La mirada de la novicia seguía clavada en sus ojos; el médico lo notó en el súbito deseo de volver a mirarla.
3
¿Qué le dije yo antes, que volvió, o que no volvió?
¿Y usted cómo sabe que el hijo de la Isidora volvió para mi casa después del jaleo?
Sí que es usted espabilado, señor comisario. Y la Juana, si se traga la lengua se empacha con los chismes que seguirá largando, recontra.
Pues una mentirijina se le escapa a cualquiera. Sí que volvió. Ahora le doy por cierto que volvió. Y me dejó en las entrañas más agujeros de los que tengo en los codos de la zambra. ¿Sabe usted qué me dijo?
Si vienen preguntando, señor Antonio, diga usted que yo no he sido. Que yo no he sido, señor Antonio. Pero ¿qué dices, chacho?, le pregunté yo con la natural curiosidad por saber qué era aquello que él no había sido.
Las doce en punto daban. De fijo, señor comisario. De fijo, que sentimos las campanas parados en la puerta los dos. Yo las conté. Siempre las cuento, que para algo las dan, y el que tira de la soga vive pared con pared de nosotros, y le gusta que luego alguien le diga: oye, la séptima de las once de ayer noche te salió un poquino esmirriada a poco ni la roza el badajo. Y entonces él se esmera, y jala con tanto ahínco para la séptima que casi le sale un redoble. Antes las escuchaba con la parienta, ahora las escucho solo. Y es que mi difunta y yo siempre hemos pensado que hacer algo sabiendo que nadie te tiene cuenta es muy desagradecido, ¿no le parece a usted?
Las doce daban. El hijo de la Isidora se quedó sin habla mientras yo las contaba. Cayeron sobre él como a cuchillo, oiga usted, igual que si le dolieran. Verídico. Le daba un temblor en este ojo con cada una, y cuando acabaron de sonar, dio un respingo. Y luego, respiró hondo.
No entró, no. Yo le pedí que entrara.
Pero no quiso, no señor.
Cogió el camino de su casa, se volvió hacia mí, me repitió que él no había sido y ya no lo vi más, nunca. Parecía un forastero en el camino de su casa, con ese abrigo tan largo.
Fue la última vez que lo vieron estos ojos.
Se lo juro, señor comisario.
Por mi difunta esposa que Dios tenga en su gloria, se lo juro.
Ya, ya. Ya sé que donde su casa no estaba. Pero el camino de su casa cogió, ¿qué quiere que yo le diga?
No, hombre, si usted no molesta. Pero no vaya a creer que porque se me haya olvidado un detalle, que lo acabo de rectificar de cierto, voy a andarle ahora con inventados. No, señor, que yo aprendí desde bien chico que los embustes han de usarse siempre en provecho de uno, y a mí este pleito ni me aprovecha ni me deja de aprovechar.
Si no me enfado, válgame el cielo.
Déjese usted, pero también le digo otra cosa: mientras más tarda uno en descubrir que le han cogido en un extravío, más rabia le da. Y usted ha tardado un rato largo en decirme que me había cazado. Uno tiene su orgullo, qué carajo.
Haga el favor de no pedirme disculpas, que yo a usted todavía no le he pedido nada, recontra.
No se levante, hombre de Dios.
Pregunte lo que quiera preguntar. Pero siéntese, si quiere que sigamos con la plática y le haga yo saber lo que ha venido usted a saber.
¿Cómo no había de conocerla? ¿Pues no le he dicho que mi difunta se los traía a casa en los veranos, un día sí y otro también? ¿Sabe qué me contó el hijo de la Isidora ayer noche?
Que la señorita era la única en toda esa familia que le había dado cariño en la capital. Cariño, me dijo que le había dado. Ya lo decía mi Catalina, que sabía más de la vida que los propios filósofos, que la señorita y el hijo de la Isidora se tenían en mucha estima. Demasiada estima. Eso no es bueno siquiera en gente de la misma condición, decía, y estos dos han venido al mundo con pelaje distinto, distinto y encontrado. Si es que mi santa se percataba de lo que a nadie le daba por percatarse. Para ser mujer, tenía mucho fundamento. Hasta en las espaldas se le abrían ojos para ver lo que no podía ver.
