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El teniente Ohlsen se desvistió con la paciencia de un ángel. El Verraco pensó que sería mejor que dijera algo para hacerle ir más de prisa.

– No crea que está en su casa, donde puede emplear varias horas en desnudarse. ¡Vamos, un poco más de rapidez!

Ni siquiera esto consiguió excitar al teniente. El Verraco mostró sus dientes amarillos en una sonrisa maligna y pensó para sí: «Espera que te presente al comandante, y ya verás si estás en forma.» Nadie había salido nunca del despacho del comandante sin haber recibido varios porrazos. Miró al prisionero desnudo que tenía delante y, sonriendo, realizó otra tentativa de provocación.

– Prisionero, es usted un montón de mierda. Si pudiera verse en un espejo, se tendría asco. Sin uniforme ni medallas es un cero a la izquierda. Un mico con las rodillas huesudas y los pies vueltos hacia dentro. El más miserable de los reclutas es un valeroso guerrero comparado con usted.

Después de guiñarle un ojo al Obergefreiter Stever, dio varias vueltas alrededor del teniente Ohlsen. Parecía un tanque moviéndose sobre el pavimento. El Verraco estaba orgulloso de su manera de andar.

– Prisionero, diez flexiones de las piernas, los brazos extendidos. Hemos de asegurarnos de que no ha ocultado nada en algún escondrijo indecente. Las palmas de las manos en el suelo, las rodillas extendidas, inclinase hacia delante. Stever, compruebe el agujero del culo.

El Obergefreiter Stever se echó a reír y fingió que lo hacía; después, dio un puntapié al teniente Ohlsen. El oficial cayó hacia delante, pero sin ni siquiera rozarle, con gran pesar de el Verraco. Si hubiera ocurrido esto, el Verraco hubiese podido darle un buen puntapié en la cara, so pretexto de que el prisionero le había atacado.

Aproximadamente un mes antes, Stever pegó tal patada a un Feldwebel que, al caer, derribó también a el Verraco. Le habían roto tres costillas entre los dos. A continuación, se lo habían entregado a el Buitre, quien, después de dejarlo en el suelo del calabozo, había saltado sobre su vientre desde encima de la mesa. El Feldwebel había gritado durante un cuarto de hora largo. Había gritado tanto que despertó a toda la prisión. En aquel momento, había dos locos en el calabozo número 7. Eran dos Gefreiter del 9.° Regimiento de Artillería. No se sabía con exactitud cómo se habían vuelto locos. Se decía que dos suboficiales habían rebasado un poco los límites de las sanciones disciplinarias. A los dos suboficiales les cambiaron simplemente de Regimiento. Pusieron al maltrecho Feldwebel en el mismo calabozo que los dos locos, entregaron una tabla de la cama a cada uno de ellos y les ordenaron que le pegaran. Los locos se habían echado a reír y habían empezado a golpear al pobre diablo. También él acabó volviéndose loco. Tiempo después, tuvo derecho a una inyección, en calidad de enfermo incurable. También los dos Gefreiter de Artillería, pero aquello no concernía a la cárcel. Era la Sección del doctor Werner Heyde.

El Verraco sonrió, satisfecho. Sabía lo que hacía. En la cárcel, era él quien lo decidía todo. El comandante acudía de vez en cuando a realizar una inspección, pero aquello carecía de importancia. El comandante Rottenhaussen callaría. Una investigación a fondo sólo serviría para crearle problemas, con la consecuencia inmediata de su envío al frente del Este. Un nombre en su sano juicio no corta la rama en que está sentado.

