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– Entonces, cállate -propuso Heide.

– Tampoco es solución. Traté de hacerme el mudo cuando el asunto del robo en Bielefeldt, cuando estábamos en el 11.º de Húsares. Ya os acordaréis de la historia del «Skoda» blindado y de la locomotora de Goering. Y yo me lo cargué todo porque permanecí más mudo que una carpa. ¡Cómo me recibieron en Fagen!

El legionario le tocó una mano. Era un ademán que testimoniaba una muda admiración.

– Bien, camarada, pero no pudieron contigo.

– Les resultó totalmente imposible -dijo Hermanito, riendo-. Me echaron del campo. Decían que perjudicaba la disciplina. No se atrevieron a liquidarme abiertamente, porque procedía del Ejército. Por el contrario, debían procurar que no me ocurriera nada. Se las dieron de listos al proponerme que me largara. Uno de los veteranos me puso en guardia.

»El tipo estaba en Fagen por sexta vez. Nos hicimos amigos, aunque él pertenecía a Zapadores, a los que yo nunca he podido tragar. Era un buen hombre. Los SS me prometieron montones de cosas si me evadía. Era el único medio de hacerle doblar la rodilla a un esclavo del Ejército. Siempre se las arreglaba para tener a infelices sin ninguna relación con el partido, como testigos de una evasión. La primera vez, me dejaron en una piedra y me dijeron que me largara. Pero fui más listo que ellos. Habían apostado a unos individuos tras los arbustos, con el fusil amartillado.

»La vez siguiente, aquellos superhombres escogieron su propio campo de tiro. Era una hermosa tarde. Yo me distraía con varios colegas, eliminando la mala hierba. El SS Sturmmann, que debía vigilarnos, se había sentado en una piedra. Se llamaba Greis. Era el peor canalla que jamás haya llevado la gorra con la calavera. Fumaba tranquilamente una pipa de marihuana, pero como una gachí. Con una bolita en medio del cigarrillo.

»Otros dos SS llegaron a visitar a Greis. Unos verdaderos carniceros. Habían organizado cosas entre los tres. Y después se echaron a reír de una manera que no engañaba a nadie. «Tienen el gatillo muy suelto», murmuró uno de mis compañeros. ¡Ya podemos ir con cuidado! Un verdadero ballet con la punta de los pies, íbamos con mucho ojo para no rebasar ni un milímetro la zona permitida. Después, el Oberscharführer Breit me hizo llamar. Era tan amable que daba ganas de vomitar. Me dio una palmadita con sus guantes y, después, dijo con una sonrisa:

»-Apuesto a que te gustaría marcharte de aquí.

»-Sí, Herr Oberscharführer.

»Los tres se echaron a reír y me aseguraron que saldría muy pronto.

»-Muy pronto -repitió Breit por su cuenta.

«Regresamos al campo. Íbamos en columna de a uno, a paso de desfile, con los tobillos rígidos. De modo que, una vez de regreso, volví a salir con los tres SS. Hablamos muy amablemente de varias cosas. Aludí a mi infancia en el correccional «Sonnenheim». El director era un maldito hipócrita.

»-¿Te gustaría pegarle una paliza a un cura? -me preguntó Greis.

»-No diría que no

»Pero el Oberscharführer interrumpió en seco nuestra conversación.

»-No le pegará a ningún cura. Se marchará de aquí.

«Tuvieron otro ataque de risa. Greis empezaba a hipar. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Yo no le veía la gracia a sus palabras. Me señalaban con el dedo y hablaban de mi cabeza. Y después, se echaban a reír.

»Al llegar al campo de tiro, el Oberscharführer me señaló tres pequeños abedules.

»-¿Ves aquellos abedules, Creutzfeld?

»Claro que los veía: saltaban a la vista

»-Ya me lo figuraba -comentó, risueño-. Eres soldado desde hace años, Creutzfeld, y sabes lo que significa una orden. Ahora, yo, tu Oberscharführer, te doy una orden. Correrás cuanto puedas hasta aquellos árboles. Si llegas en menos de dos minutos, serás hombre libre y podrás regresar a tu Regimiento de Blindados.

»-¿Y si tardo más?

»Hice la pregunta por pura fórmula.

»Se tronchaban. Se pegaban palmadas en los muslos, relinchaban.

