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Como por casualidad, Porta sacó las fotografías y las pasó rápidamente ante los ojos de Heide.

– ¡Válgame Dios, déjame verlas!

– Encantado -replicó Porta-. Te las dejaré una hora.

– ¡Dámelas, aprisa!

Heide se relamió ávidamente los labios, y dos manchas rojizas aparecían en sus mejillas.

Porta se echó a reír. Barajó las fotografías con la lentitud suficiente para que Heide pudiera ver cuan interesantes eran.

– Te dejo que las mires, Julius. Incluso te dejo que vayas a las letrinas con ellas, para que puedas mirarlas tranquilamente.

– ¿Por cuánto las vendes?

– No las vendo. Las alquilo. A cien marcos la hora toda la serie, o a cinco marcos la pieza.

– ¿Estás loco? ¿Crees que te daré cien marcos para mirar tus fotos de segunda clase?

Heide fingió estar escandalizado.

Se irguió como un verdadero suboficial, pero Porta no se dejó impresionar.

– Nadie le obliga a ello, señor suboficial Julius Heide. Es usted quien me ha pedido que le dejara echar una mirada a las mismas.

Hizo desaparecer las fotografías pornográficas en el estuche de la máscara antigás, pegó una patada a la cerradura de una caja de municiones y comprobó satisfecho que la misma se había roto.

– Tendrá usted problemas, señor suboficial, si viene el comandante y encuentra la caja abierta.

– ¿Te has vuelto loco? ¡Romper la cerradura! Daré parte.

– ¡Ah, sí! -exclamó Porta, riendo.

Y se marchó tranquilamente hacia los garajes, donde había escondido una botella de cerveza.

Durante un momento, Heide contempló furioso la cerradura.

Por fin, consiguió sujetarla de modo que no se notara fácilmente que estaba rota. Para él lo importante era que el hecho pasara inadvertido hasta el final de la guardia. Agitó la cabeza, satisfecho, y salió corriendo en pos de Porta.

– Dame esas fotografías. Aquí tienes los cien marcos. Pero supongo que sabrás que esto es usura.

– ¿Crees que soy una institución filantrópica?

En cuanto hubo terminado su guardia, Heide se presentó en el puesto de control. Y después, desapareció hacia las letrinas, donde permaneció una hora mirando las fotografías.

– Han venido a buscar al teniente Ohlsen -dijo Barcelona, cuando Porta regresó al puesto.

– ¡Que se apañe! -replicó Porta-. ¿De qué se le acusa?

– No lo sabe nadie, pero todo el Estado Mayor está alborotado. Hinka grita de tal modo que se le oye desde lejos. El ayudante ha vomitado tres veces, de miedo. Parece que vamos a tener un nuevo jefe de Compañía. Me lo ha dicho el Feldwebel Grün.

– Merde -suspiró el legionario-. Crimen de Estado. Les he visto cuando se marchaban. Un «Mercedes» SS 333300. La sección IV-2-a, de el Bello Paul. Sólo se ocupa de los asuntos importantes.

Porta se encogió de hombros, indiferente.

– ¡Estos oficiales están tan ocupados, discutiendo! Se olvidan de prestar atención a lo que dicen, cuando se entusiasman demasiado. Por eso hay tantos que se encuentran sin cerebro, que, por otra parte, nunca han tenido. Creen que están seguros gracias a la quincalla de sus condecoraciones. Y además, tienen su amor propio.

Porta escupió en el suelo.

– ¡Tonterías! Apuesto diez contra uno a que no volveremos a ver al teniente Ohlsen.

Hermanito entró impetuosamente. Echó el fusil sobre la mesa.

Lanzó el casco a los pies de Barcelona.

Y escupió en la taza de Heide.

Evidentemente, buscaba camorra.

– ¿A alguien le apetece un coscorrón? -preguntó, furioso-. Durante la guardia, me he divertido con una gachí, junto a la cerca electrizada. Y después, todo se ha ido al agua porque me han venido ganas de orinar.

Porta sonrió solapadamente y se rascó una oreja con la baqueta de un fusil.

