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Don Antonio maldecía su suerte. Golpeaba sin cesar la punta de su bastón contra la acera. Imaginaba que el comisario no había acudido a su cita por no atreverse a decirle que la carta no servía como prueba de la inocencia de su nieto, sin saber que mientras él caminaba hacia el cuartelillo, el comisario se encontraba leyendo la carta en la casa del marqués de Senara. Aurora la escuchaba en silencio, a diferencia de su abogado, que pensó rápidamente que la mejor defensa es un buen ataque e interrumpía a cada instante la lectura.

Ningún argumento escapó a la sagacidad del abogado, que exigió un perito calígrafo y cuestionó la imparcialidad del testigo por su relación con la familia asesinada. Y añadió que aquella artimaña se trataba de una astuta venganza.

Durante las interrupciones de la lectura, el abogado observaba las reacciones de Aurora. Su actitud la delataba, miraba alternativamente a cada uno de los presentes sin poder ocultar su desconcierto, y cuando sus ojos se posaban en los del comisario, retiraba de inmediato la mirada.

Don Antonio sorteaba los restos de nieve con dificultad. Deseaba ir aprisa, pero debía ir despacio. Movía su desesperación con la cabeza y golpeaba el suelo con la punta de goma de su tranca. Cruzó la calle desconfiando de sus piernas, se llevó la mano a la boina, y se rascó pensando en la carta del hijo de Isidora, preguntándose si el comisario sería capaz de lograr que su nieto pudiera dormir algún día mirando al cielo. Alzó los ojos buscando una respuesta, y habló en voz alta.

—Meloncina, tú que tienes a Dios a mano, podrías preguntarle por qué hace las cosas tan malamente.

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