»-¡Ah! Pues si no llegas, no llegas, Hermanito -dijo uno de ellos-. Pero, de todos modos, haz lo que te dicen. Inténtalo. Quizá lo consigas.

»-Querría saber qué harán ustedes si no lo logro.

»Se echaron a reír.

»-Te compraremos una flor -replicó Greis-. Una flor roja. Y te la pondremos en el vientre, ve. Y a toda marcha.

»Pero yo lo había comprendido. No sentía ningún deseo de correr. Greis llevaba un fusil con teleobjetivo. Sabía qué querían jugar: a la liebre y los cazadores. Uno no ha nacido ayer, ¿verdad? Yo ya me había informado. Era uno de los deportes favoritos en Fagen: la liebre y los cazadores. ¡La de mamporros que me atizaron! Empezaron con un culatazo en la nuca y terminaron con un paso de desfile con una piedrecita redonda en cada bota.

»Yo no cesaba de decirme: «Hay que contenerse, hay que contenerse, Hermanito» Había observado que uno de ellos había apoyado el dedo en el gatillo.

»Me golpearon el cráneo con un pedrusco. Pero tuve suerte. Habían escogido una piedra redonda. Perdí el sentido Pero me despertaron con un puntapié en el bajo vientre. Salté por el aire como un obús en un campo de minas.

– Bueno, ya basta -intervino el Viejo-. Otro día nos contarás el resto. -Y, dirigiéndose a la señora Dreyer, le preguntó-: ¿Qué ha ocurrido después?

– Íbamos en el automóvil. Hemos estado a punto de matar a unas personas varias veces. Cada vez, el chofer tuerto reía en voz alta. En Havesterhude se han detenido para buscar a una muchacha que ha llorado mucho. Le han golpeado la cabeza y le han dicho que iban a afeitarla con el gran cuchillo ¿Qué quiere decir esto, Herr Feldwebel?

– ¡Oh! Es una manera de hablar -dijo el Viejo, encogiéndose de hombros.

Hermanito iba a explicar lo que quería decir pero el legionario se apresuró a hacerle callar.

Barcelona y Heide jugaban a los dados en silencio. Porta estaba recostado en una silla, ordenando uno de sus juegos de cartas trucados. Los envolvía cuidadosamente, con precinto y todo. Los ingenuos se dejaban cazar cada vez que Porta abría uno de esos juegos, vírgenes en apariencia. Y si alguien insinuaba lo que fuera, Porta no corría ningún riesgo, porque siempre dejaba que el otro rompiera el precinto.

– Cuando hemos llegado aquí, en Jefatura -prosiguió la señora Dreyer -, me han puesto en una habitación del tercer piso, con muchas otras personas. Después, han venido a buscarme y hemos vuelto a Friedrichsberg. Allí, lo han registrado todo y han recogido una cantidad de cartas viejas. Después, me han hecho esperar de nuevo en el tercer piso. Por cierto, que no me gustan. Las paredes son feas. Nos acompañaba un viejo SS. Era extraño. Ya no sabía hablar como un hombre. Estaba prohibido hablar, y cuando algunos lo hacían, el SS les pegaba. Un caballero distinguido le ha dicho qué se quejaría de él. El SS se ha limitado a reír y, escupiendo al caballero distinguido, le ha dicho: «Cuando vayas a quejarte, no olvides que también te he escupido.»

»Unas horas más tarde, el amable Oberscharführer ha venido a buscarme. Me ha conducido a un despachito donde había dos hombres vestidos de paisano. Uno de ellos me ha preguntado si yo había dicho que el Führer no entendía nacía.

»-Yo nunca he dicho eso.

»Después, me ha acariciado una mejilla, y han sonreído con amabilidad.

»-Pero usted ha dicho que el Führer es estúpido.

»También lo he negado.

»El otro se ha levantado de su escritorio y se nos ha acercado.

»-Escuche, señora. Usted no nos facilita el trabajo. Sólo queríamos escribir unas palabras sobre esta historia. Ya es antigua, pero no podremos archivarla antes de haber escrito el final. Confiese lo que ha dicho, fírmelo, archivaremos el expediente y nos olvidaremos de todo. Usted dijo a su vecina, la señora Becker, que el Führer había sido un tonto al iniciar esta guerra.

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