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Esta conversación continuó en otras ocasiones, creo que cada vez que nos vimos —no fueron tantas— surgió o la hizo surgir Díaz-Varela, a quien me resisto a llamar Javier aunque fuera así como lo llamaba y como pensaba en él algunas noches en que volvía tarde a mi casa tras haber estado con él un rato en la cama (en las camas ajenas se está siempre sólo un rato y de prestado a no ser que uno sea invitado a dormir en ellas, y con él ése nunca fue el caso; es más, se inventaba pretextos innecesarios y absurdos para que yo tuviera que marcharme, cuando yo no he permanecido más de la cuenta en ningún sitio si no se me solicitaba). Miraba por la ventana abierta antes de cerrar los ojos, miraba hacia los árboles que tengo enfrente sin farol que los alumbre y sin apenas distinguirlos, pero los oía agitarse en la oscuridad muy cerca como preludio de las tormentas que en Madrid no siempre descargan, y me decía: ‘Qué sentido tiene esto, para mí al menos. Él no disimula, no me engaña, no me oculta cuál es su esperanza ni qué lo mueve, se le nota demasiado, no se da cuenta, mientras aguarda a que ella salga de su postración o su embotamiento y empiece a verlo de otra manera, no como el amigo fiel de su marido que éste le dejó en herencia. Tiene que llevar cuidado con eso, con los pequeños pasos que da y por fuerza han de ser muy pequeños, para que no parezca que no respeta su natural abatimiento o incluso la memoria del muerto, y vigilar al mismo tiempo que no se le cuele nadie en el entretanto, no se debe despreciar como rival ni al más feo ni al más tonto ni al más extemporáneo ni al más aburrido o más lánguido, cualquiera puede ser un peligro imprevisto. Mientras la acecha a ella me ve a mí de vez en cuando y quizá también a otras mujeres (hemos dado en evitarnos preguntas), y ya no sé si yo no hago lo mismo que él en cierto modo, confiar en hacérmele imprescindible sin que él se dé cuenta, lograr formar parte de sus costumbres, aunque sean esporádicas, para que le cueste sustituirme cuando decida abandonarme. Hay hombres que desde el principio lo dejan todo muy claro sin que se lo pida nadie: “Te advierto que no habrá más de lo que hay, entre tú y yo, y si aspiras a otra cosa más vale que cortemos esto en el acto”; o bien: “No eres la única ni pretendas serlo, si buscas exclusividad no es este el sitio”; o bien, como ha sido el caso con Díaz-Varela: “Estoy enamorado de otra a la que aún no le ha llegado el momento de corresponderme. Ya le llegará, debo ser constante y paciente. No hay nada malo en que me entretengas durante la espera, si quieres, pero ten bien presente que eso es lo que somos para el uno el otro: compañía provisional y entretenimiento y sexo, a lo sumo camaradería y contenido afecto”. No es que Díaz-Varela me haya dicho nunca estas palabras, en realidad no hacen falta, porque ese es el significado inequívoco que se desprende de nuestros encuentros. Sin embargo esos hombres que advierten se desdicen con los hechos a veces, al pasar del tiempo, y además muchas mujeres tendemos a ser optimistas y en el fondo engreídas, más profundamente que los hombres, que en el terreno amoroso lo son sólo pasajeramente, se olvidan de seguirlo siendo: pensamos que ya cambiarán de actitud o de convicciones, que descubrirán paulatinamente que sin nosotras no pueden pasarse, que seremos la excepción en sus vidas o las visitas que al final se quedan, que acabarán por hartarse de esas otras invisibles mujeres que empezamos a dudar que existan y preferimos pensar que no existen, según vamos repitiendo con ellos y más los vamos queriendo a pesar nuestro; que seremos las elegidas si tenemos el aguante para permanecer a su lado sin apenas queja ni insistencia. Cuando no provocamos inmediatas pasiones, creemos que la lealtad y la presencia acabarán siendo premiadas y teniendo más durabilidad y más fuerza que cualquier arrebato o capricho. En esos casos sabemos que nos sentiremos difícilmente halagadas aunque se cumplan nuestras expectativas mejores, pero sí calladamente triunfantes, si en efecto éstas se cumplen. Pero de eso no hay certeza nunca mientras se prolonga el forcejeo, y hasta las más creídas con motivo, hasta las cortejadas universalmente hasta entonces, se pueden llevar grandes chascos con esos hombres que no se les rinden y les hacen presuntuosas advertencias. No pertenezco yo a esa clase, a la de las creídas, la verdad es que no albergo esperanzas triunfantes, o las únicas que me permito pasan por que Díaz-Varela fracase con Luisa antes, y entonces, tal vez, con suerte, se quede junto a mí por no moverse, hasta los hombres más inquietos y diligentes o maquinadores pueden tornarse perezosos en algunas