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Contrariamente a lo que me había ocurrido al escucharlos sin verlos, cuando aún no conocía el rostro de Ruibérriz de Torres, los dos juntos no me dieron miedo durante el breve rato que estuve en su compañía, pese a que los rasgos y las maneras del llegado no fueran tranquilizadores. Todo en él delataba a un sinvergüenza, en efecto, pero no a un tipo siniestro; seguramente era capaz de mil vilezas menores, que podían llevarlo a cometer una mayor de tarde en tarde, arrastrado por la vecina frontera, pero como quien pisa un territorio en visita relámpago, por el que le horripilaría transitar a diario. Les noté falta de familiaridad y aun de sintonía, y me pareció que, lejos de potenciarse recíprocamente como una pareja asesina, la presencia de cada uno neutralizaba la peligrosidad del otro, y que ninguno se atrevería a manifestar sus suspicacias ni a interrogarme ni a hacerme nada ante la mirada de un testigo, por más que éste hubiera sido su cómplice en la maquinación de un crimen. Era como si se hubieran unido azarosa y pasajeramente, sólo para una acción suelta, y en modo alguno formaran sociedad estable ni tuvieran planes conjuntos a más largo plazo, y estuvieran vinculados exclusivamente por aquella empresa ya ejecutada y por sus posibles consecuencias, una alianza de circunstancias, indeseada acaso por ambos, a la que Ruibérriz se habría prestado tal vez por dinero, por deudas, y Díaz-Varela por no conocer socio mejor —socio más sucio— y no quedarle más remedio que encomendarse a un vivales. ‘En principio no tienes por qué llamarme, ¿hace cuánto que no hablamos tú y yo? Ya puede ser importante lo que tengas que contarme’, había reñido el segundo al primero cuando éste se había permitido a su vez reconvenirlo a él por su móvil desconectado. No estaban habitualmente en contacto, las confianzas que se tenían para hacerse reproches provenían tan sólo del secreto que compartían, o de la culpa, si es que la había, no me daba esa impresión en absoluto, habían sonado desaprensivos. Las personas se sienten ligadas cuando cometen un delito juntas, cuando conspiran o traman algo, más aún cuando lo llevan a cabo. Entonces se toman confianzas las unas con las otras de golpe, porque se han quitado la máscara y ya no pueden aparentar ante los semejantes que no son lo que sí son, o que jamás harían lo que han hecho. Están atadas por ese conocimiento mutuo, de manera parecida a como lo están los amantes clandestinos y aun los que no lo son o no tienen necesidad de serlo pero deciden mostrarse reservados, los que consideran que al resto del mundo no le incumben sus intimidades, que no hay por qué darle parte de cada beso y cada abrazo, como nos sucedía a Díaz-Varela y a mí, que callábamos sobre los nuestros, en realidad era aquel Ruibérriz el primero en estar al tanto. Cada criminal sabe de lo que su compinche es capaz, y que éste a su vez sabe de él exactamente lo mismo. Cada amante sabe que el otro conoce una debilidad suya, que ante ese otro ya no puede fingir que no lo tienta físicamente, que le produce aversión o le es del todo indiferente, ya no puede fingir que lo desdeña o lo descarta, no al menos en ese terreno carnal que con la mayoría de los hombres resulta, durante bastante tiempo —hasta que se acostumbran poco a poco, y entonces se ponen sentimentales— muy prosaico a pesar nuestro. Y aún tenemos suerte si los encuentros con ellos se tiñen de cierto tono humorístico, de hecho es a menudo el primer paso para el enternecimiento de tantos varones ásperos.

