Había sido hermosa, alta, y fuerte, y así se recordó, escuchando las carcajadas de Juan, mientras ella intentaba anudarse el pañuelo que cubría su cabeza.
—Has de soltar la vara, chacha. ¿No ves que te la estás metiendo por entre medio? Quita, déjame a mí.
Reían los dos. Juan la obligó a soltar la vara. Y después, le soltó el pañuelo.
—Déjame que lea un rato, Felisa. Un ratito nada más.
En aquel olivar podría haber sido; Juan desprendió su melena y se acarició la mejilla con ella.
—Cucha, no sabía yo que tu pelo era tanto, y tan negro.
Felisa respiró hondo. Se llevó las manos a la nuca. Buscó las horquillas que le sujetaban el moño, y las apretó.
—Felisa. Felisa, ¿me oyes?
Los días se enredaron unos con otros cuando Juan se marchó, poco después de pedirle que se casara con él. Y sus cabellos fueron perdiendo uno a uno el color negro, mientras ella esperaba su vuelta.
—Felisa. Felisa.
—¿Qué?
—Que me dejes leer un rato.
—¿Qué dices?
—Que quiero leer.
—Ni hablar, el médico ha mandado que no te fatigues.
—Pero ¿cómo van a fatigar los libros?
—¡Yo qué sé! A mí sólo me ha dicho que después de las comidas no puedes dormir ni leer.
—¿Qué hora es?
—¿Otra vez?
—Sí, otra vez.
—La misma que antes, nada más que un poquino más tarde.
—Entonces son casi las seis. Ponme un camisón limpio, anda. Y péiname ya.
7
No le esperaba yo tan temprano, señor comisario. Y me coge usted de chiripa, porque acabo de llegar del cementerio.
Todos los días voy, sí, señor. Y todos los días vuelvo con la resolución de que nunca más he de llegarme hasta allí.
Porque eso de que se vive solamente una vez será muy, verdadero, pero la muerte es otra cosa. A mí, mi santa se me muere cada vez que me acuerdo de que se ha muerto. Y en el cementerio me acuerdo todo el rato, así que todo el rato se me está muriendo.
¿Qué ha de molestar? Está usted en su casa. Siéntese, que ya me voy acostumbrando a ver ese sitio ocupado.
De ahí que ayer se fuera usted de esas formas, más de prisa que si se hubiera agarrado a la cola del diablo. Ya me tenía que haber figurado que salió corriendo para hablar con la señorita Aurora.
¿Que ella no sabe nada? ¿Eso le ha dicho?
Yo que usted, no me creería ni un pelo de lo que le ha dicho.
¿Cómo que por qué? Pues porque es mujer.
Lo tenía yo por más avispado, señor comisario.
Muy sencillo, porque de las mujeres no hay que fiarse nunca, que se arreglan que da gusto para enredar la verdad con la mentira.
Si le ha dicho que no sabe nada, es que algo sabe, y mucho. ¿Usted no se ha percatado todavía de que si a una mujer se le pregunta qué le pasa y contesta que nada, es cuando se sabe de fijo que algo le pasa?
Ande, ahí lo tiene, no es de extrañar que la señorita no suelte prenda. Cuando no ha dicho nada es porque no le conviene hablar. ¿Qué esperaba usted? ¿Que le contase que estaba presente cuando los mataron a todos allí dentro?
Sé que estaban dentro porque aparecieron muertos dentro, ¿cómo no lo iba a saber?
Figuraciones suyas, señor comisario. El hijo de la Isidora no me dijo más de lo que le he contado yo a usted. Y hágame el favor: ¿se sabe algo de él?
Ya. Pero si usted está aquí, es porque no lo han encontrado, ¿no?
La última carta que llegó venía de la capital, sí, señor. Pero ya le dije que nunca ponía el remite, y que hace muchos años que la escribió.
Nadie la tiene. Si hubiera sido dos meses antes, las podría usted haber leído todas, pero ahora ya no.
Porque cuando la Isidora se acercaba a su fin, se las dio a mi difunta en una caja de lata, de esas que daban antes con las galletas. Le pidió que las leyera en alto de vez en cuando, que si desde el otro mundo se oía algo, ella quería seguir oyendo la voz de mi Catalina. Es que daba gloria de oírla, ¿sabe usted? La pobre mujer, la Isidora, hasta que sus piernas la aguantaron, estuvo viniendo aquí a escuchar las cartas viejas de su hijo, que ya no le escribía, de la primera a la última, una por una; y cuando se acababan, volvían a empezar. No sé cómo no se hartaron nunca, ninguna de las dos, de la tristeza que mandaba ese niño, angelito. Y las cartas que escribía siendo grande tampoco se salvaban de tristes.
