Krug indicó que sí. Cualquiera lo hubiese tomado por un cristiano en la fosa de los leones.
– ¡Idiota…! -comentó Hermanito con sequedad.
– ¿Qué has confesado? -interrogó Porta, curioso.
– Chantaje. En Friedrichsberg había una gachí. Desde hacía tiempo teníamos a su fulano. Yo lo había hecho a menudo, sin pensar en que hubiera peligro. Pero la muy ladrona fue a ver al Bello Paul.
– Hubiese podido negar -dijo Porta.
– Imposible. Me tendieron la trampa.
– Y te has metido en ella como un solo hombre…
Hermanito rió de buena gana.
– Por eso estás con nosotros.
– Y muy pronto te encontrarás camino de Dirlewanger -añadió Heide alegremente.
– Has sido demasiado ambicioso, amigo -prosiguió Hermanito-. No hay que matar la gallina de los huevos de oro. Yo, por ejemplo, si alguna vez me encuentro ante diez pipas de opio, sólo cojo ocho.
– Así es como se hace -asintió Barcelona.
– Sí, pero arrambláis con todo lo que tengo -contestó Krug sin mucha convicción.
– Contigo es distinto -exclamó Hermanito-. Porque, aunque respires aún, eres hombre muerto. En tus papeles hay una raya roja. Nadie quiere conocerte. Los partisanos del padrecito Stalin te esperan ya en los bosques de Minks. ¿Sabes lo que hacen con los secuaces de Dirlewanger que caen vivos en sus garras?
A Krug le daba vueltas la cabeza.
– ¿Qué les hacen?
Hermanito rió diabólicamente.
– Explícaselo tú, Porta.
Porta se humedeció los labios y, después, escupió en el pavimento liso y reluciente.
Krug siguió con la mirada el chorro de saliva.
– ¿Te interesa? -preguntó Porta, con una sonrisa-. Te dejo que lo limpies. Tus compañeros de Fagen me enseñaron el truco.
– No es culpa mía. Nunca he estado en Fagen.
– Eres un mierda -decidió Porta-. Si no has estado también en Fagen es por pura casualidad. Algún día, cuando se salden cuentas, nadie habrá hecho nada. Todo el mundo habrá obedecido órdenes superiores hasta llegar al que está en lo más alto de la escalera.
– No es culpa mía -repitió Krug.
– Claro -replicó Porta-. Te obligaron también a ingresar en la SD, ¿no?
– Bueno, tal vez no exactamente -confesó Krug-. Pero en el SS «Infanterieregiment Deutschland» eran unos cretinos. Aquí se está mejor.
Por primera vez el Viejo levantó la cabeza. Miró con fijeza a Krug. Iba a hablar, pero renunció y volvió a ensimismarse con el Registro.
– Evidentemente, esto es mejor -repuso Porta-. En el regimiento «Deutschland» había que dar la impresión de que se era un héroe. Un héroe con los pantalones sucios. Aquí, son los demás los que tienen los pantalones sucios. Entiendo. Pero algún día lo pagarás caro.
– Cállate, Porta, estás diciendo tonterías -interrumpió Hermanito-. Cuenta a este tipo lo que hacen los partisanos del bosque. Se orinará de miedo. He de confesarte, Krug, que, comparados con los artesanos de Stalin en Minks, vosotros, pequeños hitlerianos, carecéis por completo de imaginación. ¿Te acuerdas del tipo que encontraron en el hormiguero, Porta?
– Esta historia del hormiguero es muy vieja -interrumpió Krug-. La conocen hasta en la Policía SS.
– No lo dudo -dijo Porta-. Pero, ¿conoces esta otra? Te atan entre dos árboles, como un arco. Y los cuervos te pican lentamente los ojos. Sólo podrás escapar cuando los pajarracos se te hayan comido los tendones. Pero mucho antes habrás muerto.
– Sólo vi una persona que haya escapado con vida -dijo Hermanito-. Era la espía Nadasja de Mojilev. Pero nadie volverá a divertirse con ella. Antes de caer en manos de los partisanos, no estaba mal del todo. Era una gachí estupenda. pero cuando la encontramos, toda su belleza había desaparecido.
Barcelona Blom rió sarcásticamente.
– La dejaron bien arreglada. Ahorcaron montones de tipos por su culpa. Fue uno de nuestro grupo quien les dijo dónde estaba escondida.