Si son molestas las confianzas que un desconocido o conocido se toma tras pasar por nuestra cama —o nosotras por la suya, da lo mismo—, cuánto más no han de serlo las derivadas de un delito compartido, y una de ellas, a buen seguro, es la falta cabal de respeto, sobre todo si los malhechores lo son sólo ocasionales, si son individuos corrientes que se habrían horrorizado al oír el relato de sus hazañas si se lo hubieran referido de otros, poco antes de concebir las suyas y probablemente también tras llevarlas a efecto. Gente que después de propiciar un asesinato, o aun de encargarlo, todavía pensaría de sí misma con convencimiento: ‘Yo no soy un asesino, no me tengo por tal, en modo alguno. Es sólo que las cosas pasan y uno a veces interviene en una fase, qué más da si es una intermedia, la de la desembocadura o la del nacimiento, ninguna es nada sin las otras. Los factores son siempre muchos y uno solo nunca es la causa. Podría haberse negado Ruibérriz, o el sujeto enviado por él a emponzoñarle la mente al gorrilla. Éste podría no haber contestado las llamadas al teléfono móvil que en efecto poseyó durante un tiempo, nosotros se lo regalamos y nosotros se las hicimos, y logramos convencerlo de que Miguel era el responsable de la prostitución de sus hijas; podría no haber hecho caso de las insidias, o haberse confundido hasta el final de persona y haberle asestado al chófer sus dieciséis puñaladas, incluidas las cinco mortales, no en balde días atrás le había dado un puñetazo. Miguel podría no haber cogido el automóvil en su cumpleaños y entonces nada habría ocurrido, no en esa fecha y quizá ya en ninguna, acaso nunca habrían vuelto a juntarse todos los elementos... El indigente podría no haber tenido navaja, la que yo ordené que le compraran, se abre tan rápidamente... Qué responsabilidad tengo yo en la conjunción de las casualidades, los planes que uno se traza no son más que tentativas y pruebas, cartas que se van descubriendo, y la mayoría de ellas no salen, no combinan. Lo único de lo que uno es culpable es de coger un arma y utilizarla con sus propias manos. Lo demás es contingente, cosas que uno imagina un alfil en diagonal, un caballo de ajedrez que salta—, que uno desea, que uno teme, que uno instiga, con las que uno juega y fantasea, que de vez en cuando acaban pasando. Y si pasan pasan aunque uno no las quiera o no pasan aunque las anhele, poco depende de nosotros en todas las circunstancias, ninguna urdimbre está a salvo de que un hilo no se tuerza. Es como lanzar una flecha al cielo en mitad de un campo: lo normal es que al iniciar su descenso, con la punta ya hacia abajo, caiga recta, sin desviarse, y no alcance ni hiera a nadie. O sólo al arquero, si acaso’.

Esa falta cabal de respeto se la noté a Díaz-Varela en la manera de dirigirse a Ruibérriz e incluso de darle órdenes para despedirlo (‘Bueno, ya me has entretenido bastante y no puedo desatender a mi visita más rato. Así que anda, haz el favor de irte largando. Ruibérriz: aire’, llegó a decirle al término de nuestro mínimo diálogo: sin duda le había pagado dinero o todavía se lo pagaba, por la mediación, por la intendencia del crimen, por el seguimiento de sus consecuencias), y a éste en la forma en que me repasó con la mirada desde el principio hasta que salió por la puerta: no rectificó la inicial apreciativa, tolerable por la sorpresa, al comprobar que no era la primera vez que yo estaba allí, en aquella alcoba, eso se percibe en seguida; al ver que mi presencia no era azarosa ni de tanteo, que no era una mujer que ha subido a la casa de un hombre una sola tarde —o una inaugural, digamos, que a menudo se queda igualmente en única— como quizá podría haber ido a la de otro que también le hubiera gustado, sino que, por así expresarlo, estaba ‘ocupada’ por su amigo, al menos durante aquella temporada, como de hecho casi era el caso. Eso le dio lo mismo: no moderó en ningún momento sus ojos masculinos valorativos ni su sonrisa salaz de coqueteo que enseñaba las encías, como si aquella visión imprevista de una mujer en sostén y falda, y su conocimiento, le supusieran una inversión para el futuro próximo y esperara volver a encontrarme muy pronto a solas o en otro sitio, o aun pensara pedirle mi teléfono más tarde a quien nos había presentado en contra de su voluntad, sin más remedio.

—Perdonad la aparición, de verdad —repetí cuando pasé al salón de nuevo, ya con mi jersey puesto—. No habría salido así de haberme imaginado que ya no estábamos solos. —Me traía cuenta hacer hincapié en eso, para disipar sospechas. Díaz-Varela me seguía mirando con seriedad, casi con reprobación, o era dureza; no así Ruibérriz.

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