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Según cuentan los que lo trataron, Mishima era un hombre de gran simpatía y con sentido del humor, muy activo, aunque su risa resultaba bestial y estridente y la prodigaba en exceso. Sus relaciones con las mujeres fueron más bien escasas, excepción hecha de su abuela (que prácticamente lo secuestró en la infancia para desesperación de la nuera), su madre, su hermana, su mujer y su hija, el elemento femenino imprescindible hasta para los más misóginos. Si se casó fue por una falsa alarma: se creyó que su madre iba a morir pronto de cáncer, y Mishima pensó en hacerle como último obsequio su matrimonio: ella moriría más tranquila suponiendo asegurada la descendencia. El cáncer resultó una fantasmagoría y la madre sobreviviría al hijo, pero para cuando lo primero se supo Mishima ya se había desposado con Yoko Sugiyama, joven de buena familia que, es de suponer, cumplió con los seis requisitos previos impuestos por el novio a los casamenteros, a saber: la novia no debía ser ni una marisabidilla ni una cazafamosos; debía querer casarse con el ciudadano particular Kimitake Hiraoka (su verdadero nombre), no con el escritor Yukio Mishima; no debía ser más alta que su marido, ni siquiera con tacones; debía ser bonita y con la cara redondeada; debía prestarse a cuidar de sus suegros y ser capaz de llevar la casa; por último, no debía molestar a Mishima mientras éste trabajara. La verdad es que poco más se ha sabido de ella después de la boda, aunque los hagiógrafos del escritor (entre ellos la tan babeante como luego babeada Marguerite Yourcenar) cuentan con fervor cómo Mishima llevaba frecuentemente a Yoko en sus viajes al extranjero, lo cual no era la costumbre entre los japoneses de su tiempo. Con eso, en opinión de Yourcenar y otros, parece haber cumplido: al fin y al cabo, podía perfectamente haberla dejado en casa.

Fue en el último periodo de su vida cuando Mishima creó la organización paramilitar Tatenokai, a la que gustaba referirse por sus siglas en inglés, SS (Shield Society o Sociedad del Escudo). Se trataba de un pequeño ejército de cien hombres, tolerado y fomentado por las Fuerzas Armadas japonesas. Los cien eran sobre todo estudiantes y admiradores incondicionales, devotos todos del Emperador y del Japón más rancio. Durante un tiempo se limitaron a hacer acampadas, ejercicios tácticos, maniobras pseudomilitares y a abrirse la piel para entremezclar y beber sus sangres. Su primera y última acción verdadera tuvo lugar el 25 de noviembre de 1970, cuando Mishima y cuatro acólitos se presentaron con sus uniformes amarillentos en la base de Ichigaya, en Tokyo. Allí tenían cita con el general Mashita, al que iban a cumplimentar y a mostrar una valiosa espada antigua de samurai, en posesión de Mishima y sin duda muy digna de verse. Una vez en el despacho del general, los cinco falsos soldados maniataron a éste, se hicieron fuertes con sus armas blancas y exigieron que las tropas se concentraran ante el balcón para escuchar una arenga de Mishima. Algunos oficiales desarmados (el Ejército japonés tiene prohibido el uso de las armas contra civiles) intentaron reducirlos y se llevaron unos cuantos sablazos (a un sargento Mishima casi le cortó la mano). Cuando por fin pudo dirigirse a las tropas, el discurso de Mishima no fue muy bien recibido: los soldados le interrumpían continuamente gritándole barbaridades como «¡Bésate el culo!», o bien Bakayaro!, de difícil traducción, aunque al parecer lo más aproximado sería «¡A joder a tu madre!» (hay quien, sin embargo, le da sólo un valor equivalente a «tarugo»).

