»-Es cierto. Lo dije y lo sigo pensando
»Los tres se han echado a reír y el Oberscharführer manco ha movido la cabeza mientras miraba hacia el techo.
»-¿Lo ve, señora? ¿Ve como dijo que el Führer es tonto?
»-Les he explicado que, en realidad, no lo pensaba. Que mucha gente lo decía.
»-¿Quién, por ejemplo? -me ha preguntado el secretario.
»-Herr Held, el jefe de estación, lo dice muy a menudo -he contestado-. Y también la señora Dietrich, la ayudante de mi pedicuro. Ella también lo dice.
»Y he citado a varios que dicen esas cosas.
»Uno de los hombres lo ha anotado todo en un papel y lo ha entregado al manco. Me han preguntado si había estado alguna vez en un manicomio.
– Yo también me lo pregunto -murmuró Porta.
– Han llenado varias páginas a causa de esas dos palabritas. He dicho que estaba dispuesta a pedir perdón. Temía que me pusieran una multa, porque no tengo mucho dinero. Sólo mi pequeña pensión de viuda. Me he echado a llorar. Temía que me castigaran con una multa que no podría pagar. Me han consolado muy amablemente. Todo se arreglará. Después, me han hecho preguntas sobre mis chicos y sus compañeros, sobre lo que pensaban del Führer. Les he hablado de Bent, un camarada de Kurt, que era SS Obersturmführer en el regimiento «Das Reich». Tenía muchas condecoraciones, pero a menudo no estaba de acuerdo con lo que había hecho el Führer y a menudo se mostraba furioso contra Himmler Un día, dijo que lo que hacían esos dos no estaba bien. Me han preguntado cuándo dijo esto. No ha sido difícil recordarlo porque fue para el cumpleaños de Kurt, poco antes de que el Batallón marchara al frente.
– No habrá dicho esto -exclamó el Viejo.
– Claro que sí, no hay nada de malo en ello. Me han dicho que ese Obersturmführer no podría seguir en el frente, que era demasiado inteligente. Y piensan trasladarlo a Hamburgo. He contestado que Bent se alegrará, porque siempre ha deseado servir en una guarnición. Se han reído mucho y me han dado una palmada en la espalda. Después, han hablado de mi sobrino Paul, estudiante de Teología. Pensaban que, sin duda, habría hablado muy mal del Führer. Les he contestado que nunca le había oído decir nada. Entonces, se han enfadado y me han amenazado. Tenía que decir lo que Paul había dicho. A él no le ocurriría nada. El señor manco, que estaba sentado detrás de ellos, me ha hecho una señal y movía la cabeza cada vez que me miraba, pero no he entendido lo que quería decirme. Me disponía a pedirle que se explicara, cuando ha sonado el teléfono. Han enfundado sus revólveres y se han precipitado fuera.
«Momentos después ha venido otro SS y me ha llevado a una habitación pequeña. Esto se ha repetido dos o tres veces. Al final, parecían muy cansados.
»La última vez, el secretario tenía sangre en el rostro y ya no eran nada amables. Me han reñido y han tomado nota de todo cuanto he dicho. Casi han llenado un libro.
»Después, he firmado. El secretario me ha prestado su estilográfica. He escrito: Emile Dreyer, sus labores.» Otra vez se han mostrado amables. Me han dado café y pastas.
»En esto, ha llegado un hombre bajito. Llevaba gafas negras e iba vestido de negro. No me ha gustado. Me ha estrechado la mano y se ha presentado: Krimmalrat Paul Bielert. Los otros han cambiado por completo en cuanto ha entrado. Creo que le tenían miedo: Me ha enseñado cuanto se había escrito sobre mí.
»-¡Cuántas cosas nos ha contado! -me ha dicho-. ¿Está segura de que son verdad?
»Le he contestado que nunca miento.
»Mi respuesta parece haberle divertido. Después, ha dicho algo extraño que no he comprendido.
– ¿Qué ha dicho? -preguntó Barcelona, furioso, mientras encendía un cigarrillo.
– Ha dicho que la verdad es, a menudo, estúpida. Esto es todo. Y se ha ido tan silenciosamente como había llegado. Como si flotara. Los otros me han dicho que llevaba suelas de goma. El manco ha dicho: «¡El cerdo…!» No hay derecho a decir esto de su jefe, ¿no es verdad? ¿Cree usted que el automóvil llegará pronto, Feldwebel?