– En otras palabras, cinturón, Hermanito. Sé lo que es eso. Aunque no a causa de una cerca electrificada A propósito, he conseguido unas cuantas fotografías estupendas. Te las alquilaré por una hora. Cien marcos. ¿Qué te parece? Son como a ti te gustan. Mejor que una película.

La noticia hizo que Hermanito se olvidara por completo de la gachí y de la cerca.

– De acuerdo. ¿No darás crédito, por casualidad?

Porta se echó a reír.

– Bueno, está bien. Le pediré cien marcos a un tipo que acaba de recibir pasta de su casa. Un buen montón. Si no me los da, le atizaré en los morros.

– Esto es un robo -dijo Stege.

– En absoluto -protestó Hermanito-. Es comercio. Le explicaré el truco de limpiar el cañón del fusil con papel higiénico. Un soplo como éste bien vale cien marcos.

– Conforme -dijo Porta-. El dinero no tiene color.

Sacó los tres fajos de billetes y los contó con avidez.

– Tal vez tendría que sacar fotocopias. De esta manera, podría alquilar varias series a la vez.

– ¿Es que nunca cambiarás? -preguntó el Viejo-. Sólo piensas en el dinero.

– Te diré cuando cambiaré. Tres años después de que Adolph haya hecho las maletas y yo haya devuelto mi uniforme al almacén Entonces, mi letrero de neón brillará en tojo, verde y amarillo: «Joseph Porta, importación y exportación. Compra todo. Vende todo»

– ¿Por qué rojo, verde y amarillo? -preguntó Barcelona.

– Rojo por el amor, verde por la esperanza y amarillo por la canallería -explicó Porta-. Después, no vengas a decirme que los clientes no están avisados.

– Tenia diecinueve años cuando asistí por primera vez a una ejecución -explicó el legionario-. Fue en Casablanca, cuando servía en el 1.er Regimiento de la Legión Extranjera. Fusilamos a un tipo que llevaba doce años en el Ejército. Un desertor. Desde entonces, he visto muchas. No se olvida nunca

-Yo sólo tenía dieciocho años -dijo Barcelona-. Fue en Madrid. Serví en la 1.ª Sección del Batallón Thälmann [27]. Ejecutamos a uno detrás del matadero, al hijo de un tipo rico. Le matamos porque su padre era rico. Disparamos muy mal: la falta de entrenamiento. Le estalló la cabeza. Después, vomitamos, apoyados en nuestros fusiles, como si estuviéramos mareados

El legionario desplegó su alfombrilla de oraciones y se inclino, recitando a media voz Rogaba a Alá que le absolviera por todas las ejecuciones en las que había intervenido.

Heide se encogió de hombros.

– Yo nunca pienso en eso. Al fin y al cabo, lo misma da matar a un tipo atado a un poste que a un soldado asustado que huye por el campo.

-¿Os acordáis cuando ejecutamos a la Blitzmädel [28]de la Marina de Guerra? -preguntó Hermanito-.¡Qué espectáculo! Fue culpa de Stege y de Sven. Querían mostrarse galantes y no hacerla sufrir. La chica se escapó, corrió por pasillo y bajó la escalera. Gustavo el Duro nos prohibió disparar. Tenía que morir en el poste, según prescribe el reglamentó. De lo contrario, habría desorden en la documentación -dijo-. Sólo la dominamos cuando le aticé. Los enfermeros tuvieron que llevarla hasta el poste. El médico no quiso ponerle una inyección.

– Era una asesina -dijo Heide-. Había envenenado su amiga. Vi los papeles en el despacho del Hauptfeldwebd Dorn. Lo que hizo fue una canallada.

– Fue a causa de un tío -añadió Porta.

– La próxima semana estaremos de guardia en Fuhlsbüttel -murmuró Steiner-. Diré que estoy enfermo. Ya estoy de acuerdo con el Feldwebel de la enfermería. Me ha costado dos cartones de cigarrillos. Sé que hay que liquidar allí a cinco.

– Esto no me incumbe -dijo Porta-. A mí me han largado un trabajo que me durará por lo menos una semana. Engrasar las ametralladoras.

– En Fuhlsbüttel recibimos un suplemento de paga -observó Hermanito, siempre práctico-. Necesito pasta. Si no nos cargamos a los cinco tipos, otros lo harán en nuestro lugar. Y cobrarán la prima.

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