—¿Por qué tú nunca vienes con nosotros, mamá?
—El campo me sienta mal, hija.
—¿Y por qué no puede venir el hijo de Isidora?
—No querrás que me quede solita, ¿verdad?
Antes de que diera comienzo la fiesta del cumpleaños de Aurora, en una de las pocas ocasiones en las que Victoria consintió en volver al cortijo, vio a su hija salir de su habitación con una carta en la mano. Aurora se acercó ella y le dijo que no se lo perdonaría nunca; que no podía entender cómo había sido capaz de decirle a un hijo que su madre lo había vendido, ni cómo ella tuvo corazón para comprarlo. Y le preguntó qué precio había pagado por él. Pero aquella vez, no esperó a que su madre le diera sus medias respuestas.
—¿Qué has hecho, mamá? ¿Qué has hecho?
—¿De quién es esa carta?
—¿Por qué no dejas a la gente que viva en paz? ¿Por qué te crees que tienes derecho a manejar la vida de los demás? ¿Por qué?
—Aurora, no te consiento que me hables así.
Aurora echó a correr, y se refugió en el comedor de la casa central. Allí encontró a doña Ida contemplando tras la ventana las tierras que ya no eran suyas, la alameda que se extendía hasta perderse de su vista. La anciana intentó consolarla. Aurora le mostró la carta.
—No volverá, tía Ida. Nunca volverá.
—Aurora, hijita, tienes que aprender a perder. Todos perdemos algo.
Compadecía a su sobrina nieta, al joven que había escrito aquella carta, y a la madre que se había visto obligada a vender algo más que un puñado de tierra. Hacía mucho tiempo que no veía a Isidora. Creía recordar que la última vez que se vieron fue al acabar la guerra, porque todos reían, y estaban muy contentos, y ella cantó un cuplé. O quizá no había acabado aún. Quizá fue cuando su hermana Carmen consiguió un salvoconducto para Federico. Sí. Era ella la que estaba muy contenta, y abrazó a Isidora. Después la empujó hacia ese mismo comedor, donde se encontraba en aquel momento con su sobrina nieta. Isidora había recibido también una buena noticia. No, no fue en el comedor. Fue en el gabinete, y aún no había acabado la guerra, aunque esa noche, en el patio del pabellón, ella hubiera cantado un cuplé.
—Y también tienes que aprender a que nadie te pase por agua tus fiestas, Aurora. Vuelve allí, sigue cantando, y que nadie sepa que has llorado.
Cuando Aurora se calmó, doña Ida la acompañó al porche del pabellón, donde sus amigas coreaban las canciones que su tío ciego cantaba. Al regresar hacia la casa central, doña Ida vio cómo Victoria le daba la espalda a Isidora y la dejaba mirando a un lado y a otro como si buscase a alguien.
—Cuánto tiempo sin verte, Isidora, ¿cómo estás?
—¿Ha visto a mi hijo?
Le costaba creer que Isidora hubiera entregado a su hijo a cambio de algo. Se preguntaba qué argucias le habrían servido a su sobrina Victoria para convencerla de que lo daba a buen precio.
—¿Ha visto a mi hijo, señorita Ida?
—No lo he visto. Y no vendrá.
Ante la puerta principal, las dos mujeres permanecieron hablando un largo rato, mientras Victoria las observaba, atisbando tras las rejas de la ventana del comedor, ocultándose con las cortinas. Sería la última vez que doña Ida pudiera hablar con Isidora. Unos años después, Aurora le contó que no hacía un mes que había muerto, ni dos meses que lo había hecho Modesto.
—Mi madre ordenó derrumbar su casa, tía Ida. Dijo que afeaba la entrada a «Los Negrales», y que tapaba el cruce.
Se lo contó al regresar del cementerio del convento, donde acababan de enterrar a Agustín. El hijo de Victoria se había estrellado en un accidente de motocicleta cuando intentaba ganar una carrera contra su hermano. Aurora se lamentaba ante su tía, intentando encontrar una explicación para una muerte absurda.
—Supongo que Agustín se confió. Antes siempre paraba ahí, porque la casa tapaba el cruce. Si la casa hubiera estado en pie, Agustín no se habría matado.
Del brazo de su sobrina, doña Ida reflexionaba sobre las ironías que cumplía el azar, mientras caminaba despacio hacia el comedor, poco antes de que la familia se congregara allí; poco antes de que la desesperación buscara un culpable entre los que llegaron, para una muerte que ninguno de ellos era capaz de aceptar.
