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Mi visita a su mesa fue breve, cruzamos unas pocas frases, Luisa me invitó a sentarme un momento con ellos, me disculpé aduciendo que se me esperaba en la mía, nada más falso, excepto para pagar la cuenta. Me presentó a su nuevo marido, no se acordaba de que en teoría él y yo nos habíamos visto en su casa, para ella él estaba en penumbra entonces. Ninguno le refrescamos la memoria, qué más daba, qué falta hacía. Díaz-Varela se había levantado casi al mismo tiempo que ella, nos dimos dos besos como es costumbre en España entre hombre y mujer desconocidos, cuando son presentados. La expresión de pavor se le había borrado, al ver que yo era discreta y me prestaba a la pantomima. Y entonces me miró también con simpatía, en silencio, con sus ojos rasgados y nebulosos y envolventes, difícilmente descifrables. Me miraron con simpatía, pero no me echaban de menos. No negaré que tuve la tentación de demorarme a pesar de todo, de no perderlo aún de vista, de entretenerme allí pálidamente. No me tocaba, no debía, cuanto más rato pasara en su compañía más podría detectar Luisa algún rastro, algún resto, algún rescoldo en mi mirada: se me iba hacia donde siempre, era algo inevitable y desde luego involuntario, no quería hacerle mal a ninguno.

—Tenemos que vernos un día, llámame, sigo viviendo en el mismo sitio —me dijo ella con cordialidad sincera, sin sospecha alguna. Era una de esas frases que se dicen las personas al despedirse y que olvidan una vez despedidas. No volvería yo a su memoria, sólo era una joven prudente a la que conocía de vista, más que nada, y de otra vida. Ni siquiera era ya joven.

A él preferí no acercarme por segunda vez. Tras los nuevos besos de rigor con ella, en seguida di dos pasos en dirección a mi mesa, mientras aún contestaba con la cabeza vuelta (‘Sí, claro, te llamo un día. No sabes cuánto me alegro de todo’), para quedar a un poco de distancia, y entonces le dije adiós con la mano. A los ojos de Luisa se lo decía a los dos, pero yo me estaba despidiendo de Javier, ahora sí, ahora definitivamente y de veras, porque él tenía a su mujer a su lado. Y mientras regresaba al tontaina mundo editorial que acababa de dejar, hacía sólo unos minutos —pero de repente me parecieron larguísimos—, pensé, como para justificarme: ‘Sí, yo no quiero ser su maldita flor de lis en el hombro, la que delata y señala e impide que desaparezca hasta el más antiguo delito; que la materia pasada sea muda y que las cosas se diluyan o escondan, que se callen y no cuenten ni traigan otras desgracias. Tampoco quiero ser como los malditos libros entre los que me paso la vida, cuyo tiempo se está quieto y acecha cerrado siempre, pidiendo que se lo destape para transcurrir de nuevo y relatar una vez más su vieja historia repetida. No quiero ser como esas voces escritas que a menudo parecen suspiros ahogados, gemidos lanzados por un mundo de cadáveres en medio del cual todos yacemos, en cuanto nos descuidamos. No está de más que algunos hechos civiles, si es que no la mayoría, se queden sin registrar, ignorados, como es la norma. El empeño de los hombres suele ser el contrario, sin embargo, aunque tantas veces fracasen: grabar a fuego esa flor de lis que perpetúe y acuse y condene, y acaso desencadene más crímenes. Seguramente ese habría sido también mi propósito con cualquier otra persona, o con él mismo, de no haberme enamorado tiempo atrás, estúpida y silenciosamente, y todavía quererlo hoy un poco, supongo, a pesar de todo y todo es mucho. Pasará, ya está pasando, por eso no me importa reconocérmelo. Vaya en mi descargo que acabo de verlo cuando no me lo esperaba, con buen aspecto y contento’. Y seguí pensando, mientras le daba la espalda y se alejaban ya de él para siempre mis pasos y mi bulto y mi sombra: ‘Sí, no pasa nada por reconocérmelo. Al fin y al cabo nadie me va a juzgar, ni hay testigos de mis pensamientos. Es verdad que cuando nos atrapa la tela de araña —entre el primer azar y el segundo— fantaseamos sin límites y a la vez nos conformamos con cualquier migaja, con oírlo a él —como a ese tiempo entre azares, es lo mismo—, con olerlo, con vislumbrarlo, con presentirlo, con que aún esté en nuestro horizonte y no haya desaparecido del todo, con que aún no se vea a lo lejos la polvareda de sus pies que van huyendo’.

Enero de 2011

Biografía

Javier Marías (Madrid, 1951) es autor de Los dominios del lobo, Travesía del horizonte, El monarca del tiempo, El siglo, El hombre sentimental(Premio Ennio Flaiano), Todas las almas(Premio Ciudad de Barcelona), Corazón tan blanco(Premio de la Crítica, Prix l’Oeil et la Lettre, IMPAC Dublin Literary Award), Mañana en la batalla piensa en mí(Premio Fastenrath, Premio Rómulo Gallegos, Prix Femina Étranger, Premio Mondello di Palermo), Negra espalda del tiempo, de los tres volúmenes de Tu rostro mañana: 1 Fiebre y lanza(Premio Salambó), 2 Baile y sueño, 3 Veneno y sombra y adiós,y de Los enamoramientos;de los relatos Mientras ellas duermeny Cuando fui mortal;de las semblanzas Vidas escritasy Miramientos;de la antología Cuentos únicos;de sendos homenajes a Faulkner y Nabokov y de catorce colecciones de artículos y ensayos. En 1997 recibió el Premio Nelly Sachs, en Dortmund; en 1998, el Premio Comunidad de Madrid; en 2000, los Premios Grinzane Cavour, en Turín, y Alberto Moravia, en Roma; en 2008, los Premios Alessio, en Turín, y José Donoso, en Chile; y en 2011, el Premio Nonino, en Udine, todos ellos por el conjunto de su obra. Entre sus traducciones destaca Tristram Shandy(Premio Nacional de Traducción 1979). Fue profesor en la Universidad de Oxford y en la Complutense de Madrid. Sus obras se han publicado en cuarenta lenguas y en cincuenta países, con seis millones de ejemplares vendidos en todo el mundo.

Es miembro de la Real Academia Española.

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