– ¡Por Alá, no conocía esta historia! -exclamó el legionario.
– Es el hombre más estúpido de todo el Ejército -gritó Porta, furioso, mientras lanzaba una mirada asesina a Hermanito.
– Esto no es un secreto para nadie -dijo el legionario-. Pero ahora que ha descubierto vuestra combinación, sigue explicándonos lo que había hecho vuestro matasanos.
– Sigue haciéndolo -continuó Hermanito-, y hace bien en no dejarlo. Porta le hizo entender que sólo un buen porcentaje de sus ingresos podría hacer que olvidáramos nuestro deber cívico. Este tipo entorpece el progreso demográfico, y esto es algo que no gusta en el país de Adolph. Porta le dijo: «Escuche, matasanos, si esta historia llega a saberse, les destinarían a usted al 27.° Regimiento de Húsares, 2.° Batallón, 5.ª Compañía, 1.ª Sección, l.er Grupo, y en los combates de Infantería llevará usted mi lanzallamas. Y esto no es divertido. Ningún portalanzallamas consigue sobrevivir a dos o tres ataques.» Entonces, el médico capituló. No obstante, intentó discutir.
– Por una vez, procura callarte -dijo entonces el Viejo-. A la señora Dreyer no le duelen los pies como tú te figuras.
Hermanito ya no entendía nada. Para él, daño en los pies equivalía a decir tener los pies estropeados de tanto andar.
– Pero, entonces, ¿por qué quieres ver al matasanos? ¿Tener daño en los pies cuando no hay ni una ampolla? Esto no es para mí, gracias. ¿Os acordáis de cuando fui a ver al matasanos a casa de el Gordo?
– ¡Cállate, maldita sea! Y no abras la boca hasta que se te interrogue -ordenó Porta.
La señora Dreyer empezó a contar su historia. Más que a nosotros, parecía dirigirse a la fotografía de Himmler que colgaba de la pared.
– Me disponía a salir de mi casa cuando han llegado. -Cerró los ojos y se recostó en su silla-. Iba a pagar mi nota a casa del señor Berg, en Gänsemarkt. Iba adelantada. Como siempre. Me gusta sentarme en la estación y mirar a la gente. Es bonita la estación. Y, además, en esta época del año, hay flores. El jefe de estación, el señor Gelbenschneid, es muy hábil para cultivar rosas. Debe de ser el abono que le dan los campesinos. Fue mi marido quien me enseñó a ser puntual. Siempre bajaba antes que nosotros. En cuanto salí a la calle, vi el gran automóvil. Un «Mercedes» gris que llevaba esa especie de S en forma de rayos. «Irán a ver a la señora Becker, mi vecina», me dije. Porque ella tiene un hijo en las SS. Es Untersturmführer de la División «Das Reich». Antes de ser ascendido a oficial, estaba en el regimiento SS «Westland». Como mi hijo menor. Le reñí cuando se alistó en las SS. Le atraía el uniforme, estoy segura. Era un buen hijo. Ahora, ha muerto. Me enviaron su Cruz de Hierro. Se enfadó cuando le dije que a su padre no le hubiera gustado que fuese SS. Hubiera debido esperar a que le llamaran, como a sus tres hermanos. Dos de ellos están en la Infantería. El mayor, en los pioneros de asalto. También ha muerto. Lo otros dos figuran como desaparecidos. Hace unos meses que lo supe.
Al marcharse, el más joven me dijo: «Mamá, mi deber sería denunciarte por derrotismo, pero por una vez fingiré que no he oído lo que has dicho.» Ni siquiera quiso darme un beso antes de irse. Ahora, ha muerto. Sólo me queda su Cruz de Hierro. La he guardado en el cajón donde conservo sus camisitas de cuando era pequeño.
»El gran vehículo de lujo no iba a casa de la señora Becker. Avanzaba con lentitud y se ha detenido delante de mí. Un joven muy atento se ha apeado. Me ha recordado a mi hijo Paul, el pequeño. Ambos se parecían. Cerca de dos metros. Delgado como una muchacha. Hermosos dientes blancos. Bonitos ojos pardos. Muy, muy bien. Parecía muy cortés y educado. Si no hubiera llevado esa cazadora de cuero… Nunca me han gustado. Resultan frías, impresionantes.
Barcelona murmuró a el Viejo:
– Tiene mucha razón. Esas cazadoras huelen a muerte. En la antigüedad, el verdugo era un viejo alcohólico. Ahora, lo son jóvenes bien educados, con cazadoras de cuero negro.
