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Conmigo Díaz-Varela no disimulaba la impaciencia que se veía obligado a ocultar ante Luisa, cuando volvíamos a su conversación favorita, la que no podía mantener con ella y la única que me parecía que de verdad le importaba, como si todo lo demás fuera aplazable y provisorio mientras ese asunto no estuviera zanjado, como si el esfuerzo invertido en él fuera tan grande que el resto de las decisiones debieran quedar en suspenso y aguardar a que aquello se resolviera en un sentido o en otro, y el conjunto de su vida futura dependiera del fracaso o el éxito de aquella obstinada ilusión suya sin fecha de cumplimiento fijada. Quizá tampoco la había de incumplimiento definitivo: ¿qué pasaría si Luisa no reaccionaba a sus solicitudes y avances, o a sus pasiones si las expresaba, pero permanecía sola? ¿Cuándo consideraría él que era ya hora de abandonar tan larga guardia? Yo no quería deslizarme hacia lo mismo insensiblemente y por eso seguía cultivando a Leopoldo, al que había preferido no informar de la existencia de Díaz-Varela. Si habría sido ridículo que mis pasos también dependieran, indirectamente, de los que diera o no diera una viuda desconsolada, más aún lo habría sido que se añadieran los de un pobre hombre inconsciente que ni siquiera la conocía y se alargara así la cadena: con un poco de mala suerte y unos cuantos más enamorados de quienes sólo se dejan querer y no rechazan ni corresponden, se habría hecho interminable. Una serie de personas como fichas de dominó alineadas esperando el vencimiento de una mujer ajena a todo, para saber junto a quién caer y quedarse, o si junto a nadie.

En ningún momento se le ocurrió a Díaz-Varela que a mí pudiera escocerme la exposición de sus afanes, si bien es cierto que nunca se presentaba a sí mismo como la salvación o el destino de Luisa; jamás decía ‘Cuando salga de su abismo y respire de nuevo a mi lado, y sonría’, menos aún ‘Cuando vuelva a casarse y será conmigo’. Él nunca se postulaba ni se incluía, pero resultaba diáfano, era el hombre inamovible que espera, de haber vivido en otra época habría contado los días que faltaban de luto, y los de semiluto o alivio o como se llamaran antiguamente, y habría consultado con las mujeres mayores —las más entendidas en estas cuestiones— qué fecha sería aceptable para que él se desenmascarara y empezara a tirarle tejos. Es lo malo de que se hayan perdido ya todos los códigos, que no sabemos cuándo toca nada ni a qué atenernos, cuándo es pronto y cuándo es tarde y nuestro tiempo ha pasado. Debemos guiarnos por nosotros mismos y así es fácil meter la pata.

No sé si es que lo veía todo a la misma luz o si se buscaba textos literarios e históricos que apoyaran sus argumentos y acudieran en su ayuda (quizá lo orientaba Rico, hombre de saber inmenso, aunque por lo que yo sé es tarea vana intentar sacar a este desdeñoso erudito del Renacimiento y la Edad Media, ya que nada de lo habido y sucedido después de 1650 le merece por lo visto respeto, incluida su propia existencia).

