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Stege se inclinó sobre la mesa, y dijo en voz baja:

– Aquel que de palabra o por escrito insulte al Führer será reo de penas de prisión o de la pena de muerte.

Mirábamos a la señora Dreyer con ojos distintos. Resultaba interesante. No encontrábamos extraordinaria su probable condena a muerte. Habíamos visto tantas… Pero lo interesante es que ella no lo sospechara.

– ¿Qué dijo usted? -preguntó Heide.

La señora Dreyer se secó la frente con un pañuelito que olía a espliego.

– ¡Oh, sólo lo que repite todo el mundo! Fue durante el gran ataque aéreo del año pasado. Como sabéis, bombardearon Landungsbrücke y el pensionado detrás de la estatua de Bismarck. La señora Anna Becker y yo fuimos a verlo. Después, dije estas palabras que no han agradado al señor Bielert: «Todo era mejor en tiempos del emperador. Entonces, no bombardeaban así las ciudades, teníamos comida suficiente. y nuestros zapatos no estaban agujereados. Adolph Hitler no lo ha entendido bien. Él ha nacido pobre; sólo los grandes saben gobernar un país.»

– ¡Cielos! -exclamó Barcelona-. Si reconoce haber dicho todo esto está lista. Lo sé desde mi época en los Servicios Especiales, en España. La gente decía a menudo cosas sobre el general Miaja o sobre la Pasionaria. Naderías, sin darle importancia, pero una vez escrito por el Departamento de Asuntos Especiales se convertía en algo muy grave. Atentado contra la seguridad del Estado.

– Agita los dados -sugirió Porta-, y enséñanos lo que sacas.

Todos apretábamos el pulgar izquierdo contra el borde de la mesa. Heide agitó los dados.

– ¿Qué nos jugamos?

– El pajarillo en la verja del parque -repuso Porta.

– Uno -dijo Hermanito.

– Uno contra seis -dijo Porta.

– Uno contra seis -repetimos todos a coro.

Los seis dados rodaron por la alfombra.

Ocho soldados jugaban en un sótano de la Gestapo, como, en su tiempo, los soldados romanos al pie de una pequeña colina cerca de Jerusalén.

– Deteneos -murmuró el Viejo-. Estáis locos.

Se volvió hacia la señora Dreyer e inició una discusión sobre lo primero que se le ocurrió, para distraer su atención de nuestro macabro juego.

Los dados nos miraban. Cuatro ases, dos seises.

– Está lista -admitió Barcelona-. Los dados tienen siempre razón.

– ¿Todo el mundo ha dicho uno contra seis? -preguntó Heide.

Porta indicó que sí.

– Seis por la vida, uno por la muerte.

El legionario empezó a canturrear:

– Ven, dulce muerte, ven.

Mirábamos a la señora Dreyer, que explicaba a el Viejo que sus rosas necesitaban ser regadas. El calor lo había resecado todo.

– Mi marido cayó en Verdún -decía-. Era jefe de guardia en el 3° de Dragones, de guarnición en el Stental. Era bonito Stental. El cuartel, algo viejo. Mi marido servía en el 3° de Dragones desde 1908, y cayó el 23 de diciembre de 1917. Había salido a buscar un árbol de Navidad. Y cayó en el camino de regreso. Cayó con el abeto encima de él. Estaba con el Hauptmann Haupt y con el Oberleutnant Jenditsch, cuando ocuparon el fuerte de Douaumont.

– No estuvieron mucho tiempo allí -comentó Heide-. Los franceses volvieron a echarlos en un santiamén.

– Ah, sí, ya me acuerdo. Nuestro maestro nos lo explicaba -exclamó triunfalmente Hermanito-. Enviaron a los prusianos al otro lado del Rin, mientras que los muchachos de París se quedaban en el fuerte y se divertían disparando contra los soldados del Kronprinz. ¡Mierda! ¿Qué te pasa? -dijo, volviéndose hacia Heide-. Deja de darme patadas. Lo que explico es correcto desde el punto de vista histórico.

– Explícalo de otra manera -replicó Heide-. El esposo de la señora cayó en Verdún.

– No tengo nada que ver en ello -dijo Hermanito, enfurruñado-. No puedo complacer a esa señora si aseguro que los prusianos se quedaron en Douaumont. Y si digo que los franceses los echaron a puntapiés, no exagero.

Porta se echó a reír.

– Es verdad, Hermanito. Los parisienses les cascaron tanto en la batalla de Douaumont que el Kronprinz recibió una buena reprimenda de su papá, el emperador.

