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El primer escrito de Steme fue un sarcástico panfleto local, provocado por unas fuertes querellas político-vecinales con un ridículo partero de York. El inesperado éxito fue tal que sólo entonces se le ocurrió la posibilidad de hacer una obra destinada a la publicación, su incomparable Tristram Shandy. Esta actividad tardía no quita para que con anterioridad Sterne hubiera tenido enorme interés no sólo por la literatura (con adoración por Cervantes, Rabelais, Luciano, Montaigne y Robert Burton, a los que plagió aquí y allá confesa y descaradamente), sino por toda suerte de libros extravagantes: en su biblioteca lo mismo había tratados de fortificación que de obstetricia, estudios sobre las narices largas o una de sus obras predilectas, Le Moyen de parvenir, del canónigo de Tours Béroalde de Verville.

En todo caso su existencia cambió a raíz de la aparición e insospechado éxito de los dos primeros volúmenes de Tristram Shandy: con cuarenta y seis años, Sterne empezó a llevar la vida que más podía complacerle, una vida de diversión y agasajos. A partir de entonces sus visitas a Londres fueron frecuentes, y allí hizo inmediata amistad con algunos de los personajes más influyentes de la época, sobre todo con el príncipe de los actores, David Garrick, y con el pintor Reynolds, que se tomó la molestia de retratarlo tres veces con su alargada figura, aunque el último de los cuadros quedó inacabado. La curiosidad por aquel ingenio era inmensa, todo el mundo quería conocerlo y Sterne se dejó conocer, con el asombroso resultado de que de él hablaban bien muchos y nadie mal. Sterne, según parece, no sólo era un hombre excepcionalmente divertido, capaz de hacer bromas y digresiones sobre cualquier asunto, lo conociera o no, sino que además su espíritu era cordial y amable. Eso no le impedía, sin embargo, enfadarse cuando sus chanzas no eran comprendidas o disfrutadas ni enfrentarse a los idiotas solemnes con un sarcasmo suave que sólo hería cuando ya era demasiado tarde para que la reacción del burlado llegara en caliente. Cenó hasta con el Duque de York, hermano del Príncipe de Gales, y quizá no es de extrañar que ese Duque deseara su compañía amena, si tenemos en cuenta cómo murió, unos años después en Francia, a causa de un fuerte resfriado cogido por pasarse bailando la noche entera y la consiguiente fiebre. La fama de Sterne llegó a tal punto que recibió en su casa una carta en cuyo sobre podía leerse sólo «Tristram Shandy, Europa».

Sin embargo, no todo el mundo gustó de la novela ni de la persona, y entre los más desdeñosos estuvo Horace Walpole, el hombre al que Madame du Deffand tanto quiso. Tal vez por ese motivo Sterne no visitó su salón cuando viajó a París en diversas ocasiones, pero sí el de su rival Julie de Lespinasse y el no menos célebre del Barón d'Holbach, donde hizo gran amistad con Diderot, a quien enviaba libros ingleses. La primera vez que cruzó el Canal lo hizo, según sus propias palabras, «en una carrera con la Muerte» de la que saldría victorioso en aquella primera etapa: su salud no fue nunca muy buena, y, enfermo de tuberculosis, padecía frecuentes hemorragias que una y otra vez lo ponían al borde de la despedida. Puede que también huyera un poco de Inglaterra, como han hecho tantos de sus compatriotas mejores: el eminente y poderoso Doctor Johnson le había vuelto la espalda, no sólo por sus escritos, que despreciaba, sino porque en una reunión en casa de Reynolds Sterne se había atrevido a sacar en su presencia «un dibujo demasiado indecente y grosero para haber deleitado a un burdel». Quizá no debe sorprender, por tanto, que mientras Sterne estaba en París corrieran en Londres nuevas sobre su muerte, hasta el extremo de que se publicaron necrológicas y en la aldea de Coxwold, donde entonces vivía cuando no se hallaba en la capital, sus parroquianos lo lloraron debidamente. Unas semanas después Sterne se limitó a comentar que la noticia era «prematura». En el continente, en cambio, se ganaba la admiración de Voltaire, asistía a las representaciones de la Comedie Française (que le aburrían) y a los sermones del predicador privado del rey de Polonia, sacerdote que al parecer superaba al mismísimo Garrick en sus interpretaciones. También daba largos paseos llamando la atención con su larga figura vestida de negro y su nariz también larga, y se sabe que en una ocasión obligó a una muchedumbre que lo seguía a arrodillarse con él en el Pont-Neuf ante la estatua de Enrique IV.

