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– ¿Tantas cosas tiene sobre la conciencia? -preguntó el teniente Ohlsen con suavidad.

Bock miraba hacia la Königin Allee; la gran iglesia estaba en ruinas.

– No me asusta nada. Solamente he obedecido, y seguiré haciéndolo. Y me importa un bledo quién me da las órdenes.

– Hablas demasiado -gruñó el chofer-. Lo que has dicho sobre el comunismo no está bien.

– ¿Acaso no es cierto? -protestó Bock.

– No lo sé. Solamente soy un Unterscharführer, y esto me basta.

Se detuvieron ante el edificio del Estado Mayor, y entraron lentamente, en primera, después de atravesar la cancela. La puerta chirrió. Hacía mucho tiempo que no la habían engrasado.

– ¿De dónde y adonde? -preguntó el centinela, asomando la cabeza por la portezuela.

– Gestapo IV-2-a, Stadthausbrücke, 8 -ladró el chofer-. Transporte a la cárcel de la guarnición.

– La orden de ruta -pidió el centinela.

Verificó las tres personas, examinó un momento al teniente Ohlsen. «Estás listo -pensó-. Es tu último paseo sobre almohadones blandos. La próxima vez, irás en carreta, con doce hombres.» Se colocó ante el vehículo, para controlar la matrícula. Saludó resueltamente al oficial prisionero.

El gran «Mercedes» siguió adelante por el cuartel. Un letrero indicaba la velocidad: tope máximo, 20 kilómetros por hora.

El teniente Ohlsen se fijó en un grupo de oficiales con guerreras blancas que ascendían por la ancha escalinata que llevaba al casino. Conocía el casino de los oficiales del cuartel de Caballería, el mejor de toda la región militar.

El automóvil avanzaba lentamente por la gran plaza de armas, donde millares de reclutas, dragones y ulanos habían levantado ingentes cantidades de polvo desde que el emperador había inaugurado el cuartel, en 1896. Bordearon las cuadras, que servían de garajes y almacenes. Hacía tiempo que los fogosos caballos habían desaparecido.

Después, se detuvieron bruscamente ante la cárcel de la guarnición.

– Ya hemos llegado -dijo Bock, riendo satisfecho-. Un baño refrescante y una cama calentita esperan en cada habitación individual. Aquí la divisa es: todo para el cliente. Todas las puertas están cerradas para que no se cuele ningún fantasma.

– ¡Cuántas tonterías dices! -gruñó el chofer.

– Pero yo no soy ladrón -replicó Bock, riendo.

– ¿Qué quieres decir -preguntó el chofer, entornando sus astutos ojillos.

– Prueba de adivinarlo por tres veces -repuso Bock, con una expresiva sonrisa.

El chofer murmuró unas frases incomprensibles.

Dentro de la cárcel, sonó una campana. Se oyó el ruido de unas botas claveteadas. Unas llaves tintinearon siniestramente.

Un Obergefreiter de Caballería abrió la portezuela de hierro.

– Entrega de un detenido preventivo del 27.° Regimiento Blindado, por la Gestapo IV-2-a, Hamburgo -ladró el Unterscharführer Bock.

El Obergefreiter movió la cabeza sin decir palabra y firmó e! recibo del teniente Ohlsen, como si se tratara de un objeto cualquiera.

– ¿Es un candidato al hacha? -preguntó cuando devolvió los recibos firmados.

– Nunca se sabe -replicó Bock, riendo.

Tres brazos se levantaron para saludar. Después, Bock y el Obergefreiter se estrecharon la mano mientras decían «¡mierda!»

El teniente Ohlsen quedaba completamente aparte. Estaba vivo y, sin embargo, había muerto ya.

– ¡De frente, marchen! -ordenó el cabo primero-. Segundo a la izquierda. ¡Al paso! Uno, dos, uno, dos. ¿Nunca ha hecho la instrucción? Dos a la izquierda, adelante. ¡Alto! ¡Derecha!

Abrió una puerta y ordenó al teniente Ohlsen que entrara en una oficina, donde un Stabsfeldwebel de Artillería estaba instalado tras un escritorio de madera de pino. Era un tipo musculoso, calvo, de aspecto malévolo. En su pecho colgaban las Cruces de Hierro de primera y de segunda clase.

El Stabsfeldwebel se lo tomó con calma. Examinó con lentitud los papeles del teniente Ohlsen. Como un gorila cansado, se puso en pie frente a él. Entornaba sus ojillos amarillentos. Las cejas, de color castaño claro, le hacían parecerse a un cerdo. En el cuartel le llamaban el Verraco.

