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– ¿Crees de veras que iré a parar con vosotros si me echan de aquí? ¿Tenéis corneta?

Porta mostró una expresión triunfal.

– No te hace ninguna gracia, ¿eh? Tu seguridad ha desaparecido.

– Nunca se puede estar seguro de nada -contestó el SS, con convicción. Se echó la gorra con la calavera hacia la nuca-. Con el Bello Paul uno nunca envejece. Imagina que vaya a parar con vosotros. ¿Tendrás la influencia suficiente para que me nombren corneta? -El SS se metió en el automóvil y sacó una trompeta plateada. Una trompeta con la cinta dorada de la Caballería. Enseñó cuatro trofeos sujetos a la misma-. Los recibí porque era el mejor. Toqué con motivo de un discurso en casa de Adolph. Toqué para el rey Carol. En 1938, fui yo quien toqué para Chamberlain cuando se dejó timar por Adolph. Aparecí en los diarios ingleses, con el nombre y todo. La gente me prestaba más atención que a Chamberlain y a Adolph. Si llego a ser corneta de vuestra Compañía, se hablará de vosotros.

– Ya somos demasiado conocidos -replicó Porta con sequedad-. Pero si un día te presentas en nuestro Regimiento, y sé que lo harás, ya me las arreglaré. Tengo amistades de primer orden. En realidad, soy el jefe de la Compañía. Ven a casa de Bernhard el Empapado y enséñales lo que sabes hacer. Bueno, ¿quieres o no quieres las «pipas»?

– Claro que las quiero, pero el precio me quita un poco las ganas. No encontrarás fotos tan estupendas como las mías. Son las mejores del mercado. Por sí solas valen diez «pipas» -Sacó una y la puso ante las narices de Porta-. Fíjate en ésta.

Porta adoptó un aire impasible. Sólo sus ojillos porcinos brillaban y traicionaban su deseo.

Esto no escapó a la atención del SS, quien sonrió de través y sacó otra fotografía.

– Está bien, ¿eh?

– ¡Pse…!

– Estoy seguro de que eres uno de esos hombres capaces de hacer cualquier cosa por la pasta -replicó, riendo, el SS-. Si pudieses, le venderías el Paraíso al mismo diablo.

– No hables tanto. Enséñame tu catálogo de porquerías. Ya una vez me engañaron con esto. Uno que me vendió treinta y cinco fotografías. Cuatro eran pornográficas, pero las otras representaban los cuentos de Grímm. Durante ocho días, no paré de buscar al muy cerdo. Incluso prometí dos botellas de vodka a Hermanito, si lo encontraba. Pero parecía que se lo hubiera tragado la tierra.

– ¿Qué le hubieses hecho si llegas a encontrarle?

Porta rió malévolamente y sacó un largo cuchillo que llevaba en una bota. Pasó un dedo por el filo. Asomó la punta de la lengua entre los labios.

El SS inclinó la cabeza. Había comprendido.

– No me creerás tan puerco como para timar a un camarada, ¿eh?

Porta le observaba solapadamente.

– No importa dónde ni cuándo. Porque eres igual que yo, y yo engaño a los otros cada vez que puedo. De lo contrario, en la tierra no habría gente lista y gente tonta.

El SS se pasó una mano por los labios y se rascó una oreja con la llave de contacto.

– Si quieres, te dejaré mirar la mercancía. Pero, entretanto, quiero tener una «pipa» en la mano.

– De acuerdo.

Porta cogió las fotografías. Las ojeó con avidez, mientras se relamía los labios.

– ¡Válgame Dios, qué gachís! Si uno encontrara una como éstas, ya podría morir feliz. De acuerdo, amigo mío. Me rindo. He encontrado un truco formidable. Cuando esté cansado de mirarlas, las alquilaré. Hermanito me pagará el sueldo de todo un año a cambio del derecho de poderlas mirar durante una hora.

Tres grandes fajos de billetes cambiaron de mano.

Porta los comprobó.

El SS olfateó los cigarrillos. Asintió con la cabeza, satisfecho. Eran las mejores «pipas» que había visto en mucho tiempo. Decidió emborrachar a Porta algún día para saber dónde las conseguía.

– Faltan cien marcos -declaró Porta.

– No es posible -protestó el SS-. Había mil pavos en cada fajo. -Los contó por tres veces. Meneó la cabeza para demostrar que no lo entendía-. Vaya, esto sí que es extraño.