El Viejo dijo que sí con la cabeza, mientras lanzaba una mirada al legionario, quien movió la suya, al tiempo que exhalaba un suspiro.
– Es lástima…
– Un día, cuando tengan tiempo, vengan a verme, soldados. Les haré un pastel. Con pasas. A mis hijos les gustaba mucho el pastel de pasas.
– Tendría que probar de hacerlo con enebro -propuso el legionario-. También es bueno.
Ella tomó nota del consejo y, después, se durmió. Roncaba ligeramente.
Porta había terminado de ordenar sus naipes. Propuso una partida, en lo que estuvimos de acuerdo, a condición de que fuese con la baraja de Barcelona.
Jugamos en silencio durante algún tiempo. Después, sonó el teléfono. Nadie le hizo caso.
La señora Dreyer dormía.
Todo el mundo estaba absorto en el juego. Tanto, que orinábamos en el lavabo, para no perder tiempo en ir hasta el retrete. De repente, llamaron a la puerta.
Barcelona fue a abrir.
En el umbral estaban dos SD con la metralleta sobre el pecho.
– ¡Heil Hitler, compañero! ¿Tenéis aquí a una señora llamada Emilie Dreyer?
– Soy yo.
La viejecilla se había despertado y se levantó vacilante.
– Bien -dijo el SD-. En marcha hacia Fuhlsbüttel. Coja sus cosas.
– Yo no voy a Fuhlsbüttel -protestó ella-. Yo vuelvo a casa.
– Todo el mundo se va a casa -dijo riendo el SD-. Pero, primero, daremos una vueltecita.
La señora Dreyer se agitó. Empezaba a asustarse. Nos fue mirando sucesivamente. Nosotros rehuíamos sus ojos. Cogió a tientas la mano de el Viejo.
– ¡Que Dios la proteja! -murmuró éste.
Y se precipitó hacia los lavabos.
Empezaba a comprender. Hablando suavemente consigo misma, siguió al SD. Se le había soltado el lazo de uno de sus zapatos. Sus medias de lana estaban torcidas.
La pesada puerta se cerró de golpe.
Abajo, en el patio, oímos voces. Allí esperaban los coches celulares.
Otras puertas se cerraron con estrépito. Se oyeron voces de mando. El ruido de los motores que se calentaban. Los fatídicos vehículos de color verde oscuro abandonaron la Jefatura.
En uno de ellos, la señora Emilie Dreyer, sus labores, encerrada en una caja hermética que apestaba a sudor.
Guardamos silencio. Cada uno se entretenía en sus cosas. Sentíamos vergüenza. Vergüenza de nuestro uniforme.
Poco después, Hermanito se levantó, salió al pasillo, seguido de Porta. Oímos una puerta que se abría. Gritos. Hermanito entró como una exhalación.
– Blank ha cogido el tren del infierno. Su cuerpo está allí, colgado de los tirantes.
Gran conmoción. Todos nos apretujábamos para ver.
En el suelo estaba la gorra con la calavera. Blank se había ahorcado de los barrotes de su celda. Tenía el rostro tumefacto y azulado. El cuello era demasiado largo. Los ojos, sobresalientes y sin brillo.
– No tiene buen aspecto -cuchicheó Barcelona.
– Le ha hecho una jugarreta a Dirlewanger -dijo el legionario.
– Esto ahorrará trabajo al tribunal -comentó Heide.
– Ahora, ya sólo pueden firmar el acta de defunción -añadió Porta, riendo malévolamente.
Hermanito se sonó con los dedos.
– Nadie le llorará. Tenía muy mala reputación.
– Estoy seguro de que alguien se sentirá aliviado -meditó Stege.
El Viejo se instaló en su escritorio, para preparar el informe.
– Con tal de que esta historia no nos cause quebraderos de cabeza…
– Pensándolo bien, no ha sido muy delicado -comentó Steiner-. Hubiera podido esperar a encontrarse en Fuhlsbüttel.
Tenían el mismo grado. Ambos eran grandes ladrones, pese a la diferencia de uniforme. Jefazos del mercado negro que vendían cualquier cosa. Desde mujeres hasta cartuchos de pistola vacíos. Eran soldados hasta la medula de sus huesos, pero jamás lo admitirían, ni en su fuero interno.