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—Ya. ¿Y qué hay de Luisa, de la mujer de Deverne? ¿También será un acto de piedad que Javier la consuele?

Ruibérriz de Torres volvió a sorprenderse, o lo fingió de perlas.

—¿La mujer? ¿Qué pasa con ella? ¿De qué consuelo estás hablando? Claro que la ayudará, que la consolará en lo que pueda, como a los hijos. Es la viuda de su amigo, son sus huérfanos.

—Javier está enamorado de ella desde hace mucho. O se ha empeñado en estarlo, da lo mismo. Para él ha sido providencial, quitar de en medio al marido. Se querían mucho, ese matrimonio. No habría tenido la menor posibilidad, con él vivo. Ahora sí, tiene algunas. Con paciencia, poco a poco. Estando cerca.

Ruibérriz recuperó la sonrisa un instante, sin fuerza. Fue una media sonrisa conmiserativa, como si le diera pena lo descaminada que andaba, lo inocente que era, lo poco que entendía a quien había sido amante mío.

—Qué dices —me contestó con desdén—. Jamás me ha dicho una palabra de eso, ni yo se lo he notado. No te engañes, o no te consueles tú pensando que si ha terminado contigo es porque quiere a otra. Y hasta ese punto, es ridículo. Javier no es de los que se enamoran de nadie, menudo es, lo conozco desde hace años. ¿Por qué te crees que nunca se ha casado? —Forzó una carcajada breve que pretendió ser sarcástica—. Con paciencia, dices. Él ni sabe lo que es eso, con las mujeres. Por eso sigue soltero, entre otras razones. —Hizo un gesto de descarte con la mano—. Vaya disparate, no tienes ni idea. —Y sin embargo se quedó pensativo de nuevo, o haciendo memoria. Qué fácil es introducirle la duda a cualquiera.

Sí, lo más probable era que Díaz-Varela nunca le hubiera contado nada, sobre todo si lo había engañado. Recordé que al mencionar a Luisa en la conversación que yo había espiado, no se había referido a ella por su nombre. Ante Ruibérriz yo había sido ‘una tía’, pero ella había sido a su vez ‘la mujer’, nada más que eso, en el indudable sentido de esposa. Como si no le fuera alguien muy próximo. Como si estuviera condenada a ser sólo eso, la mujer de su amigo. Tampoco habría coincidido nunca Ruibérriz con los dos juntos, de modo que no había podido saltarle a la vista lo que para mí había resultado patente desde el primer momento, aquella tarde en casa de Luisa. Supuse que el Profesor Rico también lo habría advertido, aunque quién sabía, parecía demasiado pendiente de sus propias causas para reparar en el exterior, un distraído. No quise insistir. Ruibérriz tenía otra vez la mirada abstraída, o reconcentrada. No había más que hablar. Él había abandonado su cortejo, seguramente real en todo caso, buen chasco se había llevado. Yo no iba a sacar nada en limpio, y además no me importaba. Acababa de desentenderme, por lo menos hasta otro día, u otro siglo.

—¿Qué te pasó en México? —le pregunté de pronto, por sacarlo de su estupor relativo, por animarlo. Me percaté de que no sería difícil cogerle simpatía. No habría lugar, no tenía intención de volverlo a ver en la vida, lo mismo que a Díaz-Varela, lo mismo que a Luisa Alday, que a todos ellos. Esperaba que la editorial no le contratara un libro a Rico.

—¿En México? ¿Cómo sabes que me pasó algo en México? —Esa sí que fue para él una sorpresa mayúscula, era imposible que se acordara—. Ni siquiera Javier conoce la historia entera.

—Te lo oí decir en su casa, cuando escuchaba detrás de la puerta. Que allí habías tenido algún problema, hacía tiempo. Que allí se te buscaba, o que estabas fichado, algo así dijiste.

—Caramba, sí que oíste, entonces. —Y en seguida añadió, como si le urgiera aclarar algo que yo aún desconocía—: Tampoco eso fue un asesinato, para nada. Pura defensa propia, o él o yo. Además, yo tenía sólo veintidós años... —Se interrumpió, dándose cuenta de que estaba contando demasiado, de que en realidad aún hacía memoria o hablaba consigo mismo, sólo que en voz alta y ante un testigo. Le había hecho mella mi comentario, que a la muerte de Desvern la hubiera llamado asesinato.

Me sobresalté. Nunca se me habría ocurrido que tuviera otro cadáver a sus espaldas, hubiera sido como hubiera sido. Me parecía un truhán normal, más bien incapaz de delitos de sangre. Lo de Deverne lo había visto como una excepción, como algo a lo que se habría sentido obligado, y al fin y al cabo él no había empuñado el arma, también había delegado, un poco menos que Díaz-Varela.

