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– ¡Alto, la contraseña! -vociferó.

Los pasos se detuvieron.

– ¡Oh, ya está bien! -dijo una voz en la oscuridad-. Deja de hacer el cretino.

– ¡La contraseña! -repitió Hermanito-. ¡O disparo!

– ¿Estás chiflado?

Habíamos reconocido la voz de Barcelona, pero Hermanito tenía el diablo en el cuerpo.

– La contraseña o te convierto en un colador.

Amartilló su fusil.

– Pero si soy yo, cretino -gritó Barcelona, nervioso, refugiándose en la cuneta.

Distinguimos la sombra de su casco.

Hermanito se mostró más amenazador.

– La contraseña, o te liquido. Esto es la guerra, y la guerra es cosa seria. Nadie entrará aquí sin haber dado la contraseña.

– Soy yo, ¡maldito! -exclamó Barcelona, con rabia, desde la cuneta-. Tu compañero Barcelona.

– No lo conozco, no tengo amigos. La contraseña, o disparo.

Se echó el fusil al hombro y apuntó.

El miedo no nos dejaba respirar. Cuando Hermanito se ponía de aquel humor, podía esperarse cualquier cosa.

– ¡Detente! -cuchicheó Heide-. Tendremos problemas.

– ¡Me importa un bledo! -berreó Hermanito-. Soy un buen soldado, obedezco las órdenes. La contraseña o le pego un tiro.

Barcelona perdió la paciencia. Le acometieron escalofríos al ver el fusil apuntando contra él.

– Matón de burdel, dispara si quieres. ¡Puedes irte al cuerno con tu contraseña!

Saltó por el aire y llegó junto a nosotros.

Hermanito se desternilló de risa.

– Has tenido miedo, ¿eh, pellejo de vino?

– ¡Soldado del cuerno! -gruñó Barcelona-. Dime cuál es la contraseña.

– Ni la menor idea -replicó Hermanito con franqueza-. ¿Tenemos una? Tú eres el Feldwebel. Tú debes conocerla.

– Entonces, ¿por qué haces el cretino de esta manera? -gritó Barcelona.

Alargó la mano hacia la botella de «Slibowitz».

– Pásamela. El Viejo me ha enviado para anunciaros que esta noche os dejarán tranquilos. En la Gestapo trabajan de firme. El Bello Paul está pasando por la criba a sus subalternos. Una gran depuración. Abajo, forman cola para ingresar en la cárcel.

– ¿Qué han hecho? -interrogó Porta, curioso.

Barcelona se frotó las manos.

– De todo. Sabotaje. Insubordinación. Negligencia en el servicio. Y, luego, otros pecadillos como corrupción y robo. -Se echó a reír-. Ni siquiera falta un pequeño asesinato. Si el Bello Paul sigue de esta manera, mañana por la mañana estará solo allá arriba. Los tipos se ensucian en sus calzones. Se les puede ahogar con un cabello.

Porta movió la cabeza.

– ¡Vaya suerte! Sería una estupidez no aprovecharla.

– ¿Quieres ayudar al Bello Paul? -preguntó Hermanito, sorprendido.

– Exactamente. Pero no como tú crees.

– Yo ya no entiendo nada -dijo Heide.

– Qui vivra, verra -dijo riendo el legionario, que casi adivinaba la idea de Porta.

Diez minutos después, nos relevaban. Procurando hacer todo el ruido posible, entramos en la sala de guardia donde Porta anunció:

– Yo me encargo de registrar a los polizontes caídos.

El legionario insinuó una sonrisa comprensiva.

– Bien, camarada. Olfateas la presa.

– ¡Atención, Porta! A esto se llama distracción de fondos.

– ¡Oh, por favor…! -empezó a decir Porta.

Llamaron a la puerta.

El Viejo fue a abrir sin demasiada prisa.

Un secretario hizo entrar brutalmente a tres hombres de la SD.

– Aquí hay unos candidatos a la jaula. Cuidad de ellos.

El Viejo echó las órdenes de detención sobre el escritorio.

Barcelona abrió el registro de inscripción y anotó sus identidades y los motivos de su detención. Aquel registro se había iniciado cuando el Imperio; después, había servido durante la República de Weimar; y seguía sirviendo, ahora, bajo la insignia volátil nazi. El Viejo extendió sobre la mesa los mandatos amarillos que llevaban en la parte superior, a la izquierda, la siguiente mención:

El detenido será presentado ante el alto tribunal SS de policía de guerra, en un plazo de cuarenta y ocho horas. Provisionalmente, bajo la guardia de una Compañía penitenciaria.