—He leído un libro bastante famoso que no sabía que lo fuera —me decía, y cogía el volumen francés de la estantería y lo agitaba ante mis ojos, como si con él en la mano pudiera hablarme con mayor conocimiento de causa y además me demostrara que en efecto lo había leído—. Es una novela corta de Balzac que me da la razón respecto a Luisa, respecto a lo que le ocurrirá de aquí a un tiempo. Cuenta la historia de un Coronel napoleónico que fue dado por muerto en la batalla de Eylau. Esta batalla tuvo lugar entre el 7 y el 8 de febrero de 1807 cerca de la población de ese nombre, en la Prusia Oriental, y enfrentó a los ejércitos francés y ruso con un frío del demonio, se dice que quizá sea la batalla librada con un tiempo más inclemente de toda la historia, aunque ignoro cómo puede saberse eso y menos aún afirmarse. Este Coronel, Chabert de nombre, al mando de un regimiento de caballería, recibe un brutal sablazo en el cráneo en el transcurso del combate. Hay un momento de la novela en el que, al quitarse el sombrero en presencia de un abogado, se le levanta también la peluca que lleva, y se le ve una monstruosa cicatriz transversal que le coge desde el occipucio hasta el ojo derecho, imagínate —y se señaló la trayectoria en la cabeza, pasándose lentamente el índice—, formando ‘un enorme costurón prominente’, en palabras de Balzac, quien añade que el primer pensamiento que semejante herida sugería era ‘¡Por ahí se ha escapado la inteligencia!’. El Mariscal Murat, el mismo que sofocó en Madrid el levantamiento del 2 de mayo, lanza entonces una carga de mil quinientos jinetes para socorrerlo, pero todos ellos, Murat el primero, pasan por encima de Chabert, de su cuerpo recién abatido. Se lo da por muerto, pese a que el Emperador, que le tenía aprecio, envía a dos cirujanos a verificar su defunción en el campo de batalla; pero esos dos hombres negligentes, sabedores de que le habían abierto la cabeza de parte a parte y luego lo habían pisoteado dos regimientos de caballería, no se molestan ni en tomarle el pulso y la certifican oficialmente, aunque a la ligera, y esa muerte pasa a constar en los boletines del ejército francés, en los que se consigna y detalla, y así se convierte en un hecho histórico. Se lo apila en una fosa con los demás cadáveres desnudos, según era la costumbre: había sido un vivo ilustre, pero ahora es sólo un muerto en medio del frío y todos van al mismo sitio. El Coronel, de manera inverosímil pero muy convincente tal como se la relata a un abogado parisiense, Derville, al que quiere encargar su caso, recupera el conocimiento antes de ser sepultado, cree estar muerto, se da cuenta de que está vivo, y con muchas dificultades y suerte logra salir de esa pirámide de fantasmas después de haber pertenecido a ellos quién sabe durante cuántas horas y de haber oído, o creído oír, como dice —y aquí Díaz-Varela abrió el librito y buscó una cita, las debía de tener señaladas y tal vez por eso lo había cogido, para ofrecerme alguna de vez en cuando—, ‘gemidos lanzados por el mundo de cadáveres en medio del cual yo yacía’; y añade que aún ‘hay noches en que creo oír esos suspiros ahogados’. Su mujer queda viuda, y al cabo de cierto tiempo contrae nuevas nupcias con un tal Ferraud, un Conde, del que tiene los hijos, dos, que no le había dado su primer matrimonio. Hereda de su militar caído y heroico una apreciable fortuna, se rehace y sigue adelante con su vida, aún es joven, tiene trecho por recorrer y eso es lo determinante: el trecho que previsiblemente nos resta y cómo queremos atravesarlo una vez que decidimos permanecer en el mundo y no marchar tras los espectros, que ejercen una atracción muy fuerte cuando todavía son recientes, como si trataran de arrastrarnos. Cuando mueren muchos alrededor, como en una guerra, o bien uno solo muy querido, sentimos en primera instancia la tentación de irnos con ellos, o por lo menos de cargar con su peso, de no soltarlos. La mayoría de la gente, sin embargo, los deja marchar del todo al cabo del tiempo, cuando se da cuenta de que su propia supervivencia está en juego, de que los muertos son un gran lastre e impiden cualquier avance, y aun cualquier aliento, si se vive demasiado pendiente de ellos, demasiado de su oscuro lado. Lamentablemente ya están fijos como pinturas, no se mueven, no añaden nada, no dicen nada ni jamás responden, y nos abocan al enquistamiento, a meternos en un rincón de su cuadro que no admite retoques al estar completamente acabado. La novela no cuenta la pena de esa viuda, si es que la hubo como la hay en Luisa; no habla de su dolor ni de su luto, al personaje no se lo muestra en esa época, cuando recibiera la fatal noticia, sino unos diez años más tarde, en 1817, creo, pero es de suponer que siguió todo el obligado trayecto en estos casos (estupor, desolación, tristeza y languidecimiento, apatía, sobresalto y temor al comprobar que pasa el tiempo, y recuperación entonces), puesto que tampoco aparece como una perfecta desalmada o al menos no como alguien que lo fuera desde el principio, la verdad es que no se sabe, eso queda en la penumbra.

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