La señora Dreyer no les prestó atención. Siguió hablando a la foto de Himmler.
Imaginábamos fácilmente la escena. Sabíamos con exactitud lo que el gran bandido de ojos pardos debió de decirle. Tendría un aspecto tan amable a los ingenuos ojos de la señora Dreyer… Mas para nosotros era otra cosa.
– ¿La señora Dreyer? -había preguntado al salir del vehículo.
Ella le había mirado, sorprendida. Después, se había presentado, sonriente:
– Emilie Dreyer.
Él se había acariciado la barbilla con una mano enguantada, y después, campechano, había hecho un guiño con sus ojos pardos.
– Emilie Dreyer, Hindenburgstrasse, número 9. ¿No es eso?
La viejecita había asentido. No había percibido el peligro tras la cortesía. Él había palpado el bolsillo en que llevaba su «Walter» 7,65. También llevaba un revólver de reglamento, en una funda, junto a la mano izquierda.
– Tenemos que hablar con usted. Acompáñenos.
Ella había explicado que le era totalmente imposible. Que tenía que ir a pagar sus facturas a la ciudad. Y que, además, tenía una cita con el doctor Jöhr.
El SS se había reído en voz alta. Jamás había oído una disculpa tan mala para no ir a la Gestapo.
– ¿El pedicuro? -había preguntado, riendo-. Ya irá a casa del pedicuro, señora Dreyer.
Después, le había acometido otro ataque de risa. La señora Dreyer no comprendía por qué se reía. Explicó que era indispensable que fuese al pedicuro. El doctor tenía mucha clientela, y si no se estaba a la hora perdía el turno, y había que pagar la visita.
El SS se inclinó cortésmente. Tenía sentido del humor y no conseguía contener su risa. Aquella viejecilla era, sin duda, la más chiflada que jamás hubiera visto. Explicó que se pondrían en contacto con el pedicuro y que no tendría que garle.
Pero la señora Dreyer siguió protestando. Él la sujetó por un hombro.
Entonces, ella notó que sólo tenía un brazo. La manga izquierda colgaba, vacía.
– ¡Oh, Dios mío! ¡Tan joven y tan guapo y manco…!
El SS murmuró que el otro brazo había quedado en Stalingrado.
Ella enseño su anillo SS.
– También mi hijo estaba en la División «Das Reich», señor oficial.
Pero aquello no le interesaba al manco. Era como si no la hubiese oído.
La instalaron en el asiento posterior del automóvil gris. Avanzaron aprisa. Los hombres con cazadora negra siempre tienen prisa.
El chofer era muy diferente del manco. Era tuerto. Su ojo de vidrio estaba mal hecho. Era imposible apartar la mirada de él.
– Nada de historias, abuela -amenazó cuando la señora Dreyer hubo ocupado su asiento.
Por un momento, ella había sentido miedo al ver el verdadero rostro de la Gestapo, pero el manco hizo callar inmediatamente al chofer.
– Silencio, Scharführer. Limítese a conducir.
Habían llegado, en silencio, a la plaza Karl Muck.
El manco era uno de esos funcionarios incorruptibles, desprovistos del menor sentimiento humano. Un lobo sanguinario bajo una piel de cordero. Uno de esos hombres de la Gestapo que, ante todo, comprobaba si el documento era auténtico, incluso antes de leer el texto; y capaz, una vez hecha la comprobación, de hacer ejecutar a su propia madre. Era cortés incluso con un cadáver. A menos de conocer muy bien la Gestapo, era imposible figurarse hasta qué punto era peligroso aquel hombre. La cortesía caracteriza a las personas inteligentes. Sólo los idiotas son brutales y groseros. La señora Dreyer inspiró y abrió los ojos.
– No ha estado bien que el chofer me haya llamado abuela en ese tono. Nadie me habla así. Soy una persona respetable.
– Pues, a veces, a mí se me escapan cosas peores -reconoció Hermanito.
– ¡Oh, ése…! -intervino Porta-. Contesta sólo sí o no y así no correrás ningún riesgo.
– ¡No me vengas con monsergas! -gritó Hermanito, gesticulante-. La primera vez que contesté que sí ante un tribunal me costó dos meses de cárcel. Por lo tanto, decidí que en lo sucesivo siempre diría que no. Por otra parte, esto por poco me cuesta la vida en Minsk.