épocas, sobre todo tras una frustración o una derrota o una muy larga espera inútil. Sé que no me ofendería ser un sustitutivo, porque en realidad lo es todo el mundo siempre, inicialmente: lo sería Díaz-Varela para Luisa, a falta de su marido muerto; lo sería para mí Leopoldo, al que aún no he descartado pese a gustarme sólo a medias —supongo que por si acaso— y con el que acababa de empezar a salir, qué oportuno, justo antes de encontrarme a Díaz-Varela en el Museo de Ciencias y de oírle hablar y hablar mirándole sin cesar los labios como todavía sigo haciendo cada vez que estamos juntos, sólo puedo apartar de ellos la vista para llevarla hasta sus ojos nublados; quizá la propia Luisa lo fue para Deverne en su día, quién sabe, tras el primer matrimonio de aquel hombre tan agradable y risueño que no se entendería que nadie hubiera podido hacerle mal o dejarlo, y sin embargo ahí lo tenemos, cosido a navajazos por nada y en camino hacia el olvido. Sí, todos somos remedos de gente que casi nunca hemos conocido, gente que no se acercó o pasó de largo en la vida de quienes ahora queremos, o que sí se detuvo pero se cansó al cabo del tiempo y desapareció sin dejar rastro o sólo la polvareda de los pies que van huyendo, o que se les murió a esos que amamos causándoles mortal herida que casi siempre acaba cerrándose. No podemos pretender ser los primeros, o los preferidos, sólo somos lo que está disponible, los restos, las sobras, los supervivientes, lo que va quedando, los saldos, y es con eso poco noble con lo que se erigen los más grandes amores y se fundan las mejores familias, de eso provenimos todos, producto de la casualidad y el conformismo, de los descartes y las timideces y los fracasos ajenos, y aun así daríamos cualquier cosa a veces por seguir junto a quien rescatamos un día de un desván o una almoneda, o nos tocó en suerte a los naipes o nos recogió de los desperdicios; inverosímilmente logramos convencernos de nuestros azarosos enamoramientos, y son muchos los que creen ver la mano del destino en lo que no es más que una rifa de pueblo cuando ya agoniza el verano...’. Entonces apagaba la luz de la mesilla de noche y al cabo de unos segundos los árboles que agitaba el viento se me hacían un poco visibles y podía dormirme observando, o acaso era adivinando, el mecimiento de sus hojas. ‘Qué sentido tiene’, pensaba. ‘El único sentido que tiene es que cualquier atisbo nos vale en estas tontas e invencibles circunstancias, cualquier asidero. Un día más, una hora más a su lado, aunque esa hora tarde siglos en presentarse; la vaga promesa de volver a verlo aunque pasen muchas fechas en medio, muchas fechas de vacío. Señalamos en la agenda aquellas en que nos llamó o lo vimos, contamos las que se suceden sin tener ninguna noticia, y esperamos hasta bien entrada la noche para darlas por definitivamente yermas o perdidas, no vaya a ser que a última hora suene el teléfono y él nos susurre una bobada que nos haga sentir injustificada euforia y que la vida es benigna y se apiada. Interpretamos cada inflexión de su voz y cada insignificante palabra, a la que sin embargo dotamos de estúpido y promisorio significado, y nos la repetimos. Apreciamos cualquier contacto, aunque haya sido tan sólo el justo para recibir una excusa burda o un desplante o para escuchar una mentira poco o nada elaborada. “Al menos ha pensado en mí en algún momento”, nos decimos agradecidos, o “Se acuerda de mí cuando se aburre, o si ha sufrido un revés con quien le importa, que es Luisa, quizá yo esté en segundo lugar y eso ya es algo”. A veces supone —aunque sólo a veces— que bastaría con que cayese quien ocupa el primero, eso lo han intuido todos los hermanos menores de los reyes y los príncipes y aun los parientes menos cercanos y los apartados y remotos bastardos, que saben que de ese modo se pasa también de ser el décimo al noveno, del sexto al quinto y del cuarto al tercero, y en algún momento todos ellos se habrán formulado en silencio su inexpresable deseo: “He should have died yesterday”, o “Debería haber muerto ayer, o hace siglos”; o el que a continuación se enciende en las cabezas de los más atrevidos: “Todavía está a tiempo de morir mañana, que será el ayer de pasado mañana, si para entonces yo sigo vivo”. Nos trae sin cuidado rebajarnos ante nosotros mismos, al fin y al cabo nadie nos va a juzgar ni hay testigos. Cuando nos atrapa la tela de araña fantaseamos sin límites y a la vez nos conformamos con cualquier migaja, con oírlo a él, con olerlo, con vislumbrarlo, con presentirlo, con que aún esté en nuestro horizonte y no haya desaparecido del todo, con que aún no se vea a lo lejos la polvareda de sus pies que van huyendo.’

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