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El Obergefreiter rió con aire misterioso, dio unos pasos junto al automóvil, resopló y escupió con fuerza sobre la bandera.

– No escupas en mi bandera.

– ¿Quién lo dice?

– ¿No me has oído?

– Lo mismo me da.

Para subrayar sus palabras, el Obergefreiter volvió a escupir.

El SS prefirió fingir que no lo advertía.

– Decías que conocías a el Bello Paul.

– ¡Tonterías! Nunca he dicho tal cosa. He dicho que tal vez nos conozcamos. Pero haz tu marranada con las «pipas» y verás si le conozco. Puedo asegurarte que te ofrecerán un billete de ida hasta mi Regimiento, vía Torgau, y entonces aprenderás a conocerme. Sé que seré tu jefe instructor. Porque Dios es grande y bueno. Y muy justo. Aprenderás a maldecir el día en que conociste a Joseph Porta, Obergefreiter por la gracia de Dios.

– Estás desbarrando. Me contabas cosas de tu comandante, y nadie ha hablado de denunciarte.

– Tú mismo lo has dicho.

– ¡Tonterías! Se dicen tantas cosas… He pensado que tal vez tuvieras un grano. Al fin y al cabo, no podía adivinar que eres un camarada, un elegido de Dios. Vamos, dime el precio de tus «pipas». Me las quedo sin rechistar. Además, te daré la dirección de una casa donde van los burgueses para conocer a mujeres de verdad.

Porta fingió que no oía nada.

– Bueno, estábamos hablando de mi comandante. Cuando nos hablaba con amabilidad, siempre empezaba con estas palabras: «Puercos, tendréis que apretar el trasero. Hemos recibido orden de lanzar un ataque psicológico. Nuestro Regimiento es el único que Iván juzga digno de citar en sus comunicados. No lo olvidéis, y mostraros dignos de él. ¡Granujas y puercos, calad la bayoneta! ¡A paso de carga! ¡Seguidme, elegidos de la muerte!» Mientras corríamos, miraba hacia atrás y gritaba: «¡Cuidado con el cerdo que se retrase medio metro! ¡Me encargaré personalmente de cortarle el pescuezo!» Se lanzaba adelante, en cabeza del Regimiento, con la metralleta baja y el sable brillando al sol. Se oían sus blasfemias a kilómetros de distancia.

– Oye, no querrás hacerme creer que atacabais al arma blanca.

– Siempre atacamos con el cuchillo o la bayoneta -explicó Porta. E hizo un amplio ademán con la mano-. Somos especialistas del cortacoles. Ven a echar una ojeada a nuestro terreno de entrenamiento, allí, detrás de los garajes. Verás los sacos de arena con los que nos entrenamos cada día durante dos horas, en el uso de la bayoneta.

Y Porta acarició su bayoneta, que brillaba malévolamente en el extremo del cañón de la carabina.

– Antes de que tuvieras tiempo de decir «¡ay!», SS, el último de nosotros enviaría tu fusil por los aires.

– Me haces estremecer -dijo el SS.

– Papá Lindenau aullaba con más fuerza que todos nosotros, cuando atacábamos.

– ¿Qué gritabais? ¿Hurra?

– ¿Hurra? ¡Idiota…! -se mofó Porta-. Esto sólo lo grita la Infantería de segundo orden. Y los Cazadores. Y también, naturalmente, tu birria de Compañía.

– ¿Llamas a los SS una birria de Compañía?

– ¿Tienes las orejas tapadas? ¿O qué te ocurre? ¿No gritáis «¡hurra!» al atacar?

– Sí, desde luego. -El SS vacilaba.

– Nosotros gritamos injurias ante las narices de Iván. Job Tvja mad, siskajebo monova! Iván se ensucia en los calzones sólo con oírnos: «¡Adelante, favoritos de la muerte! ¡Apretad, chacales sarnosos!» Corríamos cuanto podíamos, mientras buscábamos el modo de enviar una píldora contra la espalda del maldito coronel. Pero nunca lo conseguíamos. Siempre desconfiaba. Tenía mil ojos repartidos por todo el cuerpo. Incluso en el agujero del culo tenía uno que se iluminaba en el momento en que apoyaba el dedo en el gatillo. Una vez, me encontraba en un agujero, a cinco metros de él. Tenía una bala envuelta en un trapo, una bala cortada especialmente para la ocasión. Pero en el momento en que acababa de meterla en el cargador, en el momento en que levantaba el fusil para enviar a mi querido papá Lindenau en brazos de Satanás, le oí chillar: «¡Perro sarnoso! ¿No ves que estás apuntando a tu coronel?» ¡Válgame Dios! ¡Menudo miedo pasé! Solté el juguete tan de prisa como si me hubiera quemado los dedos.

