¿Qué habría de estar conforme yo con eso?
Y sólo Dios sabe cuántas cosas peores. Cosas malas. Cosas malas. Todo eso ha pasado ya.
Digo algunos nuestros porque yo nací republicano, y republicano me moriré. Y no los voy a llamar rojos, porque yo soy rojo, igual que mi padre, que lo era de verdad, y a mucha honra. Pero ésos eran de otro rasero, y con tanto desbarajuste, hicieron que llamaran rojo a los rojos como si fuera una afrenta, y con ese escarnio que lo dicen todavía los que se hicieron amos del poder. Y mi padre era rojo. Y así mismo le insultaron mientras se lo llevaban a la plaza de toros, gritándole rojo. Rojo. Rojo de mierda. Va para más de una vida, y todavía se me figura que oigo los chillos. Rojo, comunista, maricón, ahora vas a ver por dónde te vamos a dar. No se me despintan esas palabras, señor comisario, lanzadas como piedras con honda, para herir. Escuché cómo se las decían a mi propio padre, a mis diez añitos, y me dolieron más que si me las hubieran dicho a mí. Lloré lo que no lloró mi madre, cuando yo me tenía creído que ya era un hombre.
Fueron a por él a poco de empezar la guerra, sólo por pelear en el frente defendiendo lo que había que defender. Era la fiesta de la patrona, y los que habían resistido en el ayuntamiento se habían rendido ya. Y estaban todos muertos. Les prometieron perdonarles la vida por ser el día de la santa si se entregaban. Y se entregaron. Y el perdón les duró el tiempo que tardaron en rendirse. El pueblo ya había caído enterito, pero fueron buscando casa por casa, y a mi padre lo arrancaron de la mía. Le miraron el hombro y se lo llevaron.
Al verle la señal. A todos los que tenían la señal se los llevaban sin preguntar.
La que deja la culata del fusil. El que tenía la señal es que había pegado unos cuantos tiros. Y mi padre la tenía. Mi madre se agarró a él y yo me agarré a mi madre. Lo despegaron a palos de nosotros, y a palos lo arrastraron hasta la plaza. Miró atrás antes de que lo metieran adentro, para ver a mi madre y que ella viera que no llevaba miedo. A mí me miró también. Era un hombre de una vez. Pero cuando el miedo es miedo de verdad, se cuela por las venas y no hay valiente que lo pare; le llega a uno al corazón cuando todavía está cavilando que lo puede frenar. Y antes de percatarse de que le había llegado, a padre ya se le veía en los ojos. El miedo es muy hijo de madre, el muy canalla, un hijo de la releche, y usted me perdonará las maneras, señor comisario, pero es que hay veces que a uno se le cuece la sangre y las palabras han de salir calientes, por fuerza.
Fue la última vez que lo vimos. A nosotros nos obligaron a volver a casa. No habían pasado dos horas cuando la mujer del Cuchillos, el afilador, vino a avisarnos de que fuéramos al cementerio.
Sí, señor, y a muchos más. Y menos mal que a padre no lo torearon. Se salvó de la humillación de correr detrás del capote y morir atravesado, como dicen que hicieron con otros. A él sólo le pegaron cuatro tiros. Y no crea usted que nos dejaron darle sepultura, ellos que son tan cristianos. Cuando mi madre fue a por razones de mi padre, ya lo habían quemado con los demás, junto por junto del cementerio.
Lo sabemos por un primo del Modesto, que era guardia civil y estaba dentro de la plaza. Se llegó a mi casa a darle cuenta a mi madre de lo que había pasado, porque la pobre mujer no paraba de preguntar a unos y a otros si a su marido le habían dado estoque. Quédese tranquila, le dijo, que su Antonio no se ha hincado en tierra, ha muerto de pie, con la cabeza bien alta y mirando de frente.
¿Por dónde quiere usted que siga, señor comisario, por la guerra?
¿Y por dónde iba?
8
A las seis en punto, la hermana portera acompañó al médico a la celda de la novicia, que al momento de verlo, le pidió a la sirvienta que le mostrara la bandeja de su merienda.
—Ni una miguita, doctor, ¿ha visto?
La expresión de la enferma dejaba traslucir su deseo de sorprender al médico, y él advirtió que aguardaba su reacción con ansiedad.