Las cosas no salieron del todo como había planeado. Entró de nuevo en el despacho y se preparó para el harakiri. A su hombre de confianza y posible amante, Masakatsu Morita, le había pedido que lo decapitara con la valiosa espada en cuanto él se hubiera abierto las tripas, sin dejarlo sufrir demasiado. Pero Morita (que también iba a hacerse el harakiriluego) falló el golpe nada menos que tres veces, rajándole los hombros, la espalda, el cuello, pero sin acertar con la cabeza. Otro de los acólitos, Furu Koga, más ducho o menos nervioso, le arrebató la espada y se encargó de la decapitación. Luego hizo lo propio con Morita, quien, falto de fuerzas desde el principio, sólo logró hacerse un arañazo en el estómago con la daga. Las cabezas quedaron sobre la alfombra. Mishima tenía cuarenta y cinco años, y se dice que, siempre teatral, esa misma mañana había entregado al editor su última novela. En una ocasión había dicho del harakirique era «la masturbación definitiva». Su padre se enteró de lo ocurrido por la televisión: al oír la noticia del asalto a Ichigaya pensó: «Ahora tendré que ir a pedir disculpas a la policía y demás. ¡Vaya lata!». Luego oyó el resto, harakiriy decapitación, y confesó más tarde: «No me sentí muy sorprendido: mi cerebro rechazaba la información».

Laurence Steme en la despedida

Aunque procedente de una buena familia en su conjunto, con arzobispo incluido entre los antepasados, a Laurence Steme le tocó ser el hijo de uno de sus miembros más desafortunados, Roger, quien habiendo elegido la carrera de las armas, no llegó a ser más que abanderado. Viajaba sin cesar con su maltrecho regimiento, acompañado de su mujer y de los variables niños que iban teniendo: variables porque unos nacían y otros morían, siendo Laurence, que vio la luz en Irlanda, uno de los pocos permanentes. Su padre, por tanto, apenas le dejó nada más que el innegable sentido del humor que poseía y demostró hasta el fin: durante el asedio de Gibraltar de 1731 se enzarzó en un duelo con un camarada, motivado al parecer por una absurda disputa acerca de un ganso. El capitán Philips y Roger Sterne se batieron en una habitación, y el primero ensartó al segundo con tanta fuerza que no sólo lo atravesó de parte a parte, sino que dejó la punta de su sable clavada en la pared. Haciendo gala de una muy notable presencia de ánimo, el pobre abanderado le rogó con gran cortesía que antes de retirar el instrumento tuviera la gentileza de limpiar el yeso que pudiera haberse adherido a la punta, ya que le resultaría sumamente desagradable verlo introducido en su sistema. Sobrevivió unos pocos meses al lance, los suficientes para ser destinado a Jamaica, donde murió a causa de unas fiebres que no toleró su quebrantado esqueleto. Laurence tenía entonces diecisiete años.

Con la ayuda de parientes más adinerados, cursó sus estudios en Cambridge y entró en la iglesia, no tanto por devoción cuanto por tradición y conveniencia, y durante muchos años llevó una vida modesta y anónima como vicario en Yorkshire. Se casó con una mujer más bien fea, Elizabeth Lumley, a la que no obstante tardó en conquistar dos años, y ante las noticias (falsas) de que se había desposado con una heredera, su madre, que se había ocupado poco de él y vivía en Irlanda, intentó que ahora se ocupara él de ella, con poco éxito, dicho sea de paso. La verdad es que los medios del hijo eran escasos, lo cual no le impedía llevar una vida divertida, sobre todo durante las temporadas que pasaba en Skelton Castle (rebautizado por sus frecuentadores como Crazy Castle), propiedad de su indolente y acaudalado amigo John Hall-Stevenson. En imitación provinciana de los «monjes» de la Abadía de Medmenham, un grupo de aristócratas famosos entonces por sus escándalos en el sur de Inglaterra, crearon el Club de los Demoniacos. Este club era aún más inocuo que su modelo y quizá por eso duró más, ya que los «monjes» de Medmenham se disolvieron al poco, cuando uno de sus miembros, en plena misa negra, tuvo la azarosa idea de soltar a un babuino que, con gran espanto de los presentes, saltó sobre los hombros del celebrante, Lord Sandwich, y fue tomado por el mismo Diablo que para horror de todos se había dignado por fin visitarlos. Los Demoniacos de Sterne y Hall-Stevenson, en cambio, se limitaban a beber borgoña, tocar instrumentos (Sterne el violín preferentemente) y bailar zarabandas. El pasatiempo favorito del alegre vicario y su perezoso amigo era, con todo, llegarse hasta Saltburn y hacer allí carreras de carros por la playa, con una rueda metida en las aguas del mar a lo largo de cinco millas.

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