—No hay nada que perdonar —se atrevió a soltar éste con galantería anticuada—. El atuendo no ha podido ser más deslumbrante. Lástima de fugacidad, eso aparte.
Díaz-Varela torció el gesto, nada de lo sucedido le hacía la menor gracia: ni la llegada de su cómplice ni las noticias que le había traído, ni mi irrupción en escena y que éste y yo nos hubiéramos conocido, ni la posibilidad de que los hubiera oído a través de la puerta, cuando me creía dormida; seguramente tampoco la codicia visual de Ruibérriz hacia mi sostén y mi falda, o hacia lo poco que ocultaban, y sus consiguientes requiebros, aunque fueran bastante educados. Me hizo una ilusión pueril, tras lo que acababa de descubrir incongruente —pero me duró sólo un instante—, figurarme que Díaz-Varela pudiera sentir por mi causa algo semejante a celos, o más bien reminiscente de ellos. Su mal humor era visible y lo fue más cuando nos quedamos a solas, una vez que Ruibérriz se hubo marchado con su abrigo sobre los hombros y su caminar lento hacia el ascensor, como si estuviera satisfecho de su estampa y quisiera darme tiempo para admirársela de espaldas: un tipo optimista, sin duda, de los que no se percatan de que cumplen años. Antes de meterse en él se volvió hacia nosotros, que lo acompañábamos con la vista desde la entrada, como si fuéramos un matrimonio, y nos saludó llevándose una mano a una ceja, un segundo, y alzándola luego en un gesto que remedaba el de quitarse un sombrero. La preocupación con la que había llegado parecía haberse desvanecido, debía de ser un hombre ligero que se distraía de las pesadumbres con cualquier cosa, con cualquier presente sustitutivo que le levantara el ánimo. Se me ocurrió que no haría caso a su amigo y no destruiría su abrigo de cuero, se gustaba con él demasiado.
—¿Quién es? —le pregunté a Díaz-Varela, procurando emplear un tono de indiferencia, o no intencionado—. ¿A qué se dedica? Es el primer amigo tuyo que conozco y no pegáis mucho, ¿no? Tiene una pinta un poco rara.
—Es Ruibérriz —me contestó con sequedad, como si eso fuera un dato nuevo o lo definiera. A continuación se dio cuenta de lo desabrido de su respuesta y de que no había dicho nada. Se quedó en silencio unos momentos, como si calibrara lo que podía contarme sin comprometerse—. También has conocido a Rico —puntualizó—. Se dedica a muchas cosas y a nada en particular. No es un amigo, lo conozco superficialmente, aunque desde hace tiempo. Tiene vagos negocios que no acaban de enriquecerlo, así que toca muchas teclas, las que puede. Si conquista a una mujer adinerada, gandulea mientras ella lo ayude y no se harte. Si no, escribe guiones de televisión, prepara discursos para ministros, presidentes de fundaciones, banqueros, para quien se tercie, trabaja de negro. Busca documentación para novelistas históricos puntillosos, qué ropa vestía la gente en el siglo XIX o en los años treinta, cómo era la red de transportes, qué armamento se usaba, de qué material estaban hechas las brochas de afeitar o las horquillas, cuándo se construyó tal edificio o se estrenó tal película, todas esas cosas superfluas con las que los lectores se aburren y los autores creen lucirse. Rebusca en las hemerotecas, proporciona datos, de lo que le pidan. A lo tonto tiene muchos conocimientos. Creo que en su juventud publicó un par de novelas, sin éxito. No sé. Hace favores aquí y allá, probablemente viva sobre todo de eso, de sus muchos contactos: un hombre útil en su inutilidad, o viceversa. —Se detuvo, dudó si era o no imprudente añadir lo que vino a continuación, decidió que no tenía por qué serlo o que era peor dar la impresión de no querer completar un retrato inocuo—. Ahora es medio propietario de un restaurante o dos, pero le van mal, los negocios no le duran, los abre y los cierra. Lo curioso es que siempre logra abrir otro nuevo, al cabo de cierto tiempo, en cuanto se recupera.
—¿Y qué quería? Ha venido sin avisar, ¿no?
Me arrepentí de preguntar tanto nada más haberlo hecho.
—¿Por qué quieres saberlo? ¿Qué te importa?
