Hasta luego, me dijo, y me sonrió. Hasta luego. Me sonrió, y yo le sonreí también. A ver, ¿qué iba a hacer? Fíjese, sonriendo en un momento así, cuando la estaba viendo viva por última vez al tiempo que la veía por primera vez muerta. Sonriendo. Ella y yo. Sonriendo los dos.
Qué se le va hacer. Dios lo quiso así.
Y quiso también que al mes justo de que mi santa se diera en su último suspiro, llegase el del padrón.
El que apunta en un cartapacio a toda la vecindad del pueblo. Dese usted cuenta qué maldad trajo la suerte para señalar el destrozo.
Que yo tuve que apuntar a uno menos. Señor comisario, no se ofenda, pero se nos ha cerrado la noche y ahora son las penas las que hablan. No le quiero importunar con mis sentires. Me va a permitir usted que le haga un requerimiento.
¿No le importaría volver mañana y le acabo de referir lo de la carta de la señorita?
4
Los padres de la novicia acudieron a la consulta del medico decididos a impedir que la ingresara en un hospital público, y se negaron también a trasladarla a un sanatorio privado, pues los que admitían enfermedades infecciosas se encontraban demasiado lejos de «Los Negrales».
—Pueden consultar a otros colegas. Les dirán lo mismo que yo.
—Mire, doctor Palacios, con su criterio nos basta. Nos gustaría llevar esto con la máxima discreción, es la primera vez que se da una enfermedad así en nuestra familia.
—Les aconsejo entonces que se la lleven al cortijo. El aire y el sol le vendrían muy bien. Estaría mucho mejor que enclaustrada en la celda del convento. Además, la madre Amparo puede negarse a que permanezca allí.
—En « Los Negrales» hay demasiado alboroto. Mi hija mayor va a casarse. En cuanto a lo demás, no se preocupe.
Y con mal fingido pudor, el padre de la novicia le detalló los motivos por los que no debía preocuparse. Comenzó por explicarle que el convento se fundó en el siglo XVI. Lo hizo construir un antepasado de su esposa en territorios de su propiedad. Desde su fundación, fue considerado como parte del patrimonio de los Paredes Soler y en todas las generaciones posteriores habían tenido el honor de que la madre abadesa perteneciera a la familia. Los primogénitos, al heredar tierras y fortuna, heredaban también el compromiso de mantener a la comunidad religiosa con generosos donativos. Ninguno de ellos había roto con la tradición. Y ninguno había renunciado a las reglas no escritas de gozar de ciertos privilegios. Todos los miembros de la familia recibían el santo sacramento del bautismo en el baptisterio del convento; todas las bodas se celebraban en su capilla; y sólo los Paredes Soler recibían cristiana sepultura en el único panteón que la orden había permitido edificar en su pequeño cementerio.
El cuello de doña Carmen Paredes Soler parecía crecer hacia arriba, incluso cuando bajaba la cabeza para asentir mientras hablaba su marido. Su barbilla se alzaba sobre los encajes que rodeaban su garganta, donde destacaba un camafeo de jade ribeteado de brillantes, tallado con el perfil de una mujer que se le parecía.
Apenas el padre de la enferma guardó silencio, la madre tomó la palabra. Añadió al gesto que había mantenido hasta entonces una media sonrisa y engoló la voz para decir que su situación era muy especial. Le contó que hacía dos años que su hermana mayor, la anterior madre abadesa, había muerto. Y cuando su hija los puso al corriente de su vocación religiosa, los llenó de orgullo, no sólo por un deseo tan repentino de tomar los hábitos, ya que la niña nunca había sido especialmente devota, sino porque continuaría con la tradición familiar. Su hija acababa de cumplir los diecisiete años y era la primera vez que se separaba de ellos, de manera que, cuando pidió llevarse a Felisa, y la superiora se negó a que la criada viviera en el convento, ella misma dispuso que la sirvienta se alojara en la pensión de enfrente para atender a su hija durante el día.
