La señora quedó preñada por tres veces, sí de los tres hijos que le vinieron, una hembra y dos varones. Y se le pasó el capricho del niño de la Isidora, pero no se lo devolvió. Por soberbia, porfiaba mi difunta que no se lo devolvió. Por soberbia.
¿Y quién dice usted que estaba?
Qué raro.
Ya le he dicho que la casa está en baldío, ¿cómo va usted a encontrarla?
Porque el señorito mandó tumbar los ladrillos que el Modesto levantó cuando su casamiento.
Quedaba a un tiro de piedra del portón del cortijo, el que tiene un arco bien hermoso pintado de albero, en la entrada principal, donde empiezan los álamos que hacen sombra al camino hasta la casa del medio.
En cuanto el Modesto entregó su alma, y al poco, de sola y de triste, le siguió la Isidora sin rechistar, como había hecho siempre en vida, la echaron abajo. Y eso que el hermano del Tomás, el porquero, se la pidió en arriendo para su hijo, que lo tenía recogido en el chamizo con toda su gente, y ya se lo había llenado con cuatro nietos, y el quinto a punto de caer, y no se apañaban porque la suegra y la nuera pendenciaban a destajo. Pero no se la dio.
No sé por qué no se la dio. En vez de eso, el señorito mandó al Tomás y al hermano que derrumbaran la casa. Yo dije que estaba malo. Allí no queda nada, señor comisario. Un puro barbecho. Se me figura a mí que los señores tendrán también sus entrañas, y no les será de gusto ver lo que no quieren ver, que hasta el huertino que plantó la Isidora lo arrancaron de cuajo.
¿Sabe usted?, en la vida he hablado yo de esta manera con nadie de su condición.
Verídico. Y una charla como la de ahora, ninguna desde que mi santa pasó a mejor vida.
Sí verídico. Así dice mi Paco cuando viene del monte y le pregunto si hacía frío en la choza. Verídico, me dice, se arrebuja en el jergón y ya no hay más nieto.
No, hasta dentro de tres días lo menos no baja del monte, ya se lo he dicho antes. ¿Quiere otro caldito? Yo no sé a usted, pero a mí este relente me deja los huesos lo mismo que si fueran carámbanos que me enfrían desde mis adentros.
Como se lo estoy contando. La única vez que yo he cruzado palabra con la autoridad fue cuando el Tomás denunció a mi nieto. Se fue al cuartelillo sin avisarnos si quiera. Bueno está que cada uno busque lo suyo, yo no digo que no lo buscara, pero podía haber preguntado antes. Aunque ya se sabe que cuando hay hambre en casa, la amistad se queda en los estómagos de umbral para adentro, y ese año al Tomás se le echaron a perder la mitad de los guarros de la piara. Y entonces tenía muchos estómagos reclamando, como ahora. Pero hambre teníamos todos.
Todos, señor comisario. Por aquí se ha pasado siempre mucha necesidad. Por descontado que nosotros también. A mi difunta le crujían los nudillos de las manos en cuanto las metía en la lavaza, y los sabañones se le reventaban tal que si fueran tomates, amén de que las espaldas se le habían quedado como el asa de un cántaro, ¿sabe usted?, de tanto encorvarse. Y a la señora le daba fatiga sólo de pensarlo. Así que le encargó al señorito que le diera mil duros, porque doña Victoria ya no venía por aquí y que le dijera que estaba mayor para esa faena. La Nina, que además de santa era muy suya, y más brava que un jabalí acorralado, le porfió con toda la razón de su parte: Qué espera que haga yo con mil duros. Toda la vida llovida para esto. Y se lo soltó con ese temperamento que le salía de las bilis algunas veces. Pocas, la verdad, pero eran de temer. Y no la llamaron ni para blanquear como le tenían prometido. Cuando se acercaba la calor, le mandaron razón con la nuera del Tomás: que les daba miedo que trajinara con la escalera, que se podía caer y darles un disgusto.
Y la última vez que le dieron cal a aquellas paredes, no fue mi santa quien se la dio. Ni siquiera le dejaron matarla, con el donaire que tenía la Nina con el palo.
Matar la cal.
Porque la cal viene viva, y hay que matarla con agua.
