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– ¿No veis que soy Oberscharführer? -vociferó Krug.

– No estoy ciego -repuso Porta, arrogante-, pero aunque fueses general también te enviaría a la mierda.

Krug gritó. Le fallaba la voz. Tartamudeaba de excitación.

– ¡Maldita sea! ¡Exijo que se me respete! Debe de hablarme según el reglamento. Soy el SD Oberscharführer Krug, un hombre que conoce su deber. Mucho cuidado con sus palabras, Obergefreiter.

– ¡Residuo de letrina!

– ¡Haré un parte! -aulló Krug.

– Tu parte me lo paso por el trasero -respondió Porta expresivamente-. Todo el mundo se ríe de tus partes. Y hasta nueva orden, eres mi detenido.

Porta recalcó las dos últimas palabras.

– Ahora tendrás la amabilidad de regalarme todo lo que tienes, sin olvidar el anillo. Se lo ofreceré a Vera la Cachonda, de «El Huracán 11», por las atenciones que siempre me ha tenido. Si vuelves a protestar, no respondo de nada.

Luego, señalando a Hermanito, que se entretenía con un juego de naipes que había pertenecido a Blank:

– Ése se ocupará de ti. Adora a los SD. Hace todo lo que yo le pido. Pero si eres un muchacho sensato y prudente, le diré a Vera la Cachonda que el anillo es un regalo que me has hecho. Y dentro de varias semanas, cuando estés marcando el paso en la Brigada Dirlewanger, pensaremos en ti.

Krug dio un respingo al oír la palabra Dirlewanger. Pese a que la Brigada fuese muy «Gekados», Krug y sus compinches sabían muy bien lo que quería decir. Era una brigada disciplinaria SS que tenía por única misión aniquilar por todos los medios a los partisanos que había en los grandes bosques alrededor de Minsk. Su jefe, el SS Brigadenführer Dirlewanger, era un antiguo presidiario que a causa de su brutal cinismo y de sus tendencias sádicas había obtenido el mando de aquella unidad. Su crueldad era tan grande que incluso Himmler y Heydrich habían exigido que se le sometiera a un Consejo de Guerra y se le condenara a muerte. La violación de las prisioneras polacas era el menor de los cargos que pesaban contra él. Pero aquel sádico asesino estaba bajo la protección del jefe de las Escuelas de Oficiales SS, el SS Obergruppenführer Berger, quien, el 22 de noviembre de 1941, había empleado más de una hora en convencer a Heydrich y a Himmler de que era necesario tolerar al Brigadenführer Dirlewanger. Estos argumentos impresionaron sobre todo a Heide, quien tenía las mismas teorías que Berger. Había que combatir el terror mediante el terror. Hasta su muerte, Heydrich siguió convencido de que la victoria pertenecería al que mejor utilizara la violencia. Tres días antes del atentado de Praga, escribía:

No es usted más que un campesino sentimental, que no comprende nada de la guerra que libramos. Es probable que haya que exterminar al noventa por ciento del pueblo alemán. Sólo debería existir una forma de castigo: la decapitación. Resulta muy caro alimentar a los prisioneros. He ordenado a mi Einsatzkommando que fusile a las brigadas de prisioneros en cuanto terminen su trabajo. Los transportes no son de ningún modo rentables.

Los hombres de Dirlewanger estaban condenados a muerte, tanto por el enemigo como por sus compatriotas. Eran eliminados en cuanto se les sorprendía solos. Se les reconocía con facilidad por las dos granadas doradas que llevaban en sus cuellos negros de SS. Oficialmente, se les daba dos meses de vida. Cuando se celebraba alguna fiesta en el Estado Mayor de Dirlewanger, lo que ocurría a menudo, se enviaba un comando a hacer una razzia por las ciudades de Polonia o de la Rusia blanca para conseguir mujeres.

La carrera de Dirlewanger tuvo el final que merecía; pero, por desdicha, demasiado tarde. El mismo había inventado el bárbaro castigo de tostar a los prisioneros lentamente, sobre una hoguera. Encontraron a Dirlewanger colgado de un árbol, la cabeza hacia abajo, ennegrecido como un pedazo de pan demasiado tostado. Unos partisanos polacos explicaron que la operación fue realizada por ocho hombres de su brigada. Al parecer, Dirlewanger estuvo gritando cuatro horas y media, mientras que los ocho tipos formaban círculo alrededor del árbol, y cantaban:

So weit die braune Heide geht,

gëhört das alles mir.