»-Obergefreiter Porta…

»-Mi coronel -le contesté-. Se trata de un error. He creído que el comandante era un oficial ruso.

»El muy cerdo se rió y rogó al buen Dios que enviara un diluvio de mierda, de rayos y truenos sobre mi pobre cabeza

»De regreso al cuartel tuve que hacer ocho horas de ejercicio a las órdenes del propio comandante, para que aprendiera a no equivocarme. Más tarde, llegué a formar parte de su escolta personal.

– ¿De veras liquidáis a vuestros oficiales? -preguntó el SS, estremeciéndose.

– A veces. Por ejemplo, la 2.ª Compañía, con su pandilla de hijos de perra, todos tiradores escogidos. Salieron de expedición por el mar de Hielo, cuando estuvimos en Finlandia para enseñar a hacer la guerra a tus camaradas de allí. Cuando regresaron, once días más tarde, ya no tenía oficiales ni Feldwebels. Tres tenientes, un Stabsfeldwebel, dos Oberfeldwebels y cuatro Feldwebels habían desaparecido. Un viejo suboficial mandaba la compañía. No tenía nariz. La había perdido en Varsovia. Se la cortó una muchacha, con el sable de un ulano polaco, de un solo golpe como cuando el carnicero corta una raja de salchichón. Un gato rubio se llevó el pedazo. Desde entonces, la 2.ª Compañía ha tenido siempre oficiales amables.

– Esos de la segunda deben de ser tipos duros. ¿Qué tal es una compañía disciplinaria?

El SS se mostraba singularmente interesado. Pensaba para sus adentros: «Es mejor informarse por anticipado. Nunca se sabe lo que nos reserva el porvenir.»

Porta se echó a reír, entornó taimadamente sus ojillos de cerdo, se sonó de nuevo con los dedos y alcanzó una vez más la bandera.

– ¡Oh, depende…! Depende, sobre todo, de los oficiales. Si son unos bastardos que quieren que los compañeros dejen la piel en los obstáculos del campo de tiro por los que sólo los más delgados consiguen pasar a rastras, entonces se pasa mal. Con esa clase de oficiales, los suboficiales se convierten a la fuerza en lobos hambrientos. Tal superior, tal subordinado. Una vez tuvimos un Hauptmann, Meyer, cuya manía consistía en ordenar: «¡Bajo los tanques, sobre los tanques!» A veces, las máquinas se hundían en la tierra blanda y aplastaban a los que encontraba debajo. El Hauptmann Meyer se divertía de lo lindo.

– ¿Qué hicisteis con ese tipo?

– Tuvo derecho a varios cigarros de pólvora en el trasero y todo se acabó para él -contestó Porta, conciso-. También un Hauptfeldwebel al que llamábamos Gran Cerdo. Mientras dormía, le atamos varias granadas alrededor del cuello y pusimos una bomba debajo de la cama. La mecha estaba unida a sus botas. Ya puedes imaginar las consecuencias. En cuanto movió las patas, salió disparado por los aires sin problemas de despegue. Gran Cerdo era duro de veras puedes creerme. Una vez, obligó a Hermanito a atravesar un río veinte veces seguidas. Hermanito acabó por echarse a ladrar: creía que era una foca. Nosotros contemplábamos estúpidamente el espectáculo. Las botas de Hermanito desaparecían bajo el agua en una orilla. Después, esperábamos hasta que el casco aparecía en la otra orilla, donde Hermanito lanzaba chorros de agua como una ballena que sale a la superficie del mar. Gran Cerdo no conseguía ocultar su decepción cada vez que el casco reaparecía.

»-¡Media vuelta! -ordenaba-. ¡Adelante, a rastras!

»Y las botas de Hermanito volvían a hacernos un signo de despedida.

»Después, le obligó a hacer una marcha. Él le seguía en motocicleta. Veinticinco kilómetros con el equipo completo a una temperatura de veintidós grados; y, fíjate bien, con el capote y las cartucheras y la mochila llenas de arena húmeda.

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