Yukio Mishima en la muerte
La muerte de Yukio Mishima fue tan espectacular que casi ha logrado hacer olvidar las numerosas majaderías en que incurrió a lo largo de su vida, como si el constante exhibicionismo previo hubiera sido sólo la manera de asegurarse la atención en el momento culminante, el único que probablemente le interesaba de veras. Así hay que entenderlo, al menos, a raíz de su inveterada fascinación por la muerte violenta, que —si el muerto era joven y tenía buen cuerpo— consideraba la cumbre de la belleza. Bien es verdad que esta idea no era enteramente original suya, y menos aún en su país, el Japón, donde, como es sabido, ha habido siempre una apreciada tradición consistente en sacarse las entrañas con gran aparato y perder a continuación la cabeza de un solo tajo propinado por un amigo o un subordinado. En épocas no muy lejanas, al final de la Segunda Guerra Mundial, fueron no menos de quinientos los oficiales que se suicidaron (así como un buen puñado de civiles) para «responsabilizarse» de la derrota y «presentar disculpas al Emperador». Entre ellos se encontraba un amigo de Mishima, Zenmei Hasuda, quien antes de honrar «la cultura de mi nación, que es morir joven» y saltarse la tapa de los sesos, aún tuvo tiempo de asesinar a su inmediato superior por haber éste criticado al Emperador divino. Quizá se comprende que todavía veinticinco años después el Ejército japonés siguiera deprimido, vendido y sin capacidad de reacción, según las acusaciones del propio Mishima.
Su deseo de muerte, nacido a temprana edad, no era sin embargo indiscriminado, y si bien puede entenderse su terror a ser envenenado, ya que la definición por este procedimiento difícilmente podía ser «bella», resulta menos explicable que cuando con veinte años fue llamado a filas, en 1945, aprovechara la momentánea fiebre de un proceso gripal para mentir al médico militar que le hizo el reconocimiento y presentarle tal historial de síntomas ficticios que propició un erróneo diagnóstico de tuberculosis incipiente y lo libró del servicio. No es que Mishima no fuera consciente de lo que eso suponía para la veracidad de sus ideales: antes al contrario, en su famosa novela autobiográfica Confesiones de una m á scarase preguntó larga y vanidosamente al respecto. Como no podía ser menos en un hombre de considerable astucia, al final encontró una justificación estética para haber evitado lo que en principio deseaba tanto (a saber, «Lo que quería era morir entre desconocidos, sin intromisiones, bajo un cielo sin nubes...»), y concluyó que «en lugar de eso, prefería con mucho pensar en mí mismo como en alguien que había sido abandonado hasta por la Muerte... Me deleitaba imaginando los curiosos dolores de alguien que quería morir pero a quien la Muerte había rechazado. El grado de placer mental que así obtenía parecía casi inmoral». Sea como fuera, lo cierto es que Mishima no padeció grandes ni curiosos dolores hasta el día de su verdadera muerte, lo cual quiere decir que cuando le llegó la prueba tenía sus fuerzas y su determinación intactas gracias a la ignorancia. Con anterioridad, en cambio, su pavor a ser envenenado era tan obsesivo que cuando iba al restaurante sólo pedía platos poco aptos para la ponzoña y luego se lavaba los dientes frenéticamente con sifón o soda.
Todo esto no le impidió fantasear cuanto quiso, no sólo sobre su propia supresión erótica (esto es, violenta), sino sobre la de muchos otros entes de ficción, todos ellos muy bien parecidos: «El arma de mi imaginación mató a muchos soldados griegos, a muchos esclavos blancos de Arabia, príncipes de tribus salvajes, ascensoristas de hoteles, camareros, jóvenes matones, oficiales del ejército, trotamundos circenses... Besaba los labios de los que habían caído y aún se movían espasmódicamente». Como es natural, tampoco se privó de ensoñaciones caníbales, de las cuales hizo predilecto objeto a un compañero de colegio bastante atlético: «Le clavaba el tenedor directamente en el corazón. Un chorro de sangre me golpeaba de lleno el rostro. Con el cuchillo en la mano derecha, empezaba a cortar la carne del pecho, suavemente, ligeramente al principio...». Hay que dar por sentado que en estas figuraciones alimenticias desaparecía el temor a ser envenenado, lo cual sin duda era una suerte.