Ich bin ein freier Wildbrestchütz…

Los partisanos no tocaron a los ocho hombres. En el Museo de Guerra de Varsovia puede verse un cuadro que conmemora este acontecimiento. Se reconoce con claridad el rostro de Dirlewanger sobre las llamas. Esto ocurrió el 21 de enero de 1945.

El SD Oberscharführer no se hacía ilusiones sobre su futuro. Sabía lo que le esperaba. Había visto salir a muchos con destino a la temida brigada, pero nunca había visto regresar a nadie. Todos desaparecían sin dejar rastro, lo mismo que su documentación. Desde luego, siempre quedaba una probabilidad entre mil. Esto dependía del comandante de la prisión militar de Torgau, pero el coronel Blanco no era nada blando con los SD en desgracia. Krug se prometió portarse de manera ejemplar, maldecir a la SD, etcétera. Cuando el coronel fuese informado por sus confidentes, tal vez le hiciera el favor de enviarle a un regimiento disciplinario.

De todos modos, Krug protestó débilmente contra las pretensiones de Porta.

En dos zancadas felinas, Hermanito estuvo a su lado.

– No rechistes, SD mío. Haz lo que te dice. Vacía los bolsillos. -Le empujó hacia la puerta del calabozo-. Éstos son tus aposentos hasta que te vengan a buscar tus compinches.

Porta se echó a reír.

– Mala suerte, Krug. Estás bajando la pendiente. Ya has sido olvidado, has dejado de existir.

– ¿Cómo se siente uno cuando es un muerto viviente? -preguntó Hermanito, interesado.

– No es nada divertido -protestó Krug, secándose la frente con un pañuelo no muy limpio, en el que había bordadas unas iniciales que no eran las suyas.

– No querrás que nos pongamos a lloriquear.

Krug murmuró algo incomprensible.

Hermanito cogió el anillo, lo olfateó y lo examinó cuidadosamente.

– Podría revenderlo en casa de «Emil». Di, Porta, ¿qué lleva escrito dentro?

– «P. L.» Explícanos quién era P. L., Krug.

– Paula Landau. Murió en Neuengamme.

– ¿Te regaló el anillo porque la trataste bien? -interrogó Porta con suavidad.

Krug se acarició la nuca, mirando alternativamente a los dos amigos. Prefería no entrar en detalles sobre el caso «Paula Landau». Ella estaba ya casi moribunda cuando llegó a Neuengamme. Krug había pasado unos días muy malos, temeroso de que los hechos llegaran a saberse. El Bello Paul era muy extraño en estas cosas. No tenía inconveniente en ordenar torturas espantosas, pero, ¡ay de quien tomara tales iniciativas por su cuenta! Aunque fuera en defensa propia. Ninguno de los componentes del grupo pudo olvidar nunca el final del Unterschadführer Willy Kirsch, tostado a fuego lento empezando por los pies. Muy despacio. La operación había durado tres semanas. Y todo por cinco mujeres que, de todos modos, estaban destinadas a la horca.

Krug se estremeció. Había que desviar el interés de aquellos dos tipos por Paula Landau. En aquel momento, parecían muy tranquilos. Pero Krug comprendía que sólo se trataba de una actitud. Eran unos demonios. Con aire indiferente, desenroscó el tacón de su bota y apareció un escondrijo secreto. Krug sacó dos billetes de cincuenta dólares y una cápsula de polvo blanco.

Porta fingió sorpresa. Olfateó los polvos.

– Cocaína… Has debido de ser rico. ¿Cómo te las has arreglado para caer tan de prisa?

Krug se retorció las manos.

– No te molestes -prosiguió Porta-. Aquí no somos muy delicados.

Hermanito hizo un ademán severo y tomó la palabra.

– Si te confiara los secretos de mi vida, te caerías sentado, SD de mis pecados. Dicen que Hermanito es tonto, pero no hasta el punto de que confiese lo que no se puede demostrar. Sólo le condenan a uno en la medida de lo que confiesa. Mientras no has confesado, los jueces y demás granujas no pueden hacer nada. ¿Has confesado tú, SD de mis desdichas?

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