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El indulto se compone de ocho artículos que especifican los beneficios que se conceden en cada uno de ellos. El caso de Jaime se contempla en el apartado d) del artículo primero. Pepita señala el párrafo con el dedo:

—Mire, don Abundio, mire, lea aquí, este apartado, éste, el d.

Penas de veinte años en adelante, en una sexta parte, excepción hecha de aquellas condenas en que se hubiera conmutado la pena capital por la de treinta años.

Cuando don Abundio termina de leer el apartado d) del artículo primero, Pepita le muestra el telegrama.

INDULTO EN BOE MAÑANA LIBERTAD

—¿Lo ve? Se lo dije, le dije yo que saldría en cuantito hubiera Consejo de Ministros, y ahora vengo a decirle que cumpla la palabra que me dio.

32

La hora de la libertad estaba prevista a las siete de la mañana, pero el director de la prisión se retrasó. Jaime contó uno a uno los minutos que pasó en la brigada con la maleta hecha pensando en Pepita.

Eran casi las ocho cuando un funcionario pronunció su nombre:

—Jaime Alcántara, que salga con todo.

Y Jaime caminó hacia el despacho del director acelerando sus pasos y los del funcionario. Pepita le esperaba. Con un pañuelo de bolsillo en la mano, sonándose la nariz a cada instante, el director de la Prisión Central de Burgos firmó el Certificado de Liberación Condicional a nombre de Jaime Alcántara y el V.° B.° en el reverso, estampado con cinco sellos y otras tantas firmas, donde se detallaban las instrucciones que debía seguir el recluso liberado. Pocos minutos después de que dieran las ocho de la mañana, Jaime recibió el documento pensando en Pepita, angustiado porque sabía que habría llegado a buscarle mucho antes de la hora acordada. Lo guardó en su bolsillo. Un pliego de papel, un simple pliego de papel. Estrechó la mano que le tendía el director. Escuchó sus recomendaciones y sus buenos deseos, inquieto. Pepita le esperaba.

Sí, Pepita camina en el exterior de la prisión mirando hacia la puerta. Pasos cortos y lentos que vuelven sobre sí mismos al recorrer una distancia de apenas tres metros. Le espera. Y mira a cada instante su reloj. Se lo acerca al oído. Quizá olvidó darle cuerda esta mañana.

No.

No olvidó darle cuerda.

Las manecillas del reloj obedecen al tiempo, y se mueven lentamente. Un leve tictac escucha Pepita mientras pasea sin perder de vista la puerta. Hace más de hora y media que pasea. Hace más de hora y media que sus tacones repiten el sonido de la espera.

Desde las garitas de guardia, los soldados la observan, se han cansado ya de lanzarle piropos; han abandonado ya los silbidos, las lisonjas y las sonrisas. Pepita no les mira siquiera. Ella sólo enreda el azul de sus ojos en la puerta, y en el reloj de su muñeca.

Las ocho y diez.

Los soldados miran también sus relojes, contagiados de la impaciencia de la mujer de ojos azulísimos. Cuando las agujas marquen las ocho y cuarto, se abrirá la puerta. Y el que antes se llamaba Paulino saldrá dejando en el penal sus últimos diecinueve años. Pepita correrá hacia él.

Y él retirará las canas de un mechón que resbala en su frente.

—¿Has esperado mucho tiempo?

—El que ha hecho falta.

Sí, ha esperado mucho tiempo. Y necesita un abrazo.

—Estás muy guapa, chiqueta.

—Abrázame.

Ha esperado a Jaime mucho tiempo. Demasiado tiempo, y Jaime la abraza.

Dos cuerpos que se encuentran.

Dos impulsos.

Dos relámpagos.

Pero han de tomar el autobús, y darse prisa, porque tienen que llegar al tren de las nueve. Doña Celia, don Gerardo y Tensi les esperan en la estación de Madrid; y don Abundio, en la sacristía de la iglesia de San Judas Tadeo.

Jaime y Pepita no se soltarán del brazo ni un momento.

No dejarán de mirarse a los ojos el uno al otro. Y no encontrarán palabras que decirse.

Sonreirán.

Y cuando lleguen a Madrid, doña Celia, don Gerardo y Tensi les verán sonreír al apearse del tren. Jaime abrazará a todos, uno a uno, largamente. Tensi lleva puestos los pendientes de su madre.

—Yo estaba con tu padre cuando compró estos pendientes.

—¿De verdad?

—Sí, en Azuaga.

Y Jaime recordará una fotografía de Hortensia luciendo esos mismos pendientes y con un niño en brazos.

Besará la mejilla de Tensi, acariciará sus pendientes.

Pero no dirá nada. No dirá que Hortensia, cuando recibió aquellos pendientes, alzó en brazos a un niño que no era suyo y gritó que ella tendría uno como  ése. Algún día. Y él le hizo un retrato.

—Don Abundio os espera, hay que darse prisa, que tenemos que pasar antes por la pensión.

Don Abundio espera. Y antes de ir a la iglesia, Pepita quiere cambiarse de ropa. Se pondrá un traje de chaqueta gris y una mantilla corta que le han regalado padrinos de boda, doña Celia y don Gerardo.

En la puerta del templo, aguardan los testigos. Isabel, la sobrina de doña Celia, y Manolita, la dependienta de Pontejos.

Al entrar en la iglesia del brazo de Jaime, Pepita girará la cabeza a la derecha, se sujetará la mantilla y sonreirá, al santo. También Jaime sonreirá mirando hacia la derecha, y besará el pulgar de Pepita mientras guiña un ojo al patrón de los imposibles.

El cortejo nupcial avanza hacia la sacristía, que don Abundio ha llenado de flores.

Los novios.

Los padrinos.

Isabel.

Manolita.

Tensi lleva los anillos de boda.

Don Abundio bendijo la unión:

In nomine Dei.

Cuando la comitiva salió a la nave central para dirigirse a la calle, don Abundio los detuvo. Y en voz alta y en la iglesia, oró por el matrimonio ante el altar mayor.

Al salir del templo, los novios recibieron un regalo del cura: tañían las campanas.

Y una tormenta de verano.

Llovía.

El agua caía a chorros de los picos de la mantilla de Pepita, como si la mantilla fuera la propia lluvia. Y al caminar, los pies de unos lanzaban agua a los pies de los otros. Mares. Charcos.

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