Porta se había colocado en medio de la sala. Había cogido la gorra de Heide y se la había puesto al estilo de un Feldwebel, con la visera inclinada sobre el ojo izquierdo. Sonrió con falsa benevolencia a los tres detenidos.

– Miradme. ¿Veis mi grado? No lo olvidéis nunca. Tendréis ocasión de conocerlo en las próximas horas. Vosotros mismos decidiréis sobre nuestras relaciones futuras. Puedo ser como un gatito al que se acaricia en el sentido del pelo. Y puedo ser malo como un oso siberiano hambriento. Soy Obergefreiter, la columna vertebral del Ejército. Me llamo Joseph Porta, del 27.° Regimiento. Vaciad los bolsillos en la mesa.

Curiosos objetos aparecieron a la luz del día.

El SD Unterscharführer Blank contemplaba con ansiedad los cinco cigarrillos de marihuana que acababa de sacar del forro de su guerrera.

Porta los señaló.

– ¿No te da vergüenza? Esto es contrabando. Creo que hay que desconfiar de ti.

– Me los ha dado un prisionero -dijo Blank, intentando justificarse.

– Muy bien, a mí también acaba de regalármelos un prisionero -dijo Porta, triunfalmente, guardándoselos en el bolsillo.

Se volvió hacia el SD Scharführer Leutz.

– Y tú, ¿también has recibido regalos?

Sin esperar la respuesta, separó cinco bolitas del montón.

– Ya sólo falta la pipa. ¡Maldita sea! ¿Cómo te atreves, tú, un SD, protector de la patria, a poseer opio?

Leutz bajó la mirada. No sabía qué debía hacer. ¿Vociferaría, blasfemaría, pegaría puntapiés en el bajo vientre de aquel cretino de Obergefreiter? Miró hacia Hermanito. Más bien se inclinaba por un puntapié. Pero aquel grandullón tenía un aspecto demasiado peligroso. Jugueteaba con una pala de infantería muy afilada. De repente, hizo algo que dejó sin aliento a los prisioneros. Apoyando la pala en el respaldo de dos sillas, rompió el grueso mango con el canto de la mano, de un solo golpe.

– ¿Has visto, Porta? -gritó-. ¡Ya está! Pásame uno de esos tres SD y le romperé el lomo. Diremos que ha intentado atacarte.

Leutz se estremeció. Prefirió capitular.

– Es tuyo. Coge lo que quieras. Porta se mostró altivo.

– ¿Pues qué creías? -Sin esperar la respuesta del otro, cogió un reloj de pulsera y se lo llevó a la oreja -: Excelente reloj. Esto resiste toda una guerra.

Lo hizo desaparecer en su bolsillo. Leutz respiró pesadamente, pero no protestó. Los ojos de ave de rapiña de Porta se fijaron en un anillo que llevaba el SD Oberscharführer Krug. Era de oro repujado. Representaba dos serpientes, cuyas cabezas eran dos diamantes.

– Dámelo, y esta noche estarás tranquilo -prometió, alargando una mano.

Krug protestó, indignado, intentando apelar a la probidad de Porta.

– ¡Cállate, bocazas! -le interrumpió Porta-. Dame ese anillo y a toda velocidad. Tú mismo lo has robado.

El SD Oberscharführer cambió de táctica. Se mostró grosero, es lo menos que puede decirse.

– ¿Qué se ha creído usted, Obergefreiter? ¿No ve quién soy yo? ¡Basta de esto, o prepárese!

Porta rió jovialmente.

– ¿Aún no lo has entendido, eh, Oberscharführer? Oye, Anda o Revienta, ¿qué te parece este aborto?

– Estúpido -contestó secamente el legionario.

– De lo contrario, no estaría en las SD -añadió Pota, riendo.

Krug estaba furioso; olvidó dónde se encontraba. Con las manos en la cintura, hinchó el pecho a la prusiana. Nos costó horrores ocultar nuestra sorpresa.

Sólo el Viejo fingió no haber visto nada. Estaba absorto con el registro de detenidos, pero todos sabíamos que no sentía la menor compasión por aquellos verdugos caídos en desgracia.

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