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—¿Ah, no? ¿Y cómo has sabido dónde trabajo? No me vengas con que pasabas por aquí casualmente. Te he visto cómo esperabas. ¿Desde qué hora estabas ahí? El día está frío para aguantar en la calle, muchas molestias para venir por tu cuenta, y tampoco soy para tanto. Cuando Javier nos presentó ni siquiera dijo mi apellido. Ya me dirás cómo me has localizado con tanta precisión, si no te ha enviado. ¿Qué quiere saber, si le he creído su historia de amistad y sacrificio?

Ruibérriz interrumpió lentamente una de sus sonrisas; o mejor dicho su sonrisa, la verdad es que en ningún instante la abandonaba, a buen seguro también consideraba un activo su relampagueante dentadura a lo Gassman, el parecido con ese actor era notable y contribuía a hacerlo simpático. O no fue lentamente, sino que el labio superior doblado hacia arriba se le quedó enganchado o pegado a la encía, eso pasa cuando falta saliva, y tardó en liberarlo más de la cuenta. Debió de ser eso, porque hizo unos gestos de roedor, un poco raros.

—Sí, no dijo tu apellido entonces —contestó con expresión de extrañeza por mi reacción—, pero luego hablamos de ti por teléfono, y se le escaparon los suficientes datos para que no me costara ni diez minutos dar contigo. No me subestimes. Investigar no se me da mal, tampoco carezco de contactos, y hoy en día, con Internet y Facebook y todo eso, no hay quien se escurra en cuanto se conoce un detalle. ¿Es que no te cabe en la cabeza que desde que te vi aparecer me gustaras un huevo? Vamos, vamos. Me gustas mogollón, María, ya lo notas. También hoy, pese a encontrarte en circunstancias y en atuendo tan distintos de la primera vez, no le va a tocar a uno siempre la lotería. Eso sí que fue un flash, un fogonazo. Si quieres la verdad verdadera, hace semanas que no me quito esa imagen de la cabeza. —Y recobró su sonrisa como si tal cosa. No le importaba referirse una y otra vez a aquella escena de mi semidesnudez, no le preocupaba resultar insolente, al fin y al cabo se suponía que su llegada nos había interrumpido un polvo a Díaz-Varela y a mí, o poco menos. No había sido así, pero casi. Había dicho ‘mogollón’ y ‘un flash’, expresiones que sonaban ya antiguas; y el verbo ‘escurrirse’ está en retirada: su vocabulario delataba su edad, más que su aspecto, conservaba cierta apostura.

—¿Hablasteis de mí? ¿A santo de qué? La relación que hemos tenido no ha sido pública precisamente. Todo lo contrario. No le hizo la menor gracia que me vieras, que coincidiéramos, ¿o no te diste cuenta de eso, de que le reventaba? Me extraña mucho que me mencionara después, debió de querer borrar ese encuentro... —Me callé de golpe, porque entonces me acordé de lo que había pensado, que Díaz-Varela habría tratado de reconstruir con Ruibérriz el diálogo que habían sostenido mientras yo los escuchaba detrás de la puerta, para calibrar cuánto y qué había podido oír, de cuánto me habría enterado; y que, tras repasar sus palabras, aquél habría llegado a la conclusión de que más valía hacerme frente, darme sus explicaciones, inventarse una historia o confesarme lo sucedido, en todo caso ofrecerme un relato mejor del por mí imaginado, por eso me había llamado y convocado al cabo de dos semanas. Así que sí, era probable que hubieran hablado de mí, y que Javier le hubiera soltado lo bastante para que Ruibérriz me buscara por su cuenta y sin permiso, por así decirlo. Sin duda no era individuo para pedirle a nadie su consentimiento a la hora de aproximarse a una tía. Sería de los que no respetaban ni se prohibían a mujeres ni a novias de amigos, abundan mucho más de lo que se cree y pasan por encima de todo. Tal vez Díaz-Varela ignoraba su acercamiento, su incursión de aquella tarde—. Ya, bueno, espera —añadí en seguida—. Sí te habló de mí, ¿verdad? Como problema. Te habló con preocupación, te contó que os había escuchado, que podía poneros en un aprieto si me daba por irle con el cuento a alguien, a Luisa, o a la policía. Te habló de mí por eso, ¿no? ¿Y qué, inventasteis juntos la historia del melanoma o Vidal os echó una mano? ¿O a lo mejor se te ocurrió a ti solo, como hombre de recursos? ¿O fue a él? No sé tú, ahora que caigo, pero él es lector de novelas, así que tiene unos cuantos números.

Ruibérriz volvió a perder la sonrisa, sin transición esta vez, como si le hubieran pasado un paño. Se puso serio, vi algo de alarma en sus ojos, su actitud dejó de ser galante y ligera en el acto, hasta apartó su silla de la mía, había procurado arrimarse.

—¿Sabes lo de la enfermedad? ¿Qué más sabes?

—Bueno, me contó el melodrama entero. Lo que hicisteis con el pobre gorrilla, lo del móvil, lo de la navaja. Ya te puede estar agradecido, te tocó la peor parte mientras él se quedaba en casa, ¿no? Dirigiendo las operaciones, un Rommel. —No pude evitar el sarcasmo, a Díaz-Varela le tenía agravio.

