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‘Cinco horas en un quirófano’, pensé. ‘No es posible que tras cinco horas no detectaran una metástasis generalizada en todo el organismo, como dijo Javier que le había dicho Desvern.’ Y entonces creí ver claro —o más claro— que esa enfermedad nunca había existido, a no ser que el dato de las cinco horas fuera falso o erróneo, las noticias de los diarios no se ponían de acuerdo ni en el hospital al que había sido llevado el moribundo. Nada era concluyente, desde luego, y la versión de Ruibérriz no había desmentido la de Díaz-Varela, en todo caso. Tampoco eso significaba mucho, dependía de cuánta verdad le hubiera revelado éste al hacerle su sangriento encargo. Supongo que fue la irritación lo que me condujo a esa momentánea creencia —o duró más que un momento, fue un rato en el restaurante chino— de verlo ahora más claro (luego lo volví a ver más oscuro en mi casa, donde la pareja ya no estaba presente y Jacobo me aguardaba). Me fui irritando, yo creo, al comprobar que Javier se había salido con la suya, al descubrir que lo había logrado, tal como él había previsto. Al fin y al cabo le tenía algo de agravio, por mucho que jamás albergara esperanzas y que no pudiera culparlo de habérmelas dado falsas. No era indignación moral lo que sentía, tampoco afán justiciero, sino algo mucho más elemental, quizá mezquino. La justicia y la injusticia me traían sin cuidado. Sin duda me entraron celos retrospectivos, o fue despecho, me imagino que nadie está a salvo. ‘Míralos’, pensé, ‘ahí están al final de la paciencia y del tiempo: ella más o menos rehecha y contenta, él exultante, casados, olvidados de Deverne y de mí, yo ni siquiera fui un lastre. Está en mi mano arruinar ese matrimonio ahora mismo, y arruinarle a él la vida que se ha construido, como un usurpador, ese es el término. Bastaría con que me levantara y me acercara a su mesa y le dijera: “Vaya, al final lo conseguiste, quitar de en medio el obstáculo sin que ella haya sospechado”. No tendría que añadir nada más, ni dar ninguna explicación, ni contar la historia entera, me daría media vuelta y me iría. Sería suficiente con eso, con esas medias palabras, para sembrar el desconcierto en Luisa y que ella le pidiera cuentas muy arduas. Sí, es tan fácil introducirle la duda a cualquiera.’

Y, nada más pensar esto —pero estuve muchos minutos pensándolo, repitiéndomelo como una canción que se nos cuela, y así encendiéndome en silencio, con los ojos fijos en ellos, no sé cómo no los advirtieron, cómo no se sintieron quemados ni traspasados, mis ojos debían de ser como ascuas o como agujas—; nada más acabar de pensar esto, también sin quererlo o sin decidirlo, del mismo modo que no había querido hacer con la mano el gesto de tocarle a él los labios, me puse en pie sin soltar la servilleta y le dije a la novia del timador agasajado, la única para la que aún existía y que podría echarme en falta, si tardaba:

—Perdonad, ahora vuelvo.

En verdad no sabía qué intención me guiaba o esa intención fue cambiando a gran velocidad varias veces, mientras daba los pasos —uno, dos, tres— que separaban mi mesa de la suya. Sé que me vino a la cabeza esta idea fugaz, que necesita mucha más lentitud para expresarse, mientras caminaba sin darme cuenta —cuatro, cinco— de que llevaba mi servilleta arrugada y manchada en la mano: ‘Ella apenas me conoce y no tiene por qué identificarme hasta que yo me presente y se lo diga, tras tanto tiempo; para ella seré una desconocida que se aproxima. Es él quien me conoce bien y me reconocerá al instante, pero en teoría, a ojos de Luisa, tiene aún menos motivos para recordarme. En teoría él y yo nos hemos visto una sola vez y sin casi haber cruzado palabra, los dos de visita en casa de ella, una tarde hace más de dos años. Deberá fingir que ignora quién soy, lo contrario resultaría extraño en su caso. Así que también está en mi mano desenmascararlo en ese aspecto, las mujeres solemos percibir en seguida si otra mujer que se acerca a saludar a quien está con nosotras ha tenido con él una relación pasada. A menos que los dos disimulen a la perfección y no se delaten. Y a menos que nos equivoquemos, también es verdad que algunas tendemos a atribuirles a nuestras parejas multitud de amantes pretéritas, y que no siempre acertamos’.