– Debe colocar los tirantes y el cinturón en la bolsa -gruñó, indicando el saquito blanco-. Aquí no queremos suicidios. Le encantaría burlar al Tribunal Militar, ¿eh? Dejar sin trabajo a todos nuestros jueces y procuradores militares. ¡Ah, no, prisionero! Procuramos que nuestros clientes no se pierdan nada. Instrucción previa, espera y juicio y, para terminar, lo mejor: las penitenciarías de Torgau o de Glatz Espero que vaya a Glatz. Allí está el coronel Remlinger. Sabe cómo tratar a un tipo como usted. Allí hay una disciplina que haría palidecer incluso al viejo Fritz [31]. Miden con un centímetro si hay la distancia reglamentaria entre las puntas de los pies, cuando están firmes, cada milímetro de diferencia cuesta veinte bastonazos en la espalda. Allí quebrantan a los héroes más duros. Allí hacen bajar las escaleras, desde el cuarto piso, apoyados sólo con las manos. He oído decir que tres prisioneros libertados, uno de los cuales estaba paralítico cuando fue a Glatz, han encontrado trabajo como acróbatas en un circo de fama mundial. Pero, al fin y al cabo, ni siquiera es seguro que vaya usted allí, mi teniente. Tal vez le decapiten. ¿Quién sabe? Quizás el Bello Paul desee verle bajo el gran cuchillo. Resulta desagradable. Yo prefiero el poste en los terrenos de Luneburgo.

El Verraco se acarició la nuca pensativamente.

– Sólo lo vi una vez y tuve bastante. Pero, apresúrese, prisionero, vístase a toda prisa. Aquí no toleramos a los perezosos. Recuérdelo, teniente. Parece usted a punto de dormirse. ¿Piensa, tal vez, que el Obergefreiter Stever le explicará un cuento de Andersen? ¿El patito feo, por ejemplo?

Stever contuvo una risotada.

El teniente Ohlsen se vistió a toda prisa. Ahora que le habían quitado el cinturón, se veía obligado a sostener el pantalón con las manos.

– Aquí debe abrocharse el cuello -ordenó el Verraco-. La corbata está prohibida. No hacemos las cosas a medias.

El teniente Ohlsen dobló silenciosamente las anchas solapas sobre su pecho, abrochó la de encima en el botón de la hombrera y sujetó el cuello de la guerrera.

El Verraco asintió con la cabeza.

– Ya verá, acabaremos por conseguir algo de usted. Muchos oficiales han vuelto a ser verdaderos soldados gracias a nosotros. ¡Levante los brazos! ¡Salte con los pies! ¡Uno, dos, tres!

El teniente Ohlsen saltaba, impasible, y parecía completamente indiferente.

El Verraco se turbó. «Debe de estar loco», pensó. Nunca había visto a un oficial que soportara todo aquello. La mayor parte de ellos estallaban en el momento del registro. Los más curtidos resistían hasta los saltos. También Stever estaba sorprendido. No lo comprendía. Aquel teniente debía de ser de madera.

– Boca abajo -ordenó el Verraco-. Treinta vueltas sobre el ombligo.

El teniente Ohlsen obedeció. El teniente Ohlsen dio treinta vueltas sobre sí mismo.

El Verraco le pisó los dedos. Ohlsen gimió, pero no mucho, ni siquiera cuando le arrancaron una uña. Le dieron un fusil, una pesada arma belga, y en el pasillo, Stever y el Buitre le hicieron maniobrar bajo la vigilancia de el Verraco.

– De rodillas, preparado -ordenó Stever.

El Buitre dio la vuelta alrededor del prisionero arrodillado para comprobar si su posición era correcta; pero quedaron decepcionados. El teniente Ohlsen sabía hacer el ejercicio.

– ¡En pie! -ordenó Stever.

Apenas el teniente Ohlsen se había levantado, con el fusil en posición, la culata pegada al hombro, el codo en ángulo recto, cuando Stever volvió a gritar:

– ¡De bruces! -Y casi en el acto-: ¡De rodillas! ¡Apunten! ¡Alineamiento a la derecha! ¡De bruces! ¡Firmes! ¡Descansen! ¡Firmes! ¡Media vuelta! ¡Saltos sin moverse del sitio! ¡Hop! ¡Hop!

Finalmente, el Buitre consiguió atrapar al teniente Ohlsen.

– ¡Esta sí que es buena! ¡Un oficial que no sabe manejar las armas!. ¡Y pretende enseñar a los reclutas! ¡A la derecha y firmes, montón de mierda!

El teniente Ohlsen se tambaleó, pero tan poco que hacía falta un elemento de la calaña de el Buitre para notarlo.

– ¡Se mueve! -aulló el Buitre-. ¡Se mueve en posición de firmes!

El Verraco y Stever se retiraron discretamente a un rincón. No habían visto nada. No sabían nada.

El Buitre se acaloró.

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