—¿Sabes lo que hicimos? —Fue una constatación más que una pregunta. Tardó en proseguir unos segundos, como si tuviera que digerir el descubrimiento, para él parecía serlo. Se bajó del todo el labio superior con los dedos, un gesto veloz y furtivo: no se le había quedado enganchado pero sí un poco alto. Quizá quería asegurarse de que su expresión ya no era risueña. Lo que acababa de saber lo inquietaba, o le sentaba como un tiro, si es que no estaba fingiendo. Añadió por fin, el tono era decepcionado—: Creí que al final no iba a contarte nada, eso me dijo. Que le parecía más prudente dejar las cosas como estaban y confiar en que no hubieras oído demasiado, o en que no acabaras de atar cabos, o simplemente en que te callaras. Terminar la relación contigo, eso sí. No era sólida, me dijo, podía dejarse morir sin problemas. Bastaba con no buscarte más y no devolver tus posibles llamadas, o darte largas. Aunque no creía que insistieras, ‘Es muy discreta’, me dijo, ‘nunca espera nada’. Tampoco había obligaciones. Propiciar que se te olvidara lo que te hubiera podido llegar de nuestra charla. Mejor no dar datos, decía, y que el tiempo le vaya haciendo dudar de lo oído. ‘Acabará resultándole irreal, pensando que fueron imaginaciones suyas. Imaginaciones auditivas’, no estaba mal visto. Por eso asumí que tenía vía libre, me refiero contigo. Y que de mí no sabrías nada. Nada de esto. —Se quedó callado de nuevo. Estaba haciendo memoria o reflexionando, tanto que lo siguiente que dijo lo dijo como para sí, no para mí—: No me gusta, no me gusta que no me informe, que se permita no tenerme al tanto de algo que me afecta directamente. Él no debería contarle a nadie esa historia, no es sólo suya, de hecho es más mía. Yo he corrido más riesgos, y estoy más expuesto. A él no lo ha visto nadie. No me hace ni puta gracia que haya cambiado de opinión y te lo haya contado, ¿sabes?, y encima sin avisarme. Seguramente he estado haciendo el ridículo, aquí contigo.

Se lo veía quemado, con la mirada abstraída, o reconcentrada. El entusiasmo por mí se le había helado. Esperé un poco antes de contestar nada.

—Bueno, la verdad es que confesar un asesinato cometido entre varios... —dije—. Habría que consultárselo a los otros, ¿no?, previamente. Eso por lo menos. —Aquí no pude evitar la ironía.

Saltó como un resorte, sublevado.

—Eh, oye, oye. Eso no es así, no te pases. De asesinato nada. Se trataba de darle a un amigo una muerte mejor, con menos sufrimiento. Vale, vale, no hay ninguna buena, y el gorrilla se ensañó con las cuchilladas, eso no podíamos preverlo, ni siquiera teníamos certeza de que se decidiera a usar la navaja. Pero la que lo aguardaba era espantosa, espantosa, Javier me describió el proceso. La que tuvo fue rápida al menos, de una sola vez y sin atravesar etapas. Etapas de mucho dolor, de deterioro, de que su mujer y sus hijos lo vieran hecho un monstruo. A eso no se lo puede llamar asesinato, no me jodas, es otra cosa. Es un acto de piedad, como dijo Javier. Un homicidio piadoso.

Sonaba convencido, sonaba sincero. Así que pensé: ‘Una de tres: o el melodrama es verdad, no es un invento; o Javier también ha engañado a este tipo con lo de la enfermedad; o este tipo está haciendo comedia a las órdenes de quien le paga. Y en este último caso es muy buen actor, hay que reconocérselo’. Me acordé de la fotografía de Desvern aparecida en la prensa y que yo había visto en Internet malamente: sin chaqueta ni corbata ni quizá tan siquiera camisa —dónde habrían ido a parar sus gemelos—, lleno de tubos y rodeado de personal sanitario manipulándolo, con sus heridas al descubierto, en medio de la calle sobre un charco de sangre y llamando la atención de los transeúntes y los automovilistas, inconsciente y desmadejado y agonizante. A él le habría horrorizado verse o saberse así expuesto. El gorrilla se había ensañado, en efecto, pero quién podía preverlo, se trataba de un homicidio piadoso y quizá lo era, quizá todo era cierto y Ruibérriz y Díaz-Varela habían obrado de buena fe, dentro de lo que cabía y de su enrevesamiento. O de su atolondramiento. Y nada más admitir aquellas tres posibilidades y acordarme de aquella imagen, me entró una especie de desaliento, o era hartazgo. Cuando ya no se sabe qué creer, ni está uno dispuesto a hacer de detective aficionado, entonces uno se cansa, arroja todo lejos de sí, abandona, deja de pensar y se desentiende de la verdad, o lo que es lo mismo, de la maraña. La verdad no es nunca nítida, sino que siempre es maraña. Hasta la desentrañada. Pero en la vida real casi nadie necesita averiguarla ni se dedica a investigar nada, eso sólo pasa en las novelas pueriles. Hice una última tentativa, con todo, aunque muy desganada, imaginaba la respuesta.

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