– ¿Qué le hicieron? -preguntó Krug.
– Le marcaron dos grandes cruces gamadas en las nalgas -explicó Hermanito-. Minutos después de haberla bajado del árbol, se lanzó bajo un tanque. Estaba completamente chiflada. Todo le daba un miedo atroz.
– ¡Maldita sea! -añadió el legionario-. Estos partisanos son unos tíos de pelo en pecho. Los insurrectos del Rif no lo hubiesen hecho mejor.
– ¿Os acordáis del SS Hauptsturmführer Ginge, de la compañía de Guardia, en Minsk? -preguntó Porte con entusiasmo.
– ¿El que asaron como un cerdo? -preguntó Barcelona.
– Eso es -dijo Porta-, y ni siquiera era de la Dirlewanger. Un Waffen SS Offizier completamente vulgar. ¿Quieres un buen consejo, Krug?
Krug indicó que sí. Estaba muy pálido.
Porta rió suavemente.
– ¡Válgame Dios! ¡Estás metido en un buen lío, Krug! En cuanto dispongas de un minuto en Fuhlsbüttel, échate una cuerda al cuello. Si empiezas por comparecer ante el tribunal de guerra, ya no te quedará ninguna probabilidad. Te pondrán unos grilletes que ya no te quitarán hasta el momento de entregarte a Dirlewanger. No imagines que van a enviarte a una F. G. A. [23]. No querrán saber nada contigo. Un SS sólo viene con nosotros por delitos menores. No, la cuerda será lo mejor y lo más sencillo para ti. Los tipos de Dirlewanger son enviados a los peores lugares. Cada operación equivale a una ejecución colectiva. Nadie les quiere.
Krug, el SD Oberscharführer, el duro de los duros, lloraba. Nunca lo había creído de veras. A menudo, se lo habían profetizado, pero siempre había rehusado creerlo. Ahora estaba convencido. ¿Qué hacer? No quería saber nada con las dos granadas sobre el cuello negro. Oyó que Hermanito le deseaba las buenas noches desde lejos.
La gruesa puerta del calabozo se había cerrado ruidosamente. Ahora estaba aislado del mundo en el que había vivido hasta entonces. Se dejó caer en el suelo. Era el único lugar donde podía acostarse. En el calabozo no había nada. Sí le hubiesen puesto en una verdadera cárcel, habría habido una colchoneta y una manta sucia. Pero aquí no había nada. Todo estaba increíblemente limpio. El Ejército era duro a su manera. En la Policía uno podía quejarse, pero no en el Ejército. Hiciera lo que hiciese, había que decir «bien». Aquí, sólo se era un esclavo entre los esclavos. Krug estaba ya plenamente convencido de ello. En su fuero interno, todos los SS y SD temían al Ejército. La formación era dura en ambos cuerpos, pero en las SS uno era tratado como un hombre, como un ser escogido. En el Ejército era distinto. Sólo se era un esclavo.
Krug contempló su gorro, que tenía al lado. La gran calavera reía de un modo macabro. Siempre se había sentido orgulloso de aquella calavera. Le daba aplomo y seguridad en sí mismo. ¡Cuántas veces había observado cómo la gente se dejaba hipnotizar por aquella insignia! Siempre había deseado entrar en la División SS «Totenkopf», la única unidad SS que llevaba una calavera bordada sobre el cuello negro. Pero no le habían aceptado. Era demasiado alto. Sólo querían gente pequeña, que no rebasara el metro sesenta. Pequeñajos duros como el pedernal. Krug nunca olvidó al U-Schar Brinkendorf, que pasó un breve período con ellos en la sección IV/2a, y que, una noche, les había enseñado su agenda. Mientras estaba de servicio en Gross Rosen, se había cargado personalmente a 189 tipos. Aquel Brinkendorf era tan cínico que no le habían aceptado en el Rollkommando [24]. Al cabo de tres meses, el Bello Paul le puso de patitas en la calle. Había rebasado los límites al hacer una incursión privada en Teehaus Le enviaron a Dirlewanger como instructor. Nunca más se supo de él. Tal vez volviera a encontrarle allí. No le gustaría tener al U-Schar Brinkendorf como jefe de grupo. Brinkendorf era de la misma calaña que la mayor parte de los hombres de la División C, capaces de cargarse a cualquiera, amigo o enemigo, hermano o hermana, con tal de poder matar a alguien.