Sacó otro billete de cien marcos, y se lo entregó a Porta.

Éste sujetó cada fajo con una banda de goma.

– Esto es la pasta. Pero me habías hablado también de la dirección de la casa de citas, no lo olvides.

El SS escribió unas líneas en un pedazo de papel.

– Es cerca del Alster, Una casa blanca, con techo negro. Antes vivían en ella unos chinos.

– ¿Hay también alguna chinita? Me vendría de gusto. He oído decir que en estas cuestiones son fantásticas.

– Nunca he visto ninguna, pero la casa está llena de mujeres. Sólo tienes que decir que vienes de parte de Kebler. Rudolph Kebler. Soy yo. Aparte de esto, si algún día quieres hablarme, estoy en el cuartel de Longhorn. Vivo allí.

En el mismo momento, lanzó un pequeño silbido y se sentó muy tieso detrás del volante. En un segundo, se había transformado en un disciplinado autómata.

Porta se echó el fusil al hombro. Con el pulgar a lo largo de la correa, según prescribía el Reglamento. Cuarenta y cinco grados de separación entre ambos pies. El brazo izquierdo pegado a la costura del pantalón. El codo a la altura de la hebilla del cinturón. Siguió con la mirada a los tres hombres que salían de la oficina del comandante. Paul Bielert, de paisano, el SD Unterscharfürer, con la mano apoyada en la funda de la pistola, y, entre ambos, el teniente Olhsen. El gran «Mercedes» salió del cuartel. Porta reanudó la guardia. Por un instante, se preguntó qué ocurría con el teniente Olhsen. Se dirigió hacia los garajes. Oculto tras unas tablas, cerca del lugar donde se lavaban los vehículos, se puso a estudiar las fotografías pornográficas. Ordenó los tres fajos de billetes. Del bolsillito que tenía en la parte baja de la guerrera, sacó un billete de cien marcos. Rió satisfecho. El truco de hacer desaparecer el billete mientras contaba no había llegado, por lo visto, a oídos de Kleber. Riendo por lo bajo, siguió andando hasta las cajas de municiones, donde le esperaba Heide, que estaba allí de guardia.

– ¿Qué diablos haces? -le preguntó-. Hermanito ha venido ya dos veces.

– Cállate, tengo otras preocupaciones que la de montar la guardia.

– Por lo menos, podrías tenerme alguna consideración -gruñó Heide, ofendido-. Al fin y al cabo, soy tu superior. Te protejo sin cesar. ¿Sabes que la Gestapo merodea por el cuartel? Buscan a alguien y me parece que es a ti. Todo me dice que terminarás con una cuerda al cuello.

– Atrasas, Julius. Ya se han marchado, llevándose la presa. Pero puesto que hablas de proteger, te aconsejo que sigas haciéndolo. Sería muy molesto para ti que olvidara mi deber de ser discreto. ¿Sabes? Conozco exactamente cómo será tu vida, Julius. Si aún no has muerto cuando hayas perdido la guerra, seguirás en el Ejército, a menos que caigas más bajo y te conviertas en un poli. Te veo ya con una estrella roja en la gorra. Has nacido para esta clase de trabajo, Julius.

– ¿Por qué diablos no habría de seguir en el Ejército? -preguntó Heide, cándidamente-. Cobraré cada diez días, tendré una buena cama y estaré libre desde el viernes por la noche hasta el domingo por la noche. Dejaré que los reclutas me agradezcan los favores que les haga. Y someteré a un tratamiento especial a los que no quieran pagarme. Y en cuanto se haya olvidado la guerra, lo que no tardará en ocurrir, sacaré brillo a todas mis medallas y cruces. Y entonces verás cómo todas las mujeres caerán rendidas en mis brazos. Seré un héroe con el que todos desearán alternar.

– Lo sabía -exclamó Porta, triunfalmente-. Seguirás en la jaula. Yo prefiero el comercio, la libre competencia. Cuando pases con uno de esos cacharros viejos del Ejército, me verás en un «Mercedes» descapotable, con una gachí cubierta de pieles a mi lado. Un verdadero bombón, con la falda bien ceñida. Mientras tú vociferarás a los reclutas el lunes por la mañana, bajo la lluvia, yo lo pasaré cañón tras un escritorio grande como un camión de diez toneladas, contando mi pasta.

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