Enarcó una ceja, se lamió los labios, eliminó un pedacito de carne de entre los dientes y se balanceó para hacer crujir sus altas botas de Artillería.

– Criminal de Estado -dijo-. Criminal de Estado. Mostraba un tono despectivo-. No ha birlado nada. Lamentable, muy lamentable. Los verdaderos criminales son preferibles a vosotros, los del apartado 91. Se puede confiar en los verdes, pero no en vosotros, los rojos. Incluso prefiero a los amarillos. Se pasan el día pegados a la Biblia, es cierto, pero acaban por capitular. No son idiotas como vosotros, los rojos. Vosotros lucháis contra molinos de viento. Tratad de meteros esto en vuestras cabezotas. Escuche bien, prisionero: vacíe los bolsillos y no se olvide de los escondrijos secretos. Abra el agujero del culo y ponga todas sus cosas aquí, sobre mi mesa. De derecha a izquierda, y en línea recta, señor. Utilice el borde de la mesa como regla. Dos dedos entre cada objeto. El encendedor y las cerillas, a la derecha. El dinero, en el extremo izquierdo. Y a toda prisa, que estamos en guerra y no tenemos tiempo que perder con los criminales de Estado.

El teniente Ohlsen contemplaba todos sus bienes sobre la mesa del Stabsfeldwebel encendedor, estilográfica, reloj, pipa, agenda y todo lo que un hombre suele llevar en los bolsillos. Completamente a la izquierda, 32 marcos y 67 pfennigs. Lamentaba no haber enviado este dinero a su hijo, en el campo.

Todos los objetos fueron anotados concienzudamente en e! inventario. Ataron una etiqueta a cada artículo, lo que para ciertos objetos, como la lima de las uñas y el encendedor, ofrecía bastantes dificultades.

– ¿A quién se le ocurre ir por el mundo con esas cosas? -rezongó el Verraco, mientras trataba de atarlas.

Por último, vio la estrella roja sobre la cartera del teniente Ohlsen. La escarapela de un comisario ruso: un recuerdo de Kharkov.

– No puede conservar esas cosas -decidió el Verraco.

Y arrancó la estrella roja, la echó al suelo y la pisoteó.

Incluso las pesadas espuelas de sus botas parecían tintinear llenas de ardor mientras procedía a la destrucción.

– Se lucha contra ellos y sé les aniquila.

Al Artilleriestabsfelwebel Stahlschmidt le gustaba su trabajo. Sabía que le llamaban el Verraco, pero nadie se había atrevido a decírselo cara a cara. ¡Qué Dios y el diablo protegieran a quien lo hiciese! Llevaba casi quince años en la cárcel de la guarnición de Altona. Varias cintitas de colores colgaban de su pecho: la Medalla al Mérito y recompensas por servicios prestados en la prisión. Durante la Primera Guerra Mundial había sido herido ligeramente en la batalla del Sorna Un granadero británico le había clavado un pedacito de bayoneta en el muslo izquierdo. El grito que lanzó el Verraco se había oído a kilómetros de distancia. Durante la convalecencia había conseguido obtener el cargo de ayudante de la prisión de campaña de la 31.ª División de Infantería, en Mons. Más tarde, se las había arreglado para permanecer en el servicio de las prisiones militares. Después de haber servido varios meses como soldado a las órdenes del Freikorpsgeneral Von Lüttwitz, en 1920 había pasado a ser ayudante en la prisión civil de Hannover. Esta vida civil sólo había durado nueve meses. Luego, había entrado en la Reichswehr. Se había encontrado como pez en el agua en medio de aquel ejército de cien mil hombres, donde se llevaron a cabo las maquinaciones susceptibles de dar paso a Hitler. Sin aquel ejército, a los nazis les hubiera sido imposible crear la Wehrmacht.

La Reichwehr ha hecho todo lo posible para demostrar su inocencia. Nunca lo consiguió. Nombraron a el Verraco jefe de la cárcel de la guarnición de Celle, una cárcel pequeña y simpática. Allí asesinó a su primer prisionero. Fue algo torpe y, el asunto estuvo a punto de terminar mal. La manera como había conseguido salvar la piel seguía siendo un enigma. Un teniente se había interesado de manera especial en aquel caso. Pero, hecho curioso, aquel mismo teniente murió accidentalmente en el camino que conducía al cuartel de Bergen, frente al lugar donde, años más tarde, se instaló un campo de concentración.

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