Lo dijo con hosquedad, casi airado. Estaba segura de que de pronto ya no se fiaba de mí, me veía como un incordio, tal vez una amenaza, un posible testigo incómodo, había subido la guardia, era extraño, hacía poco rato yo era una persona placentera e inofensiva, todo menos un motivo de preocupación, seguramente lo contrario, una distracción muy agradable mientras él aguardaba a que el tiempo pasara y curara y se cumplieran sus expectativas, o a que ese tiempo hiciera por él labores que le son ajenas, de persuasión, de acercanza, de seducción y aun de enamoramiento; alguien que no esperaba nada que no hubiera ya y que a él no le pedía nada que no estuviera dispuesto a dar. Ahora se le había presentado un recelo, una duda. No podía preguntarme si había oído su conversación: si no lo había hecho, era llamar mi atención sobre lo que quisiera que hubieran hablado Ruibérriz y él mientras yo dormía, aunque no fuera de mi incumbencia y me trajera más bien sin cuidado, yo estaba allí sólo de paso; si sí, era obvio que yo le contestaría que no, él seguiría sin saber la verdad en todo caso. No había forma de que yo no fuera una sombra a partir de aquel instante, o aún peor, un engorro, un estorbo.
Entonces me vino de nuevo un poco el miedo, él sí me lo dio, él a solas, sin nadie delante capaz de frenarlo. Quizá no tuviera otra manera de asegurarse de que su secreto estaba a salvo que quitándome de en medio, se dice que una vez probado el crimen no se hace tan cuesta arriba reincidir, repetirlo, que cruzada la raya no hay vuelta atrás y que lo cuantitativo pasa a ser secundario ante la magnitud del salto dado, el salto cualitativo que lo convierte a uno para siempre en asesino, hasta el último día de su existencia y aun en la memoria de quienes nos sobreviven, si están al tanto o se enteran más tarde, cuando ya no estemos para intentar enredar y negarlo. Un ladrón puede restituir lo robado, un difamador reconocer su calumnia y rectificarla y limpiar el buen nombre de la persona acusada, hasta un traidor puede enmendar su traición a veces, antes de que sea demasiado tarde. Lo malo del asesinato es que siempre es demasiado tarde y no se puede devolver al mundo a quien de él fue suprimido, eso es irreversible y no hay modo de repararlo, y salvar otras vidas en el futuro, por muchas que sean, no borra nunca la que uno ha quitado. Y si no hay remisión —eso se dice—, hay que continuar por el camino emprendido cada vez que haga falta. Lo principal ya no es no mancharse, puesto que uno lleva en su seno una mancha que jamás se elimina, sino que ésta no se descubra, que no trascienda, que no tenga consecuencias y no nos pierda, y entonces añadir otra no es tan grave, se mezcla con la primera o ésta la absorbe, las dos se juntan y se hacen la misma, y uno se acostumbra a la idea de que matar forma parte de su vida, de que le ha tocado eso en suerte como a tantas otras personas a lo largo de la historia. Uno se dice que no hay nada nuevo en la situación en que se encuentra, que son incontables los individuos que han pasado por esa experiencia y luego han convivido con ella sin demasiadas penalidades y sin abismarse, e incluso han llegado a olvidarla intermitentemente, cada día un rato en el día a día que nos sostiene y arrastra. Nadie se puede pasar todas las horas lamentando algo concreto, o con plena conciencia de lo que hizo una vez lejana, o fueron dos o fueron siete, los minutos ligeros y sin pesadumbre siempre aparecen y el peor asesino disfruta de ellos, probablemente no menos que cualquier inocente. Y sigue adelante y deja de ver el asesinato como una monstruosa excepción o un error trágico, sino como un recurso más que proporciona la vida a los más audaces y resistentes, a los más resueltos y con mayor aguante. En modo alguno se sienten aislados, sino en abundante compañía larga y antigua, y formar parte de una especie de estirpe los ayuda a no verse tan desfavorecidos ni anómalos y a comprenderse y justificarse: como si hubieran heredado sus actos, o como si se los hubieran adjudicado en una rifa de feria en la que jamás se ha librado nadie de tomar parte, y en consecuencia no los hubieran cometido del todo, o no solos.