Más de lo que usted se figura veía, sí, señor. Ella fue la que descubrió lo de la carta.
Una que le escribió el hijo de la Isidora a la señorita.
Verá, me lo contó la Nina un domingo después del almuerzo. La señorita Aurora andaba alborotada por su cumpleaños, que había de cumplir los quince en unos días.
La monja no, leche. La hija de doña Victoria. La monja hacía tiempo que estaba únicamente para las malvas.
Sigo, sí. Sigo. Le iba a decir que la rapaza no paraba en sí de ver que se avecinaba fecha tan señalada. La parienta había ido por la mañana a una procesión que recorrió el pueblo entero con el brazo de santa Teresa en alto metido en un cristal. Un brazo que no se pudre, oiga usted, ni desprendido del cuerpo se ha echado a perder. Total, que la Nina estaba fregando la loza como arrecogida, por lo del brazo santo, y yo me acerqué por su detrás, despacino, despacino, para darle un arrechucho y un susto. Mire que hace de eso, y todavía me acuerdo hasta en lo más chico. Quítate ya de ahí para acá, me pregonó antes de que llegara a rozarla, que te pareces a la señorita Aurora, que va para moza y todavía quiere colarse en mis refajos. Demonio de niña, tan bicho como tú, una sabandija que anda buscando siempre un hueco por donde entrar. Yo seguí a lo que iba, y mi Catalina dejó los cacharros en el pilón, y me espetó que dejara las manos a la vista, que era un intercadente.
Intercadente era una palabra de mi madre. Se la decía a mi santa, cuando la Nina se ponía más pelma de la cuenta y no la dejaba ni barrer la puerta de la casa.
Usted siéntese ahí, señora Lourdes, le decía, que ya ha trabajado bastante. Y mi madre dejaba lo que estuviera haciendo, refunfuñando que era una intercadente.
Conque la Nina se secó las manos en el mandil, me arrastró a esta silla, se sentó donde usted y me relató lo de la carta. Si parece que la estoy viendo, apoyando la mitad de la cara en una mano y sujetándose el codo con la otra. En cuanto se acomodaba esas maneras, sabía yo que algo iba a referirme.
Oiga, pues sí, así mismo se ponía. Y antes de pronunciar palabra, se tocaba el labio de arriba con el meñique.
No, hombre, no, sin quitarse la mano de la cara.
Justo. Nada más que un poquino echada para alante.
Y más cerca.
Tal cual.
Dos meses, sí. Dios le dio vida para acompañarme hasta hace dos meses. Dos meses ya que la enterré y no me acostumbro a no verla.
¿Usted cree que es poco tiempo? Pues a mí me da que el tiempo es corto si no se cuenta. Yo he contado todos los días. He contado todas las horas, todas las campanadas que me faltan de ella.
No, gracias, no fumo.
Dos meses son muchas campanas, para contarlas yo solo.
Faltaría más fume cuanto se le antoje, no es menester que pida permiso.
Si estoy añejo, señor comisario, y a los añejos se nos escapan sin querer unas lagrimillas, como a los niños. No me tenga lástima.
No se moleste, por mucha leña que eche al fuego, a estas horas el frío sólo se me quita bien arropado con los cobertores.
Deje ese pañuelo, que se lo agradezco igual. Yo llevo uno, ¿lo ve? Ya tengo los ojos pitiñosos. Siempre llevo, no vayan a creer que ando con legañas. Es la edad, que lo estropea todo. Y mejor que así sea, si llegáramos enteros a la tumba nos daría por preguntarnos por qué no nos espera un poquito más, ¿no le parece a usted? Pero con el estropicio de los años, uno se va acostumbrando a que el cuerpo dura lo que dura. Por eso, cuando a mí me ataca la reuma aquí, en esta parte de la cadera que me duele a mala vida, me digo a mí mismo que ya tengo un paso adelantado. Y es natural, ya me queda menos para reunirme con un hija y con su madre.
Quite, quite, ¿para qué quiero quedarme yo tanto, con este cuerpo tan gastado? Si a mí no me asusta la pelona, que deseando estoy de irme con mi gente. Y ellas tendrán ganas de verme, de fijo. ¿Sabe qué me sentenció mi Catalina cuando entregó el alma? ¿Sabe lo último que me dijo la muy guasona?