No, señor. Ya no las tengo.
Las quemé cuando mi difunta pasó a mejor vida.
De qué me servían a mí, que soy analfabeto. Alguna palabra le habrá llegado a la Isidora con el humo, ¿verdad usted? Yo me sé muchas.
Se me quedaron de tanto oírlas.
¿De verdad quiere que se las refiera?
Deje, deje, ya atizo yo el brasero, traiga para acá la badila que yo la entiendo.
¿Palabra por palabra?
¿Ve? Ya va calentando.
Me da reparo.
No sé. Pero se me corta el aire sólo de pensar en decírselas.
Será que no tengo costumbre de que alguien me escuche un recitado.
Hablar es otra cosa, nos van saliendo los pensamientos conforme los vamos pensando. Son las palabras aprendidas las que le ahogan a uno antes de llegarle a la boca. Y se nos olvidan si las pensamos.
¿Y eso funciona de fijo?
¿Sólo con respirar?
Si usted tiene el gusto de oírlas...
Pues no faltaba más.
¿Empiezo?
«Aquí tengo un cuarto para mí solo, con sus visillos en los cristales, y un tren eléctrico, pero no hay nidos de golondrinas, mama.» «La piconera es un cuarto entero, mama, un cuarto grandísimo lleno de picón al lado de la cochera, y en la cochera caben cuatro coches. Y hay ascensor, que sube y que baja, y yo he montado.» «Menos mal que la señora ha tenido una niña, y ya no quiere que la llame mamá, porque a mí eso tan finolis no me sale, mama. Le van a poner Aurora, lo mismo que una hermana de la señora que era monja y que se murió.» ¿Ahora es cuando tengo que respirar hondo?
Sí, sí que funciona.
«Hoy es mi cumpleaños y la señora me ha regalado unos zapatos Gorila y una pelota verde que bota muy alto porque es muy dura.» «Ya tengo siete años, ¿cuándo va a venir papa a buscarme?» «Dígale a la señora Catalina que se fije en lo bien que escribo las letras, en vez de echarme una riña en cada carta por escribir algunas palabras juntas, y dígale que la monjita que me da la lección en la escuela dice que soy muy listo.» «La señora no quiere que nos mandemos cartas, y yo me he agarrado un berrinche y me he escondido en el chinanclo de la escalera hasta que me ha encontrado el Lorenzo y me ha dicho que él me las echa al correo, y que gritará bien alto las señas por la raja del buzón, como hago yo para que no se pierdan. Y me ha dicho también que no les ponga el remite, por si alguna se llega a perder, para que no la devuelvan y se entere la señora de que le sigo escribiendo. Señora Catalina, me dice el Lorenzo que le diga que escriba su nombre en el sobre, que es Lorenzo Barreda Mendoza, y que pinte usted una cruz chiquinina en vez del remite de mi señora madre, y así sabemos las que son mías, y que es secreto.» Este cacho era bien largo, y me ha salido de carrerilla. ¿Eh, señor comisario?
Una pizca de fatigado, sí. Pero puedo seguir todavía. «El tercero ha sido niño, mama. Le van a poner Julián, por su abuelo, que va a ser el padrino.» Ése era el marqués.
Sí, el abuelo de los señoritos era marqués. No tenía una perra, pero tenía mucha importancia, por ser marqués. Y por eso algunos nuestros lo entraron en la parroquia y le prendieron fuego, con todos los demás.
Con los que iban contra la República y querían que volviera el rey, que estaba bien donde estaba, y allí se quedó.
Se salvó, sí. Llegó a su casa todo chamuscado y ni la propia marquesa lo pudo reconocer. Se había escondido en un confesionario, y se escabulló por un boquete que hizo una granada en el muro. Se las tiraban desde lo alto del campanario, ¿sabe usted? Que el cielo los perdone, si no los ha perdonado ya. A la Catalina por poco la matan, y era nada más que una niña. Se liaron a pegar tiros desde la torre a todo lo que se movía. Y la Nina se movió.