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– ¿Le quitas todo su sueldo? -preguntó Porta.

– No, de ninguna manera. Le dejo un marco para que pueda comprar productos de limpieza.

– Un día te atraparán, Hermanito -le profeticé.

– Es posible, pero saldré adelante, en tanto que el que me denuncie irá a parar al hospital.

– Hay que tener piedad de Leopold -interrumpió Heide-. Le dispararemos en plenos morros. Será el día más hermoso de mi vida.

– A propósito. ¿Sabéis que ha solicitado el traslado a las SS? -dijo Porta-. Pero le han rechazado. Sólo mide 1,67 metros. No los cogen por debajo de 1,72.

Sacó los dados de un bolsillo, los sopló, los agitó en una mano y después volvió a soplar sobre ellos.

– ¿Jugamos una partida?

Hermanito le contempló con interés. Estaba acurrucado en el suelo.

– ¿Por qué tanta comedia, Porta? Todo el mundo sabe que están cargados.

Porta meneó la cabeza con indignación.

– Te equivocas. Tengo dos juegos. Éste es el bueno.

– ¿Estás enfermo? -preguntó Heide, sorprendido.

– ¡Chitón! -replicó Porta-. Por cierto, esto me recuerda que me debes dos litros de «Slibowitz» y doce pipas de opio. Ayer era el día de pago. Por lo tanto, ahora será un ochenta por ciento más. Julius, tus deudas se te suben a la cabeza.

Sacó su cuadernito negro, se humedeció un dedo y empezó a hojearlo.

– Vamos a ver… ¡Ah! Aquí estás, cerdo: «Julius Marius Heide. Unteroffizier, nacido en Dormur, sirviendo en el 27.° Regimiento, 5.ª Compañía, 2.ª Sección, 3.er Grupo.» ¿Eres tú?

Heide asintió débilmente.

Porta se llevo al ojo su monóculo roto y pidió a Hermanito que le ilumina con la linterna:

– Cuatro de abril: nueve botellas de vodka. Siete de abril: tres botellas de «Slibowitz». El 12 era tu cumpleaños; mala suerte. Deberías maldecir a tu madre por no haberte estrangulado en el momento de nacer. Bueno, así, pues, estábamos diciendo: 712 marcos y 13 pfennigs, 21 botellas de «Slibowitz», un litro de agua de rosas, 9 pipas, aguardiente danés, media caja de Dortmunder. Después, está el día 20, el aniversario de Hitler, día siniestro entre todos. No olvides que has sido miembro del partido.

– Sí, pero eso ha terminado -protestó Heide.

– No por tu culpa, sino porque te echaron -dijo Porta brutalmente-. No querían verte más. En el aniversario del señor Hitler sólo perdiste dinero: 3.412 reichsmarks y 12 pfennigs. Puedes añadir un ochenta por ciento. No conseguirás salir de ésta, Julius.

– ¡Debe de ser maravilloso saber escribir! -dijo Hermanito con admiración-. Sí fuese yo, pronto me haría rico. Me bastaría con cargarme a uno de esos tipos que se pasean con esos talonarios de cheques en el bolsillo. Los firmaría y ya sólo tendría que ir a buscar la pasta.

Nadie contestó. Hubiese resultado demasiado largo explicarle que el truco de los talonarios de cheques no era tan sencillo como imaginaba.

– Julius -prosiguio Porta-, sabes que soy buen compañero. Me doy cuenta de que tu deuda te pesa. Quisiera saldarla.

– ¿La anulas?

A Heide le costó trabajo creerlo.

– Exactamente -afirmó Porta, sonriendo con astucia.

– ¡Vosotros sois testigos! -berreó Heide, cada más nervioso.

– Calma, calma -interrumpió Porta, secamente, para enfriar el entusiasmo de Heide-. Primero, he aquí mis condiciones. Me das tres piezas de sábanas. Las que tienes escondidas en la habitación de la Escoba. Y quiero también las dos barricas de arenques holandeses que tú y la Salchicha habéis dejado en casa del dentista, en la Hein Hoyer Strasse.

La sorpresa de Heide fue enorme. Su cerebro dejó de funcionar. Aspiraba las palabras de Porta.

– ¡Maldición! ¿Cómo lo sabes?

Los ojillos porcinos de Porta brillaban. ¡De modo que era cierto! Se sentía lo bastante seguro de sí mismo para aprovechar más su ventaja:

– Aún se más de lo que imaginas.