Casi la vida entera había servido en aquella casa. Todos los días menos las fiestas de guardar. Y en verano, algunas fechas feriadas también, que venía el señorito con los niños y se cargaba mi santa con todos porque doña Victoria se quedaba en la capital. Anda que no se los ha traído veces por la tarde. Yo los dejaba enredar con el barro y ella les preparaba un refresco, con agua y vinagre y azúcar, y unas gotinas de limón. O les hacía un cucurucho con las pipas que la Nina secaba al sol, las de los melones, que a ella le gustaban mucho, y a los señoritos también. Les tenía mucha ley a aquellos tres, por eso le dolió más el pago. Si no hubiera sido porque allí me dejé de analfabeta, decía, el culo me limpiaba yo, con perdón de la palabra, señor comisario, me limpiaba yo con este billete, que no es de recibo el trato para tantas veces que les lavé yo el suyo cuando chicos. Pero lo aprovechó bien, compró chacina que nos duró casi diez meses, era muy apañada mi difunta, y unos pollos de corral que se le murieron allá para el mes de febrero del año siguiente. Justo al tiempo que yo tuve que quitarme del oficio, porque en invierno el barro está muy frío y mis manos ya no me respondían, por la reuma, que la tengo muy mala, ¿sabe usted?, malísima. Y al poco, apareció el Tomás con los guardiñas.
Sí, claro que lo prendieron. Y el consultamiento que le hicieron antes no lo hubiera querido ver nadie con los calzoncillos nuevos; le preguntaron en un momento lo menos catorce cosas, sin dejar quietas las manos en una sola. Y se lo llevaron preso por haber confiscado un guarro de la pocilga del Tomás. Ya ve, señor comisario, qué íbamos a hacer nosotros con un guarrino tan chico, si no daba ni para matanza, si los jamones habrían salido más menguados que muslos de alondra. Pero el Tomas le pidió a los municipales que entraran a revisar en mi casa. Y entraron, no vea si entraron. Pero no como usted, que antes me ha pedido permiso.
No ande con apuros, si para mañana tengo más. Desde que mi santa me dejó, soy yo el que prepara el puchero, con su miajina de todo. Mire, así lo aviaba ella, ¿lo ve? Se cuece lento y se tiene ahí todo el día, arrimado lo justo a la candela para que no se turre lo de abajo. Beba lo que haga menester, que cuando el frío arrecia, no hay brasero que valga.
Por mí no se incomode, puede quedarse todo el tiempo que quiera.
Rediós que he tenido suerte con que no tenga usted prisa. Porque ya habrá visto que a mí hablar no me cuesta. Lo que me cuesta es encontrar al que no ande apresurado, y poca gente viene, la verdad. Sólo el Tomás el porquero, desde aquello, se acerca de vez en vez a traernos un cacho tocino fresco, pero quitándolo a él, nadie.
No, señor. Nadie.
¿Y a qué han de dejarse venir hasta aquí?, del cortijo no se llega ninguno. Amén de que hace mucho que no paran por arriba.
Los años, entregados están. Y el pan que nos ganamos nos lo hemos comido hace tiempo. Lo mismo pasa con el afecto. Dice usted que tiene que quedar, así será si usted lo dice, pero yo no entro en más honduras.
Sí señor, si yo no le digo que no, afecto sí que había, que cuando mi hija se nos acabó en el parto, la señora se encargó de que le mandaran a la Nina un vestido casi nuevo para la mortaja. Un vestido celeste con lunaritos blancos. Había que verla, más guapa que en todos los días de su vida se fue para la tumba. Parecía una virgen, oiga usted. Y cuando lo del señorito Agustín, los de aquí abajo fuimos todos andando al convento detrás de los coches del cortejo, que hasta allí los llevan a ellos a darles sepultura. A ése tampoco lo ha podido conocer usted, al señorito Agustín.
Iba en la moto a todo meter y se saltó el cruce, el que sale para la estación, justo donde estaba la casa de la Isidora. La casa en sí pillaba para el costado de las chumberas, y el señorito se pegó el trastazo en el camino que sale de ahí mismo. Por esas fechas no andaba usted por aquí y ahora sí que no me fallan los cálculos.