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Pero el comisario consiguió demostrar que había habido un error, puesto que las salchichas no estaban consignadas en ninguna parte. La gente rió para sus adentros. Habían comprendido. A ladrón, ladrón y medio. Pero todo el mundo ignoraba que el ladrón era Porta. Había robado las salchichas y se las había vendido a un carnicero de Lübecker Strasse, que traficaba con todo lo que se robaba en los cuarteles.

– Creo que deberías examinar su documentación militar, Brockmann. Podríamos convertirle en un buen territorial. Estoy seguro de que le gustaría a usted -añadió dirigiéndose al paisano.

Repentinamente, un SS Unterscharführer de dos metros de estatura apareció en el umbral. En la manga de su guerrera brillaban las letras SD de plata. La gorra, con la calavera de plata también, estaba echada insolentemente hacia atrás. Levantó el brazo para saludar.

– Heil Hitler, Standartenführer! Mensaje del RSHA por la radio del automóvil. El comando de choque número 7 ha realizado detenciones.

El hombrecillo asintió con la cabeza. Sus ojos relampagueaban tras las gafas oscuras.

– Bien, Müller. Contésteles que los prisioneros deben ser incomunicados. Por completo. -Miró a los oficiales presentes-. Les agradezco este rato de diversión. Volveremos a vernos, señores. ¡Heil Hitler!

Tras las gafas negras, se adivinaban unos ojos llenos de odio.

De repente, los camaradas del capitán Brockmann dejaron de encontrar gracioso al hombrecillo.

– No entiendo nada -murmuró Brockmann-. ¡Diablo, sargento! -dijo, dirigiéndose al suboficial-. Si no quiere ser enviado a un batallón de castigo, procure averiguar quién era ese señor.

– ¿Gestapo? -preguntó el comisario en jefe Schmidt, a quien torturaba el recuerdo de las salchichas.

Al mismo tiempo, pensaba en varias latas de jamón, de judías italianas, y en otras minucias. De repente, sintió prisa por marcharse.

Con toda la rapidez que le permitían sus piernas rechonchas, se precipitó hacia su despacho, donde empujó brutalmente a sus subordinados Corriendo por los almacenes de suministros, consiguió removerlo todo en un tiempo inverosímil.

Al cabo de veinte minutos, dos camiones salían del cuartel, cargados hasta los topes de jamón y de habichuelas. Depositaron la mercancía en un escondrijo seguro, bajo la protección del comisario en jefe del Regimiento de Artillería. Esta operación le costó a Schmidt diecinueve cajas de champaña. Todo el beneficio que le dejaban los jamones. Sentía un miedo atroz.

En el cuartel, no todo el mundo se había dejado trastornar por esta visita desacostumbrada. En especial, el centinela situado ante el cuartel general, un Obergefreiter que lucía en el pecho la cinta de ocho años de servicio. Charlaba amistosamente con el chofer del «Mercedes» de un asunto cuyos detalles es mejor no repetir.

– ¡Decídete, maldita sea! -gruñó el SS-. ¿Cuánto quieres por tus doce «palitos»?

Alrededor del brazo derecho llevaba la cinta blanca con unas letras negras: RSHA.

– Son caros -afirmó el Obergefreiter-. ¿Cuánto ofreces tú?

– Mil pavos -propuso el SS.

Y se metió la mano en un bolsillo, para sacar un fajo de billetes, sujeto con una gomita.

– ¿Estás chiflado? -preguntó, riendo, el Obergefreiter-. ¿Crees que esto es una oficina de beneficencia?

Se enderezó el casco, rectificó la posición del fusil y, hundió ambas manos en el bolsillo del pantalón, de la manera menos reglamentaria posible.

– Nadie te obliga a comprar mis «palitos», ¿sabes? Te los ofrezco porque me pareces capaz de saber sacarles partido.

– Podría tenerlos gratuitamente -dijo el SS.

Y escupió sobre la lápida conmemorativa de los soldados caídos en la Primera Guerra Mundial. Todos los del 76.° Regimiento de Infantería de Hamburgo.

– Oye, no creas que me chupo el dedo -dijo el Obergefreiter.

Y se sonó con los dedos.

Un poco de suciedad cayó sobre la cruz gamada de la bandera SS de hierro que había en el guardabarros delantero del vehículo.