—Yo no he dicho nada —le respondí rápidamente—. Sólo te he preguntado, no sé de qué me estás hablando. Pero casi prefiero no saberlo, si hubo otro muerto por medio. Dejémoslo. Ya se ve que no hay que hacer nunca preguntas. —Miré el reloj. De repente me sentí muy incómoda por estar sentada donde solía sentarse Desvern, hablando con su ejecutor indirecto—. Además, tengo que irme, ya es muy tarde.

No hizo caso de mis últimas palabras, seguía rumiando. Le había metido la duda, confiaba en que no fuera ahora a interrogar a Díaz-Varela respecto a Luisa, a pedirle cuentas, y que eso diera pie a que aquél me llamara otra vez, qué sé yo, para abroncarme. O bien estaba Ruibérriz rememorando lo sucedido en México hacía siglos, era evidente que aún le pesaba.

—Fue por culpa de Elvis Presley, ¿sabes? —dijo al cabo de unos segundos, en otro tono, como si hubiera visto de pronto un último recurso para impresionarme y no irse enteramente de balde. Lo dijo muy serio.

Yo me reí un poco, no pude evitarlo.

—¿Quieres decir de Elvis Presley en persona?

—Sí, trabajé con él durante unos diez días, durante el rodaje de una película en México.

Ahora sí que solté una carcajada abierta, pese a lo sombrío de todo el contexto.

—Ya —dije aún riéndome—. ¿Y también sabes en qué isla vive, como sostienen sus devotos? ¿Y con quién está por fin escondido, con Marilyn Monroe o con Michael Jackson?

Se molestó, me lanzó una mirada cortante. Se molestó de veras, porque me dijo:

—Tú eres gilipollas, tía. ¿No te lo crees? Trabajé con él, y me metió en un buen lío.

Se había puesto más serio que en ningún otro momento. Se había picado, se había enfadado. Aquello no podía ser verdad, sonaba a fantasmada, a delirio; pero estaba claro que se lo tomaba a pecho. Di marcha atrás como pude.

—Bueno, bueno, usted perdone, no quería ofenderlo. Pero es que suena un poco increíble, ¿no?, te haces cargo. —Y añadí, para cambiar de tema sin abandonarlo bruscamente, sin emprender una retirada que lo llevara a pensar que lo daba por imposible o lo consideraba un chiflado—: Oye, ¿pues qué edad tienes, entonces, si trabajaste con el Rey nada menos? Murió hace la tira de años, ¿no? ¿Cincuenta? —Se me seguía escapando la risa, fui capaz de contenerla, por suerte.

Noté en seguida que recuperaba algo de su coquetería. Pero aún me riñó, primero.

—No te pases. El próximo 16 de agosto hará treinta y cuatro, creo. No creo que más. —Se lo sabía con exactitud, debía de ser un devoto en toda regla —.A ver, ¿cuántos me echas?

Quise ser amable, para desagraviarlo. Sin exagerar, para no adularlo.

—No sé. ¿Cincuenta y cinco?

Sonrió complacido, como si se le hubiera olvidado ya la ofensa. Sonrió tanto que el labio superior se le disparó una vez más hacia arriba, descubriendo sus dientes blancos y rectangulares y sanos, y sus encías.

—Pon diez más, por lo menos —contestó satisfecho—. Qué, ¿cómo te quedas?

Sí que se conservaba bien, entonces. Tenía algo infantil, por eso resultaba fácil cogerle simpatía. Probablemente era otra víctima de Díaz-Varela, en el que ya me iba acostumbrando a pensar no por su nombre, tantas veces dicho y susurrado a su oído, sino por su apellido. Eso es también infantil, pero sirve para distanciarse de aquellos a quienes se ha querido.

Fue a partir de entonces cuando el proceso de atenuación empezó de veras, tras el primer acto de desentendimiento, tras pensar por primera vez —o sin llegar a pensarlo, quizá no tenga que ver con la mente sino con el ánimo, o con el mero aliento—: ‘En realidad a mí qué me importa, qué se me da todo esto’. Eso está al alcance de cualquiera siempre, ante cualquier hecho por cercano y grave que sea, y quienes no se sacuden los hechos es porque en el fondo no quieren, porque se alimentan de ellos y descubren que dan algún sentido a sus vidas, lo mismo que quienes cargan gustosos con el tenaz lastre de los muertos, dispuestos todos a merodear a poco que se los retenga, aspirantes todos a Chaberts pese a los sinsabores y las negaciones y los torcidos gestos con que se los recibe si se atreven a volver del todo.

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