—Y a eso no pudo negarse. Aceptará también que Eulalia pase allí su enfermedad. No se preocupe, doctor Palacios.
Fue la primera vez que el médico oyó el nombre de la novicia. Pero no pasaron dos segundos, cuando su madre la llamó de distinta forma.
—Aurora estará allí más tranquila que en medio del alboroto de «Los Negrales».
De inmediato, doña Carmen se disculpó.
—Perdón. Eulalia, quiero decir.
Y le explicó que para ingresar en la congregación, su hija había escogido el nombre de Eulalia, la santa a la que dirigía siempre sus rezos, virgen y mártir, simbolizada por un horno encendido y una paloma. Doña Carmen le pormenorizó con fervorosa fruición el martirio de la cristiana emeritense de doce años, recreándose en los garitos que desgarraron los pechos púberes, en las teas que prendieron en sus heridas, en la nieve que cayó sobre su cuerpo para apagar su incendio, y en la paloma que salió de su boca en el momento de morir.
—Mi hija se llama Eulalia, discúlpeme si me equivoco y vuelvo a llamarla Aurora.
El timbre de voz de doña Carmen recuperó el tono de firmeza que había perdido por unos instantes.
—Doctor Palacios, Felisa se instalará con ella en la celda, es la persona que mejor la conoce, incluso mejor que yo, que soy su madre, ¿verdad, Ángel?
—Mi esposa tiene razón, Felisa la cuidará bien, hará todo lo que usted le indique. Se lo ruego, atiéndala en el convento.
La insistencia de los padres de la enferma no admitía negativas. El médico accedió. Y la señora de Albuera, sin levantarse de su asiento, le ofreció displicente el dorso de su mano derecha mientras su marido añadía otra proposición.
—Nosotros iremos a verla todos los domingos. Podría acompañarnos, doctor Palacios. Comprendo que es su día de descanso, pero sabremos compensarle. No hay buen bautizo sin buenos padrinos, ni grandes pasos sin grandes caminos.Piense usted en su futuro.
Las palabras de don Ángel Albuera llegaban a los oídos del médico mientras él pensaba en la enferma. Influencias. Nueva clientela. Favor por favor. Dificultades que debe padecer un médico que empieza. Las puertas a las que ha de llamar un recién llegado de la capital. Tropiezos para ejercer su profesión en un pueblo pequeño.
—Doctor, se lo ruego.
No era un ruego. Era una ostentación de poder. Pero el médico pensaba en la enferma. Tomó en sus dedos la mano inclinada que le extendía doña Carmen.
—A mi marido y a mí nos gustaría que viniera con nosotros en el coche, así podría ponernos al tanto durante el trayecto, y no le molestaríamos aquí en la consulta.
Aceptó, acercando levemente los labios al dorso de la mano ofrecida. Doña Carmen retiró la mano y se levantó de su asiento. Los hombres se levantaron también, y la siguieron hacia la salida. La señora de Albuera se detuvo dándoles la espalda, y el médico sintió que el perfume que la envolvía escapaba de ella, iluminando su altivez mientras esperaba a que alguno de los caballeros le abriera la puerta.
Antes de abandonar la consulta, acordaron que el doctor Palacios iría los domingos a encontrarse con los padres de la enferma a la salida de la iglesia. Y después de la misa de doce, en los corrillos que formaban con sus amistades, fue testigo de las conversaciones donde presumían de la vocación religiosa de su hija menor. Y observó que ocultaban su enfermedad, como si les avergonzara.
En la entrada del convento los esperaba la madre superiora, que ya sólo acudía a la celda de la novicia para acompañar a sus padres. En aquellas visitas, el tobillo del doctor Palacios no anunciaba sus movimientos. Los visitantes irrumpían en la clausura haciendo sonar únicamente sus pasos. La enferma los escuchaba desde el momento en que los oía llegar, y se incorporaba, esperando la entrada de los únicos miembros de su familia que iban a verla. Pero ellos la saludaban desde fuera por temor al contagio. Y el médico lamentaba la escena que se repetía domingo tras domingo.