Leandro culpó a Julián por haber retado a su hermano.
—Nos has quitado la vida.
Y Victoria culpó a Leandro, por su insistencia en pasar las vacaciones en el cortijo, en aquellas tierras que ella había llegado a aborrecer.
—Tú los obligaste a venir. Tú los obligaste.
Las voces se avivaron, doña Ida no encontró fuerzas para pedir calma. Pensó en alejar a Aurora de la crueldad de aquella discusión, y le rogó que la acompañase a su dormitorio cuando sintió que los reproches pasaban de unos a otros como palabras en llamas.
El silencio obstinado los acompañó en su viaje al día siguiente del entierro de Agustín. Doña Ida se marchó por la mañana, y el resto de la familia lo hizo por la tarde, después de que Victoria convocara a la servidumbre para comunicarles que el cortijo se cerraba. En el mismo momento en que Aurora se acomodó en el automóvil, supo que el dolor que su padre se llevaba con él no era únicamente por la muerte de su hijo. Le observó mirar los viñedos, los olivares, los campos crecidos de espigas. Y sintió su mismo dolor. Porque ella le había acompañado siempre en sus paseos. Había jugado con él a esconderse en los trigales que la cubrían por entero cuando era una niña. Y en las eras, donde su padre le permitía subir a los carros que transportaban el trigo y encaramarse a las montañas de grano recién trillado, para resbalar después hasta sus brazos. Le había acompañado en las cacerías, se había apostado con él de madrugada, había pasado frío con él, y habían disparado juntos. Aurora no era como sus hermanos, que se negaban a acompañarlo al campo cuando él se ofrecía a llevarlos, y le exigieron que construyera una piscina y una pista de tenis, porque no querían renunciar a las diversiones a las que estaban acostumbrados en la capital. Julián y Agustín crecieron ignorando la pasión por la tierra que sentía su padre, y el dolor que le acompañaba siempre que se marchaba.
A raíz del accidente, la familia dejó de pasar las vacaciones en «Los Negrales». A Leandro no le abandonó nunca el deseo de regresar, a pesar de la tragedia. Y Aurora fue la única que lo supo; y la única que le acompañó en su nostalgia a lo largo de los años en que se negó a ese deseo.
—Papá, no puedo creer que no quieras volver a «Los Negrales». Hace ya mucho tiempo que murió Agustín. ¿Es por mamá?
—Tu madre no soporta siquiera hablar del tema. Ya ha sufrido bastante.
—Si ella no lo soporta, que no vaya, pero ¿y tú?
—Yo no quiero hacerla sufrir más.
—Nunca ha sufrido porque tú te vayas, papá.
—No seas tan dura, hija. Nos estamos haciendo mayores los dos, y a tu madre le gusta cada día menos quedarse sola.
—Eso no es justo.
—Algún día iré. Y tú vendrás conmigo, no te enfades.
Y ese indeterminado algún día llegó, cuando su salud comenzó a resentirse tras sufrir un ataque de gota, debido a la medicación que tomaba desde que padeció una crisis cardiaca. El médico le recomendó tranquilidad y reposo absoluto. Él creyó que iba a morir, y quiso marcharse a «Los Negrales». Y Aurora acompañó a su padre, pero no para morir. Su hija observó que la estancia en el cortijo le hizo recuperar energías y, al cabo de dos meses, le acompañó a pasear por los olivares.
Y a su regreso a la capital, asistió impotente a su tristeza, cuando hubo de renunciar a la administración de las fincas tras el litigio que perdió contra su hijo Julián.
No hacía un año que Aurora se había casado. Su marido había congeniado con su hermano casi en el mismo momento en que fueron presentados, e intimaron de inmediato. Su amistad crecía con el paso del tiempo, y los domingos, cuando el matrimonio iba a comer a casa de los padres de Aurora, los cuñados se retiraban al despacho de Julián y pasaban las horas hablando de negocios. Únicamente su madre se sumaba en alguna ocasión a aquellas interminables conversaciones. Se sentaba con ellos, mientras padre e hija aprovechaban que los habían dejado solos para saborear la añoranza de «Los Negrales», pues en presencia de Victoria y de Julián no podían dar rienda suelta a los recuerdos sin escuchar las lamentaciones del hijo y de la madre.