Esta fascinación erótica por los viriles cuerpos torturados, despedazados, despellejados, trinchados o asaeteados marcó a Mishima desde la adolescencia. Fue un escritor lo bastante impúdico para poner a la posteridad al tanto de sus eyaculaciones, por lo que hay que colegir que les otorgaba extremada importancia; y así, no nos queda más remedio que estar enterados de que su primera eyaculación la tuvo contemplando una reproducción del torso de San Sebastián que pintó Guido Reni con unas cuantas flechas horadándolo. No es de extrañar, por tanto, que cuando ya adulto le dio por hacerse fotografías artístico-musculares, Mishima se representara en una de ellas con el mismo atuendo, es decir, un pañolón atado a la cintura y un par de saetas hincadas en los costados, los brazos en alto y las muñecas atadas por cuerdas. Este último detalle no carece de trascendencia, habida cuenta de que la imagen preferida de sus masturbaciones (de las que asimismo tuvo a bien dejar constancia) eran las axilas muy pobladas y es de temer que malolientes. Esa célebre fotografía, así pues, debió de prestar considerables servicios a su narcisismo.
No menos cómicos resultan otros retratos que legó a los entusiastas más infantiles del sexo de calendario: Mishima observándose el aún escuálido pecho ante un gran espejo, Mishima con mirada pirómana y una rosa blanca entre los dientes, Mishima haciendo pesas para procurarse unos bíceps decentes; Mishima semidesnudo y metiendo estómago, con una cinta en el pelo y espada de samurai en las manos, la cara al borde de una falsa apoplejía; Mishima con uniforme paramilitar, sorprendentemente discreto para tratarse de un modelo ideado por él mismo para su ejército privado, el Tatenokai. También hizo algunos papeles en películas propias o de tres al cuarto, de yakuza o gangsters japoneses; grabó canciones, y un disco en el que interpretaba a los cuarenta personajes de una de sus obras de teatro. Su imagen le preocupaba hasta el punto de lograr que en las fotos en las que aparecía junto a hombres mucho más altos que él, fuera él quien pareciera un gigante.
No debe inferirse, no obstante, que Yukio Mishima se pasara la vida ocupado en estos folklorismos y zarandajas. Tenía necesariamente que escribir sin parar, ya que a su muerte dejó más de cien títulos, y se sabe que uno de ellos, de ochenta páginas, lo redactó durante un encierro de tan sólo tres días en un hotel de Tokyo. A esta actividad hay que añadir la de su promoción en el extranjero, que lo llevó a hacer numerosos viajes a Europa y América y a preparar una cuidadosa y frustrada escenificación cuando en 1967 se rumoreó que el Premio Nobel iba a recaer en un autor japonés por vez primera. Hizo coincidir su regreso de un periplo con la fecha en que debía anunciarse el fallo y alquiló una lujosa habitación en un hotel céntrico. Pero cuando aterrizó el avión y él salió antes que nadie con una enorme sonrisa, se encontró con un aeropuerto alicaído, ya que el galardonado había sido un molesto escritor guatemalteco. Un año después su depresión aumentó: el Nobel fue por fin al Japón, pero a manos de su amigo y maestro Yasunari Kawabata. Mishima hizo gala de reflejos: salió corriendo a casa de Kawabata para ser el primero en felicitarlo y por lo menos aparecer en las fotos. No hace falta decir que Mishima se consideraba no sólo digno del Nobel, sino —sin más— un genio. «Quiero identificar mi propia obra literaria con Dios», le dijo una vez a un fanático de la extrema derecha, posiblemente acostumbrado a los delirios de grandeza.