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—Siempre estáis hablando de lo mismo.

Cuando a Leandro le sobrevino el ataque de gota, Aurora se ofreció a ir con él al cortijo. Y fue su hermano quien los animó, ante la extrañeza de ambos, sin que ninguno de los dos pudiera suponer que Julián comenzaba una batalla contra su padre.

—Es una buena ocasión para que estéis en «Los Negrales» durante unos meses. A los dos os gusta el campo, y es una estupidez mantener la finca si nunca vamos ninguno. Yo cuidaré de Manuel, Aurora, por tu marido no tienes que preocuparte.

Las palabras solidarias de Julián no le hicieron sospechar a Aurora que su hermano aprovecharía la ausencia de su padre para actuar con manos libres. Y a su regreso, aprovechó la debilidad del enfermo para presentarle un proyecto de ayuda para las fincas que destruyeran los cultivos. Un proyecto que había elaborado Manuel. Para ello, era necesario dar instrucciones a Carlos, el abogado de la familia, conseguir que su madre firmara unos poderes, y que su padre apoyara la iniciativa, o fuera relegado de sus funciones.

—Estamos perdiendo mucho dinero, papá. El campo ya no es lo que era, y tú estás cansado.

—¿El abogado ha visto esto?

—Sí, y mamá está de acuerdo.

A partir de entonces, Leandro se limitó a observar cómo su hijo se hacía cargo de las propiedades de Victoria. Y desdeñando sus protestas, y las de Aurora, solicitó las subvenciones para arrancar los olivos. Y los arrancaron, sin que Julián sintiera que algo se le quebraba por dentro, como a él, como a Aurora.

—Acabarás perdiendo las tierras de tu madre.

—Perdiéndolas, no, papá. Pero vete acostumbrando a la idea de que lo mejor sería venderlas.

—No consentiré que hagas esa barbaridad.

—Cuando llegue el momento, lo discutiremos.

La muerte de su tía Amalia, la duquesa viuda de Augusta, le daría a Julián la oportunidad que esperaba. El duque ciego recibió de su madre una herencia millonaria, y quiso comprar «Los Negrales» como regalo de bodas para su hija.

Leandro protestó airadamente ante la posibilidad de plantearse siquiera la oferta.

Nada más pudo hacer. Julián convenció a su madre de que las fincas ya no eran rentables. Y hasta el último momento rebatió las protestas de su padre, su pleno rechazo a aceptar que la venta fuera una oportunidad única para invertir el capital en nuevos negocios.

—Él sabe lo que compra, y tú no sabes lo que vendes.

—El compra porque no sabe qué hacer con el dinero, papá.

Sin asumir la derrota, Leandro acudió por última vez al cortijo con toda la familia. Pero no quiso ser testigo de cómo perdían las tierras que Victoria se disponía a vender.

Al bajar del automóvil donde regresaban del notario, Aurora fue la única en advertir la cólera reprimida de su padre. Conocía los verdaderos motivos que le habían llevado a negarse a presenciar la venta. El había argumentado que su mujer ya no necesitaba su consentimiento para disponer de sus propiedades, y que aprovecharía para ver a su hermano Felipe. Pero sus excusas no convencieron a Aurora, a ella no podía ocultarle la auténtica razón de su negativa. La venta de aquellas tierras suponía para su hermano Julián un nuevo triunfo que a su padre le dolía admitir. Él había negado las ventajas de aceptar la oferta, al igual que negó en su tiempo las de arrancar los olivos, pero no pudo hacer nada ante la decisión de su esposa, como no pudo impedir que recibieran las subvenciones. Julián había vencido. Y viajó a «Los Negrales» empuñando su triunfo como un arma que blandía lleno de orgullo.

Aurora le ofreció el brazo a su padre, le acompañó al comedor de la casa central y le ayudó a sentarse a la mesa.

—Hija, no seas pesada, que yo puedo solo.

Julián llegó tras ellos del brazo de su madre. Se sentó frente a él, con el contrato de compraventa en las manos. Mientras, Leandro calentaba las suyas sobre las piernas, bajo la misma manta con la que se había cubierto en el porche. Guardó silencio, manteniendo oculta su irritación ante su hijo, que había regresado del notario con una expresión de euforia que le hirió en lo hondo. Y su labio inferior comenzó a temblar.