De sus periplos por el continente habló en su obra maestra, Viaje sentimental por Francia e Italia, y tanto gusto tomaron los Sterne a esos países y a sus climas que su mujer Elizabeth y su hija Lydia se quedaron a vivir en el sur del primero, sancionando así de hecho la separación oficiosa entre los esposos. Más adelante un marqués francés, aspirante a yerno, le escribió comunicándole brevemente su amor por Lydia, para pasar a continuación a la pregunta fundamental: «¿Cuánto podéis darle a vuestra hija ahora y cuánto a vuestra muerte?». Sterne respondió: «Señor, le daré diez mil libras el día del casamiento. Mis cálculos son los siguientes: ella no ha cumplido los dieciocho, vos tenéis sesenta y dos, ahí van cinco mil; luego, señor, por lo menos no la juzgáis fea; ella tiene muchos talentos, habla italiano, francés, toca la guitarra; y como me temo que vos no tocáis ya instrumento de ninguna clase, creo que os contentaréis con tomarla según mis condiciones, pues aquí termina la cuenta de las diez mil libras». Sterne nunca perdía la calma, y cuando su casa de Yorkshire ardió en un incendio y se convirtió en cenizas, lo que más lo alteró no fue la pérdida, según dijo, «sino la extraña e inexplicable conducta de mi pobre y desdichado coadjutor, no por prenderle fuego a la casa, pues no lo acuso de eso, Dios lo sabe, ni a él ni a nadie; sino por prenderse a sí mismo una mecha en cuanto ocurrió, y salir escapado como Pablo hacia Tarso, temiendo una persecución por mi parte».

Y en efecto, se hace difícil imaginar a Sterne persiguiendo a nadie. Era un hombre bondadoso y ligero, que una vez quiso «heredar» los dos niños que dejaba a su muerte una viuda indigente, y que, a petición de un negro llamado Ignatius Sancho, incluyó en los más tardíos volúmenes de Tristram Shandyalgunas páginas contra el esclavismo. Él puso de moda en la sociedad de su tiempo ahuyentar suavemente a las moscas en vez de matarlas cuando molestaban, como hacía su personaje el tío Toby. Tuvo varios amoríos, y en una carta a la que fue el último y más idealizado, Eliza, mostraba humor en medio de la agonía que le iba ganando terreno: «Me voy», le escribió a modo de despedida (ella estaba con el marido en la India); pero al avanzar el día y no encontrarse tan mal, añadió: «Estoy un poco mejor, así que no partiré como había anunciado». Un conocido suyo describió su espíritu de este modo: «Todo adquiere el color de la rosa para ese feliz mortal; y lo que a otros se aparece oscuro y melancólico, para él presenta tan sólo un aspecto jovial y alegre. Su única búsqueda es el placer; pero no es como la mayoría, que no saben cómo disfrutarlo cuando está a su alcance; pues él bebe del cuenco hasta la última gota y aun así su sed no se sacia».

A juzgar por sus cartas, luchó hasta el final en aquella carrera que había emprendido en el Canal de la Mancha, años atrás. A una amiga le escribió: «Estoy enfermo, muy enfermo, y sin embargo siento mi Existencia con fuerza, y con ella algo parecido a la revelación, que me dice que no voy a morir, sino a vivir; y sin embargo cualquier otro hombre pondría su casa en orden». Poco antes de morir empezó a escribir un «romance» cómico, y en ello vio una ventaja: «Cuando muera, se pondrá mi nombre en la lista de esos héroes, que murieron bromeando», la lista que encabezaba Cervantes, seguido por Scarron y por su querido Verville. De ese «romance» no ha quedado nada, y finalmente Sterne perdió su carrera en Londres, a las cuatro de la tarde, el 18 de marzo de 1768, a la edad de cincuenta y cuatro años.

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