El SS fingió no haber visto nada. En respuesta, volvió a escupir hacia el monumento a los muertos.

El Obergefreiter se quedó tan tranquilo. Escupió otra vez y tocó la cabeza del águila imperial, exactamente en el mismo lugar que el SS.

– Se diría que no sabes quién soy yo -se ufanó el SS-, ni quién es mi jefe. Es el que ha ido a visitar a tu comandante.

– Tu jefe puede irse al cuerno.

– Me extrañará que lo digas cuando te explique quién es. Tengo el presentimiento de que me regalarás tus «pipas» para que trate de olvidar mi deber.

Adelantó un brazo y mostró el brazal blanco.

– Yo también soy una especie de policía.

– Tú no eres más que un mierdoso -replicó, con insolencia, el Obergefreiter-. Y puedes guardarte tus amenazas.

Dio por dos veces la vuelta al «Mercedes», escupiendo a cada paso sobre la bandera SS de hierro.

– Deshínchate, viejo simio. Te conozco bien, muy bien. Si alguna vez se me ocurriera hablar un poco acerca de ti ibas a pasarlo mal, mequetrefe.

El SS se echó a reír. Se sentía perfectamente seguro de su posición. Se asomó por la portezuela.

– Agárrate bien a tu juguete, si no quieres caer de espaldas. Mi jefe es el SD Standartenführer Paul Bielert, el Bello Paul

Triunfaba. Decía el Bello Paul con la misma devoción de un misionero que hablara de Jesús a una pandilla de beodos, en una taberna.

– Te has quedado sin habla, ¿eh? -gritó.

– ¡Narices! Tu Bello Paul puede irse al cuerno.

– ¡Estás chiflado! -gritó el SS, mirando al Obergefreiter con fingido asombro-. El Bello Paul es el puerco más grande de todo el país. Incluso el SS Heinrich se ensucia en los calzones cuando oye su nombre. Sólo hay un hombre que no ha temido nunca al Bello Paul. Es el Diablo de Praga, el SS Gruppenführer Heydrich.

– Entonces, también tú debes de tenerle miedo.

– Todo el mundo se lo tiene, y tú no serás distinto de los demás cuando le conozcas. Por lo demás, no lo olvides: cuando hables de mi jefe, hay que decir Standartenführer.

– Prefiero decir carroña. O urinario.

– Puedes desahogarte, camarada, pero espera a que te denuncie por posesión de drogas. Te morirás de miedo.

Levantó un dedo profetice ante las narices del Obergefreiter y susurró confidencialmente:

– Tengo motivos para creer que incluso el propio diablo le teme.

– Oye, ¿estaba borracho tu padre cuando te fabricó, para que sufras este complejo de persecución?

– ¡Cállate! Cuando le hayas visto, serás igual que yo Mira a un tipo que pasa, se detiene un momento, enciende un cigarrillo… Sonríe, y dice con tono despreocupado, como si hablara del tiempo: «¡Ejecuta a ese hombre!» Y después, regresa tranquilamente a su despacho y sigue trabajando.

»Hace unos días, nueve hombres estiraron la pata. Nueve SD acusados de chantaje. No habían tenido tiempo de decir ni pío, cuando ya estaban secándose a pleno aire. A mi jefe le encanta ejecutar a la gente. Le resulta tan agradable como a nosotros bebemos una copa.

– Esto no es nada en comparación con un comandante que tuve tiempo atrás -se vanaglorió el Obergefreiter-. Se llamaba Lindenau. Le llamábamos papá Lindenau. Le asaron en Kiev Pavlo.

Rió sonoramente, como si encontrara muy divertido que hubieran tostado a su comandante en Kiev Pavlo.

– Cuando papá Lindenau recibía la orden de atacar, siempre nos dirigía un discursito. No tiene ninguna gracia decir, como tu jefe: «Ejecutad a ese hombre» Cualquier idiota puede decirlo con tal de que tenga algo de poder. Tu jefe es un chapucero. Había oído hablar de él mucho antes de que tú te sacudieras de las botas el polvo de la División «Totenkopf». Incluso es posible, que nos conozcamos.

– ¿Quieres decir que conoces personalmente a el Bello Paul?

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