– ¿También las alfombras de la Paulinen Platz?

– Desde luego -respondió Porta secamente-. Me las das también. Después, anulo tu deuda y cierro los ojos respecto a lo demás.

Era un golpe arriesgado, pero tenía la suerte de cara.

– ¿No intentarás sonsacarme?

Heide permanecía en guardia.

– Palabra de honor -prometió Porta, levantando tres dedos en el aire.

– Tu palabra me la meto donde yo sé. Dame un recibo para los arenques, las sábanas y quinientas veinticinco alfombras de lana.

– He dicho todas las alfombras -insistió Porta.

– ¡Exageras un poco! -aulló Heide-. ¡Ochocientas alfombras! ¿Te das cuenta de que representan mucho más de lo que te debo?

– Olvidas mi discreción, que cuesta cara. También podría ir a buscar los artículos, en vez de perder el tiempo discutiendo contigo.

– ¿No pensarás denunciarme? -preguntó Julius Heide, indignado.

– Ya lo creo que sí, si valiera la pena. No hemos olvidado la historia del campesino [22].

– Esto es, ponte sentimental -gruñó Heide-. Pero voy a decirte una cosa. Los arenques y las alfombras queman los dedos, y yo no sé nada si te atrapan.

– No te preocupes -dijo Porta-. Ese día iremos juntos a chirona. Cogidos de la mano, como los dos buenos amigos que somos.

– ¿Por qué?

– Verdaderamente, eres obtuso -replicó Porta, riendo-. Vas a buscarme las alfombras y me las revendes. Yo sólo estoy aquí para cobrar o para controlar, si lo prefieres.

– No tienes un pelo de tonto, pero no te imagines que conseguirás un átomo de lo que queda.

– Ya veremos.

– ¡Jamás! -gritó Heide-. Yo también sé cosas tuyas. Tengo un amigo que es comandante responsable en el almacén de las SS. Me ha explicado que buscaban a un ladrón que había birlado cascos de acero. En Fuhlsbüttel hay un calabozo preparado con todo lo necesario.

– ¿Y a mí qué me importa todo eso?

Porta no se dejaba impresionar.

– ¡Es a ti a quien buscan! -chilló Heide, acusador.

– Callaos -dije-. Despertaréis a todo el mundo.

– Si sigues metiéndote en mis asuntos -amenazó Heide-, irás a partir piedras a Torgau, Herr Obergefreiter Joseph Porta.

Hermanito puso término a la discusión. Miró a su alrededor, y dijo con aire misterioso:

– Cuando Leopold haya estirado la pata, me atiborraré de salchichas. Con «Slibowitz».

Heide asintió con la cabeza.

– Leopold y sus colegas pueden sentirse orgullosos. Su trabajo es de primera clase. Han hecho de nosotros lo que han querido. Unos tipos temerarios. Acero Krupp.

– El acero Krupp es mantequilla en comparación conmigo -dijo Hermanito, pegando un puñetazo contra la pared de hormigón.

Ésta se agrietó. Era como si la hubiese golpeado con un martillo. De todos nosotros, él era el más fuerte. Podía partir un ladrillo en dos. Había desnucado a una vaca propinándole un golpe con el canto de la mano. También Porta podía romper un ladrillo, pero necesitaba dos golpes. Steiner se despellejó horriblemente la mano cuando lo intentó. Pero, después, se había ejercitado mientras la llevaba enyesada, y ahora conseguía hacerlo con bastante facilidad.

Todo el mundo era capaz de romper el mango de una pala. Por el momento, Hermanito hacía prácticas con una barra de hierro.

Fue un soldado mogol quien nos enseñó aquel golpe. De uno solo envió a Hermanito al suelo. Justo entre los ojos. Quedamos tan atónitos que le ofrecimos la libertad si quería enseñarnos el truco. Lo hizo en seis semanas. Le entregamos un uniforme alemán y nos lo llevamos con nosotros.

Nos separamos la víspera de Navidad. Le vimos cómo atravesaba las líneas corriendo. Estábamos algo tristes, porque era un buen tipo. Después, le olvidamos.

Se oyó un ruido de pasos que se acercaban. Aguzamos el oído. Parecían los de un soldado.

– ¿Quién será? -preguntó Porta-. Ve a ver, Hermanito.

Haciendo más ruido del necesario, Hermanito salió del refugio.

30
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