.

¡Poco había faltado para que les ofreciera, además, su mujer y sus hijas!

Después de haberle matado, enviaron un parte al comisario auditor del X Ejército. A Stever estuvo a punto de atragantársele la cerveza, cuando leyó el informe de el Verraco:

INFORME

La Cárcel le Guarnición X/76 ID/233.

Hamburgo-Altona.

28 de agosto de 1941.

Al Comandante General del X Ejército. Hamburgo-Altona.

El detenido, coronel Herbert von Hakenau, se ha apoderado hoy, durante el paseo cotidiano, de la pistola del Obergefreiter de servicio, Egon Stever. Obergefreiter del 3.er Regimiento de Caballería. Pese a una intervención inmediata, el detenido ha conseguido apuntar la pístala contra su sien derecha y pegarse un balazo morid. El cuerpo ha sido retirado inmediatamente y depositado en su celda, iras de lo cual se ha llamado al médico.

M. STAHLSCHMIDT.

Haupt-un Stabsfeldwebel.

Habían enviado a buscar un médico para obtener un certificado de defunción. Acudió un médico aspirante, un idiota que no entendía nada. Empujó con la bota izquierda el delgado cuerpo del coronel y le pidió a Stever que le tomara el pulso.

– Está muerto, mi teniente -anunció Stever.

– Eso parece -contestó el aspirante, mientras cogía la estilográfica que el Verraco le alargaba.

Con gran alivio de todo el mundo, firmó el certificado de defunción. Como causa de la muerte indicaba suicidio por disparo en la sien derecha. Cráneo roto. Muerte inmediata.

Enterraron al coronel en el cementerio de los criminales. La Gestapo cuidó de ello. Se dio un número a su tumba. Se escribió la palabra «secreto» en todos sus documentos, y se les hizo desaparecer en el gran expediente llamado «gekados». Nadie sería ya capaz de localizar su tumba.

El Verraco descartó estos divertidos pensamiento, se volvió hacia el teniente Ohlsen, y ordenó:

– Quítese la ropa, prisionero. Póngala en dos sillas: la exterior, a la derecha; la interior, a la izquierda. Las botas entre las dos sillas. Orden, por favor.

Acechó un momento al teniente Ohlsen. Con gran decepción por su parte, éste no reaccionó. Aquel teniente de Tanques era un imbécil. No serviría como diversión. Asunto rutinario. Mortalmente aburrido. Permanecería en su celda, sería interrogado, se ceñiría al reglamento. Los tipos del tribunal vendrían a verle y ensuciarían diez páginas con sus tonterías. Una pérdida de tiempo. Lo mismo ocurriría con la sentencia. Con o sin proceso. Con mucha probabilidad, la pena de muerte. Vendrían a buscarle una mañana, hacia las siete. Doce hombres de la guardia. Tipos apuestos, con botas bien lustradas y equipos relucientes. Bromearían para disimular su nerviosismo. Todos querían dárselas de duros, pero se ensuciaban en los calzones de puro miedo. Le cargarían en la carreta de Bremen. Al llegar allí, le sujetarían a un poste, le colgarían un cartón blanco en el pecho. Y un nuevo prisionero ocuparía inmediatamente su calabozo.

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