– Estos dados son una porquería -gruñó Hermanito-. Apuesto diez contra uno a que dicen la verdad. La vieja la diñará.

– ¿Qué le ha dicho el Kriminalrat? -preguntó el Viejo, volviéndose con rapidez hacia la señora Dreyer.

Heide jugueteó con los dados.

La señora Dreyer miró con dulzura una foto de Heinrich Himmler. Bajo la fotografía había unas letras doradas:

HEINRICH HIMMLER

Reichsführer der SS

Chef der Polizei, Minister des Inneren

– Herr Kriminalrat Bielert ha sido muy amable. Me ha asegurado que todo había terminado ya. Que no pensara más en ello. No se volvería a hablar de esta pequeña historia.

– ¿Le ha dicho lo que iba a ocurrir? -preguntó Barcelona-. ¿Han escrito en un papel lo que usted les ha dicho?

– Sí; el señor Bielert ha dictado a otro señor. Ni siquiera he escuchado, porque empezaba a tener sueño. Han escrito muchas páginas. Casi un libro. El señor Bielert me ha dicho que iría a Berlín.

Barcelona siguió investigando.

– ¿Para ver al Führer?

– No, a él, no. Se trataba de otra cosa. -Miró la fotografía de Himmler-. Ya no lo recuerdo, pero había unas letras.

Barcelona lanzó un silbido y dijo con mucha lentitud:

– ¿RSHA?

– Sí, eso es, RSHA.

La señora Dreyer se mostró visiblemente aliviada.

– ¿Las conoce usted, Herr Feldwebel?

Barcelona se encogió de hombros y lanzó una mirada a Heide, que seguía jugando con los dados.

– Creo que sí. Es una gran empresa de Berlín.

– ¿A qué se dedica? -preguntó la señora Dreyer con inocencia.

– A todo un poco. Es una especie de intermediario entre el Registro Civil y la Oficina de Colocaciones.

Porta rió suavemente.

– He aquí una excelente comparación. Pero, de todos modos, no es la más adecuada para aquella casa de locos.

– Bueno, le explicaré -gritó Barcelona.

– ¡Por el amor de Dios, ahórranos tu cháchara! -interrumpió el Viejo, con sequedad.

– Me temo que mañana llegaré tarde al pedicuro -gimió la señora Dreyer-. Por esta vez, tendré que renunciar. Me sabe mal porque, de todos modos, he de pagar. Dos marcos veinticinco es mucho dinero.

– ¿Le duelen los pies? -preguntó Hermanito-. Si es grave, podríamos pedirle a nuestro médico ayudante que la examine. Hace todo lo que nosotros queremos. Nos lo hemos metido en el bolsillo. Sólo es ayudante médico mientras nos interese. Le tenemos atrapado desde que sabemos que recibía pasta de la Escoba. -Se señaló la estrecha frente con aire de complicidad-. Porque aquí dentro hay materia gris. Sabíamos que ocurría algo turbio. ¿Por qué motivo la Escoba iba a dar pasta a un médico militar? Emborrachamos a la Escoba. La cosa nos costó treinta y un marcos. Después, el matasanos nos rembolsó.

– ¿Quieres callarte de una vez? -gruñó Porta-. Tu palabrería acabará por llevarnos al cadalso.

Pero no era fácil hacer callar a Hermanito. Prosiguió:

– Cuando la Escoba estuvo algo chispa, empezó a hablar. Porta le dio a entender que podía confiar en nosotros. Fue bastante interesante y en seguida comprendimos el truco. Ella procuraba clientes al matasanos. Damas ricas que querían desembarazarse de una carga ilegal. Pedimos, cortésmente, una gratificación que nos permitiera olvidar nuestros deberes con el Führer, el pueblo y la patria. Pero la Escoba se burló de nosotros. (¡Qué buena mujer tan mal educada!) Así, pues, fuimos a ver al matasanos. Lo encontramos en su casa. Ya era tarde. No pude contener la risa cuando le vi. Llevaba un largo abrigo gris y una bufanda blanca. Vestido de aquella manera, yo no iría ni a las letrinas. Todo ocurrió como podía esperarse. Empezó por amenazarnos con la cárcel y el Tribunal de Guerra. Le pedí que bajara un poco la voz. Gesticulaba como un loco. Pero bastó con que Porta le explicara que teníamos derecho a detenerlo. Entonces, se mostró muy amable. Como no era tonto, en seguida comprendió que causaría mal efecto que un gran médico ayudante como él compareciera ante la Gestapo. Nos ofreció una buena mensualidad El mismo nos la trae regularmente.

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