—Muy bien, hermana. Si sigue así, pronto la dejaré que se levante.
—¿De verdad?
—Sí, pero no exagere su alegría, será sólo para que se siente en el sillón.
—Señor doctor, a mí me da la pinta de que ahora me come en demasía.
—Felisa, llévate la bandeja a la cocina, anda.
Antes de salir de la habitación, Felisa se dio media vuelta.
—Sí, sí, me la llevo, pero el médico es como el confesor, que lo tiene que saber todo, y tú me pides siempre más. Y hay veces que, de seguida de comer, arrojas los trozos enteros. Que los he visto yo, que no tengo los ojos de adorno.
No dejó de murmurar mientras caminaba a lo largo del pasillo del claustro.
—Cucha la niña. Ésta se figura que ando todavía con chupe y babero, o que soy tonta de remate.
Había dejado la puerta entornada, y el reflejo de un sol amarillo iluminó la celda.
Fue la primera vez que los dos jóvenes se quedaron a solas. Ninguno de ellos supo qué decir. Las palabras se les quedaban retenidas en la necesidad de buscarlas, y ambos permanecieron en silencio hasta que la criada regresó.
—Aquí se está muy fresquito.
—Sí, señor doctor, eso mismo digo yo, pero ella dice que tiene calor. Me extraña que no le haya mandado cerrar la puerta, que hasta la luz se le figura a la niña que son brasas que van a arder.
El médico colocó su mano en la frente de la enferma, le tomó el pulso, le retiró con suavidad el escapulario y la auscultó. Fue inevitable que sus dedos la rozaran al presionar el fonendoscopio contra su pecho. Un roce apenas. Pero el médico supo que había provocado en ambos el desorden de una caricia involuntaria. Observó que las mejillas de la joven perdían por un momento su palidez enfermiza, y sintió que el calor subía a sus propias mejillas. Un roce apenas. Una involuntaria caricia. Ella apretó los labios, y él también.
—Tosa, hermana.
Si mañana Felisa los dejara solos, la llamaría por su nombre. Sí, mañana.
Mañana.
Mañana.
Mañana.
Al tiempo que formulaba su deseo, la hermana portera llamó a Felisa.
—Ahora mismito vuelvo, señor doctor.
Mañana podría ser hoy.
Mañana es una palabra muy larga.
Mañana.
Quizá mañana no se presente la oportunidad.
Mañana.
Hoy.
Ahora.
Y la llamó Eulalia mirándola a los ojos.
Ninguno de los dos retiró la mirada.
—No me llame Eulalia. Llámeme Aurora esta tarde.
—¿Sólo esta tarde?
—Llámame Aurora.
—Aurora.
La criada regresó en ese momento.
—Señor doctor, que dice la hermana portera que le diga que si le apetece a usted un arroz con leche con una poquita de canela.
—Gracias, Felisa, pero tengo que irme.
Mientras la novicia miraba al médico salir de su celda se llevó la mano al pecho y, al encontrarse con el escapulario, rompió a llorar. Felisa se sentó en la cama y le ofreció sus brazos. Ella buscó refugio en la mujer que la crió. Se dejó abrazar, y se meció en la ternura de su pecho. Felisa le palmeó la espalda, al ritmo del tintineo de los pasos del médico que enmudecía a lo lejos.
—¡Ay, virgencita mía de Guadalupe!, si sabía yo que esto habría de llegar más temprano que tarde.
—Felisa, no puedo explicarme lo que me ha pasado.
—Ni falta que te hace. Hay cosas que no tienen explicación.
—Me ha llamado Aurora. Me ha llamado Aurora.
—Cucha, ¿y qué?
—Que me ha llamado Aurora y he sentido una cosa aquí, Felisa, una cosa muy rara.
—Llora, hija, llora, de algo servirá aunque no sea de consuelo, que para esto no lo hay.
Y Felisa recordó su propio llanto, cuando Juan decidió marcharse a buscar un futuro que ofrecerle, y ella se quedó a esperarlo. Esperando siempre, hasta que el cansancio le trajo la certeza de que no había futuro para ella; y no existía siquiera el que había llegado ya, porque no era Juan quien se lo había traído.