Al avanzar —seis, siete, ocho, había que bordear alguna mesa y sortear a camareros chinos raudos, no era en línea recta el trayecto— los fui viendo mejor, y los vi contentos y tranquilos, enfrascados en su conversación, más bien ajenos a cuanto no fueran ellos. Sentí por Luisa, en algún paso, algo parecido a alegría, o tal vez a conformidad, o era a alivio. La última vez que la había visto, hacía ya tanto, me había inspirado gran lástima. Me había hablado del odio que no podía tenerle al gorrilla: ‘No, odiarlo no sirve, no consuela ni da fuerzas’, había dicho. Y del que tampoco le habría podido tener a un sicario recién llegado y abstracto, de haber sido uno de ellos el que hubiera matado a Deverne, por encargo. ‘Pero sí a los inductores’, había añadido, y me había leído parte de la definición de Covarrubias de ‘envidia’, fechada en 1611, lamentándose de que ni siquiera a eso pudiera achacarse la muerte de su marido: ‘Lo peor es que este veneno suele engendrarse en los pechos de los que nos son más amigos, y nosotros los tenemos por tales fiándonos dellos; y son más perjudiciales que los enemigos declarados’. Y justo después me había confesado: ‘Lo añoro sin parar, ¿sabes? Lo añoro al despertarme y al acostarme y al soñar y todo el día en medio, es como si lo llevara conmigo incesantemente, como si lo tuviera incorporado, es decir, en mi cuerpo’. Y entonces pensé, mientras ya me acercaba —nueve, diez—: ‘Ya no será así, se habrá librado de su cadáver, de su difunto, su espectro, que ha hecho bien, porque no ha vuelto. Tiene ahora a alguien enfrente y los dos podrán ocultarse mutuamente su destino, como hacen los enamorados según un verso que mal recuerdo, algo así dice ese verso antiguo que leí en mi adolescencia. Ya no estará su cama afligida, ni será ya luctuosa, en ella entrará un cuerpo vivo todas las noches, cuyo peso yo bien conozco, y era muy grato sentirlo’.

Vi que volvían la vista al dar yo los últimos pasos y notar ellos mi bulto o mi sombra —once, doce y trece—, él con pavor, como preguntándose: ‘¿Qué hace esta aquí? ¿De dónde sale? ¿Y a qué viene, a descubrirme?’. Pero ella no le vio esta expresión, porque me miraba ya a mí con simpatía, con una sonrisa sin reservas, muy amplia y cálida, como si me hubiera reconocido inmediatamente. Y así fue, porque exclamó:

—¡La Joven Prudente! —Era seguro que mi nombre no lo recordaba.

Se puso de pie en seguida para darme dos besos y casi abrazarme, y su amistosidad frenó en seco cualquier posible intención de decirle a Díaz-Varela nada que volviera a Luisa en su contra, o la llevara a mirarlo con desconfianza o estupefacción o asco, o a odiar al inductor como me había anunciado; nada que le arruinara a él la vida y por tanto también a ella de nuevo y que arruinara el matrimonio de ambos, se me había ocurrido hacer eso, poco antes. ‘¿Quién soy yo para perturbar el universo?’, pensé. ‘Aunque otros lo hagan, como este hombre que está aquí delante, finge no conocerme pese a que yo bien lo he querido y nunca le he hecho ningún daño. Pero que otros lo descompongan y lo zarandeen, y lo violenten de la peor manera, no me obliga a mí a seguir su ejemplo, ni siquiera con el pretexto de que yo, al revés que ellos, enderezaría un hecho torcido y castigaría a un posible culpable y haría un acto de justicia.’ Ya he dicho que la justicia y la injusticia me traían sin cuidado. Por qué habían de ser asunto mío, cuando si en algo tenía razón Díaz-Varela, lo mismo que el abogado Derville en su mundo de ficción y en su tiempo que no pasa y se está quieto, era en esto que me había dicho: ‘El número de crímenes impunes supera con creces el de los castigados; del de los ignorados y ocultos ya no hablemos, por fuerza ha de ser infinitamente mayor que el de los conocidos y registrados’. Y quizá también en esto otro: ‘Lo peor es que tantos individuos dispares de cualquier época y país, cada uno por su cuenta y riesgo, en principio no expuestos al contagio mutuo, separados unos de otros por kilómetros o años o siglos, cada uno con sus pensamientos y sus fines particulares, coincidan en tomar las mismas medidas de robo, estafa, asesinato o traición contra sus amigos, sus compañeros, sus hermanos, sus padres, sus hijos, sus maridos, sus mujeres o amantes de los que ya se quieren deshacer. Contra aquellos a los que probablemente más quisieron alguna vez. Los crímenes de la vida civil están dosificados y esparcidos, uno aquí, otro allá; al darse en forma de goteo parece que clamen menos al cielo y no levanten oleadas de protestas por incesante que sea su sucesión: cómo podría ser, si la sociedad convive con ellos y está impregnada de su carácter desde tiempo inmemorial’. Por qué habría yo de intervenir, o quizá es contravenir, qué remediaría con eso en el orden del universo. Por qué habría de denunciar uno suelto del que ni siquiera tenía absoluta constancia, nada era del todo seguro, la verdad siempre es maraña. Y si hubiera sido un auténtico crimen premeditado y a sangre fría, con el único fin de ocupar un lugar ya ocupado, el causante se encargaba, al menos, de dar consolación a la víctima, quiero decir a la víctima que permanecía viva, a la viuda de Miguel Desvern, empresario, al que ya no añoraría ella tanto: ni al despertarse ni al acostarse ni al soñar ni todo el día en medio. Lamentablemente o por suerte, los muertos están fijos como pinturas, no se mueven, no añaden nada, no dicen nada ni jamás responden. Y hacen mal en regresar, los que pueden. No podía Deverne, y más le valía.

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