Julián no le miraba, pero sentía los ojos de su padre, su desprecio. Y quiso aliviar la asfixia que le provocaba su ira contenida hablando con su madre. Pero el mutismo de su padre presidía la mesa, llevando cualquier intento de conversación hacia el silencio. Fue el marido de Aurora el que provocó que padre e hijo se gritaran. Intentó resolver la situación, mencionando la necesidad de contratar a un nuevo abogado en la capital, un especialista en asuntos financieros.

—¿Y ya le habéis dicho a Carlos que le vais a dar la patada en el culo, lo mismo que hicisteis conmigo?

—Nadie te ha dado una patada, papá. Recibes la renta más alta que has conseguido en tu vida.

—Dinero. Dinero. De eso es de lo único que sabes hablar.

La tensión que destilaban las palabras que padre e hijo se cruzaban no disminuyó con la intervención de Aurora; ni con las réplicas que Victoria buscó para seguirla en su intento.

—Va a nevar. ¿Te acuerdas de la foto que te mandamos, mamá?

—Sí, claro que me acuerdo.

—Por fin vas a ver nieve en tu tierra.

—¿Estás segura de que va a nevar?

—Sí, va a nevar.

El labio inferior de Leandro seguía temblando. Aurora se apretó las manos bajo la mesa. Nunca había visto a su padre así, a un paso de perder el control, mirando a unos y a otros con los ojos desorbitados, e intentando detener con la lengua la saliva que escapaba por la comisura de su boca.

—¿Verdad que va a nevar, papá?

—Sí, hija. Va a nevar. Pero tu madre no va a ver nieve en su tierra. Tu madre ya no tiene tierra.

Las mujeres guardaron silencio. El marido de Aurora dejó la botella que tenía en la mano, abandonó la idea de abrirla y le ofreció un cigarro a Julián. Leandro miró a su yerno con el mismo desdén que utilizó al hablarle.

—¿Ya no queréis brindar por el éxito de esta magnífica operación, Manuel?

—Ya está bien, papá. Cierra la boca de una puñetera vez.

La intempestiva respuesta de Julián sorprendió a Leandro. Hubiera querido responderle con severidad, exigirle respeto, pero sus palabras sonaron débiles, apagadas bajo el sonido del puño cerrado que descargó sobre la mesa.

—¿Cómo te atreves?

Julián no supo qué decir. Deseó escapar de la mirada de su padre, huir, alejarse del cortijo en ese mismo instante. Pero debía esperar a Carlos, el abogado que dejaría de representar a la familia esa misma noche y que había ido al pabellón de caza a comprobar un error que creía haber cometido en el inventario. Julián mantuvo los ojos fijos en su padre, y cruzó los brazos apretando los dientes.

Cuando Carlos llegó al comedor, llevaba una escopeta en la mano, pero sólo Leandro le prestó atención.

—¡Vaya! Con él no lo vais a tener fácil. Viene dispuesto a defenderse.

Su labio inferior seguía temblando. La ira contenida le subió a las mejillas.

Enrojeció. La salivación que se le escapaba era ya espesa, y destacó su color blanco en la boca que no cesaba de temblar. Julián le miró, contagiándose del fuego de su mirada.

—La he encontrado en el patio, apoyada en un arco.

Padre e hijo se levantaron, sin escuchar las palabras de Carlos, enfrentándose el uno al otro.

—Siéntate, papá. Siéntate.

—Siéntame tú.

Victoria sintió la inquina con la que se retaban, se apoyó en el brazo de su yerno y éste la ayudó a levantarse.

—Tranquilízate, Leandro.

—Te va a dar una congestión.

Julián se acercó a su madre y a su cuñado, ninguno de los tres vio cómo Carlos levantó el arma para dejarla sobre la mesa. Antes de que llegara a soltarla, Leandro se la arrebató bruscamente de las manos.

—Sois los tres iguales.

Julián seguía retando a su padre con la mirada. Victoria y Manuel permanecían de pie junto a él. Y antes de que el abogado llegara a comprender qué pasaba, escuchó un disparo. Y luego otro, y otro.

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